El denominado “Producto Interior Bruto”, el celebérrimo “PIB” ("GDP" en inglés), es, qué duda cabe, el indicador socioeconómico por antonomasia.
Desde el punto de vista técnico, perdonad la obviedad, el PIB es lo que es. Un instrumento para cuantificar en términos de mercado -precio de venta al público- la totalidad de bienes y servicios que se producen (de ahí la “P”) en el interior de un territorio, normalmente un país y sea por empresas nacionales o extranjeras (de esto la “I”), y de forma bruta –sin pararse a calibrar si lo producido se destina o no a sustituir lo que ha quedado amortizado: por ejemplo, si una maquina que se acaba de fabricar sirve para incrementar el número de maquinas de la empresa que la adquiere o para sustituir a una que ha quedado fuera de uso- (por ello la “B”) a lo largo de un año -aunque suelen hacerse estimaciones trimestrales-.
Sin embargo, sobre esta realidad objetiva, economistas, políticos, empresarios, sindicalistas, profesores universitarios, expertos de diverso cuño, medios de comunicación y, por extensión, muchas personas lo han incorporado no sólo a su lenguaje, sino, lo que es más significativo, a su percepción subjetiva de cómo marcha la economía en el territorio de que se trate, la sociedad que lo habita y hasta casi la vida misma de los ciudadanos. De este modo, el PIB se ha convertido en un especie de tótem que lo mismo vale para un roto que para un descosido. Y los Gobiernos parecen no tener otra prioridad más importante que aumentarlo.
Se trata, a todas luces, de una sublimación exagerada del PIB. Y una muestra palpable del perfil y el peso de la visión que impera a escala planetaria: productivista, mercantilista y consumista; un claro exponente de la Economía-Mundo que todo lo maneja y controla, desde la política a las artes, desde el pensamiento a la tecnología, desde lo global a la propia cotidianeidad de las personas.
Históricamente, contra semejante sublimación se han levantado numerosas voces, denunciando su sinrazón. Dada su influencia social y su rotundidad, se recuerdan especialmente las palabras pronunciadas en 1968 por el senador estadounidense Robert Kennedy: “El PIB no tiene en cuenta la salud de nuestros niños, la calidad de su educación o el gozo que experimentan cuando juegan. No incluye la belleza de nuestra poesía ni la fuerza de nuestros matrimonios, la inteligencia del debate público o la integridad de nuestros funcionarios. No mide nuestro coraje, ni nuestra sabiduría, ni la devoción a nuestro país. Lo mide todo, en suma, salvo lo que hace que la vida merezca la pena”.
A tan hermoso y acertado zarandeo del uso abusivo e interesado del indicador, hay que añadir que la evolución socioeconómica pone cada vez más en evidencia sus contradicciones y carencias. Proliferan los ejemplos. Verbigracia, los atascos de tráfico que padecen nuestras ciudades y sus entornos en las famosas horas punta. Qué duda cabe que deterioran tanto el medio ambiente –por la contaminación atmosférica, acústica,…- como la calidad de vida de los millones de conductores y acompañantes que los sufren a diario. Sin embargo, desde la perspectiva en la que el PIB se basa, las cosas se contemplan de manera bien distinta: los atascos originan un mayor consumo de gasolina, lo que contribuyen a elevar el PIB, incrementando su estadística y la percepción de que la economía, la sociedad y la vida de la gente marchan mejor.
A pesar del desatino, la utilización referencial y privilegiada del PIB se justifica y apoya desde muchas instancias, instituciones y entidades públicas y privadas. ¿Qué alegan en su defensa?. Pues, fundamentalmente, que es un sistema perfectamente homologado y establecido, posibilitando las comparaciones entre países –ya se sabe, la globalización manda-; que detrás de las voces que lo atacan se esconden motivos ideológicos y comerciales –hay que reconocer que este argumento tiene gracia (“cree el ladrón que todos son de su condición”)-; que es el mejor de los peores indicadores económicos –no se debe olvidar que la resignación es uno de los cimientos de la visión preponderante-; y que es utópico plantear alternativas estadísticas que posibiliten cuantificar la felicidad –posiblemente, esto no lo dicen, porque pondrían de manifiesto todo lo contrario, esto es, la infelicidad que el sistema vigente genera con tanta facilidad y abundancia-.
Como se ha reflejado, la pugna por restar poder al PIB como sinónimo de prosperidad y bienestar, no es nueva. No obstante, se ha reavivado en los últimos tiempos por dos motivos principales.
Por un lado, porque la actual crisis ha puesto en solfa los instrumentos de medición económica y sus parámetros, con el PIB cual estrella. Así, distintos economistas de prestigio han formulado abiertamente su convencimiento de que una de las razones por las que la crisis cogió por sorpresa radica en que el sistema de medición falló. Para estos expertos, si Gobiernos y organizaciones internacionales se hubieran percatado de las limitaciones de las herramientas de medición, con el PIB a la cabeza, se habría enfriado la euforia acerca de la evolución económica de los años previos a la crisis y se podrían haber aplicado políticas para evitar la recesión, o al menos amortiguarla.
Por otro, porque Sarkozy, el controvertido e hiperactivo presidente galo, retomó el año pasado la bandera izada en su momento por Robert Kennedy y arremetió contra la “religión del número" que todo lo gravita alrededor del PIB. De hecho, creó una comisión de expertos para identificar las deficiencias de éste, encargando su coordinación a Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía.
Hace unos días, la comisión divulgo sus conclusiones a través de un informe de casi 300 páginas. Son contundentes: el PIB se utiliza de forma errónea, en particular cuando aparece como medida de bienestar de los ciudadanos, y las estadísticas más usadas no sirven para capturar fenómenos con un impacto cada vez mayor en tal bienestar.
Siendo esto así, ¿existe una alternativa solvente y rigurosa al PIB?. Por supuesto: desde hace años, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) publica el “Informe sobre Desarrollo Humano”. El “IDH” se conforma en función de una amplia gama de variables -esperanza de vida, tasa de alfabetización, PIB per cápita,...- que permite abordar con fiabilidad y garantía la medición del desarrollo humano –no del mero ascenso de la producción- y, mediante ello, el bienestar social y ciudadano.
Entonces, ¿por qué no se fomenta el uso del IDH en vez del manido y cuestionado PIB?. Por motivos de poder político y económico. No en balde, si acudimos al último IDH, que data de 2008 –en unas semanas se publicará el correspondiente a 2009-, el ranking de países desarrollados difiere sustancialmente con el de naciones de mayor PIB. Por ejemplo, Estados Unidos, que lidera este último, ocupa el puesto número 12 (justo por delante de España) en la clasificación por IDH. Y en los primeros lugares de ésta se sitúan países como Islandia, Noruega o Irlanda, que pintan poco en términos de PIB.
Y por el PIB, no por el IDH, se establece la relación de Estados que forman parte del llamado G-20, que la pasada semana se reunió en Pittsburgh y se ha autoinvestido con autoridad suficiente para decidir el futuro socioeconómico del planeta. Siendo el criterio de selección de los invitados el que es –nítidamente productivista-, es sencillo adivinar en qué consistirá ese futuro: más de lo mismo para que de la crisis resulten fortalecidos el modelo y la visión que la han generado.
Parece, pues, inevitable que los adictos al modelo y visión dominantes sigan a lo suyo. Los que no lo somos y deseamos una nueva visión cimentada en compartir y en un cambio de consciencia de cada persona y la humanidad, debemos, lejos de caer en dualismos y enfrentamientos, tener ojos nuevos para alcanzar un mundo nuevo. Y para ello, entre otras muchas cosas, haríamos bien en dejar de hablar en el dialecto del PIB y comenzar a utilizar el lenguaje de la solidaridad, el desarrollo humano y sostenible, el bienestar social y la equidad global: el lenguaje de la felicidad individual y colectiva.