El pasaje evangélico que hoy se lee en los templos católicos corresponde al Evangelio de Juan (6, 1-15) y narra el conocido milagro de los panes y los peces. En muchos púlpitos y en la interpretación de numerosos feligreses se insistirá en darle vueltas al manido “milagro de la multiplicación”.
Pero, ¿qué diantre de multiplicación?; ¿dónde está escrita una sola palabra que se refiera a “multiplicar”?. Ni en el citado texto de Juan, ni en el relato del mismo hecho que efectúan Lucas (9,10-17), Marcos (6, 34-44) y Mateo (15,32-39)- se hace mención alguna a la dichosa multiplicación.
Lo que sí afirman unánimemente los cuatro evangelistas es que el Maestro Jesús puso en común aquello de lo que se disponía: cinco panes de cebada (siete, según Mateo) y un par de peces. Y al repartir lo que se tiene, se produce el maravilloso acontecimiento: hay de sobra para alimentar a una muchedumbre –cinco mil hombres, más mujeres y niños-. El milagro, obviamente, no consiste en “multiplicar”, sino en algo bastante más hermoso y espectacular: “compartir”. El fundamento del milagro no es multiplicar, sino una acción infinitamente más cristiana, humana y ejemplar: ¡compartir!.
¿Por qué, entonces, el empeño en la multiplicación?. Pues tan desacertada explicación del suceso no es casual, ni en asunto baladí. Responde rotundamente a la visión -cultural, social y, especialmente, económica- en la que estamos inmersos; una apreciación de la vida y de las cosas, tan asumida como para que ni seamos conscientes, radicalmente productivista y consumista.
Tal visión remonta su origen a los albores del capitalismo. Se hizo hegemónica en el siglo XIX, con la célebre Revolución Industrial, y aún hoy es claramente dominante. Se basa en algo muy sencillo: la supremacía de la economía. Se trata de la Economía-Mundo que ya hemos comentado en este blog. Todo gira en torno a ella, desde las artes a las letras, desde la religión a la política. E impregna todo lo que toca con su particular perfume: la mercantilización.
Por esta visión hemos hecho nuestro como lo más natural el “tanto tienes tanto vales”; y fusionado el valor de uso –real- con el valor de cambio –especulativo-, por más que gente como Antonio Machado nos alertara que no hay que confundir valor y precio. La economía, su crecimiento y desarrollo (sostenibilidad económica) es el fin; y también el medio, se nos reitera, para disponer de recursos con los que erradicar desigualdades (sostenibilidad social) o preservar el entorno ecológico (sostenibilidad medioambiental). Y es verdad que bajo su influjo se ha conseguido multiplicar la producción mundial hasta el punto de que haya alimentos y bienes suficientes para la totalidad de los habitantes del planeta. Eso sí, tal suficiencia es exclusivamente en volumen, pero descarrila estrepitosamente en cuanto a su reparto: la pobreza extrema que afecta a cientos de millones de seres humanos es buena prueba al respecto, por no hablar de la miseria que se disfraza cotidianamente en las ciudades más desarrolladas del orbe occidental.
La actual crisis económica hunde sus raíces en esta visión. Sin embargo, el siglo XXI presenta importantes novedades: cambio climático, globalización, sociedad de la información, recursos naturales y energéticos escasos, flujos migratorios masivos o incorporación creciente al consumo de países, como China, de alta demografía. En este nuevo escenario, la sostenibilidad social y medioambiental no son ya consecuencias de que la economía marche bien, sino condición imprescindible para ello. Hasta hoy, la lógica económica, la integración social y el equilibrio ecológico no han ido de la mano. Ahora tendrán que hacerlo no por altruismo, sino por imperativo de circunstancias que obligan a un cambio de visión.
Imaginemos un río cuyo cauce se quiere modificar. No se logrará clavando estacas en su fondo, ya que las aguas se limitarán a bordearlas y continuarán su normal fluir. Las estacas son los programas y no sirven. Se exige mucho más para cambiar el discurrir de la corriente; se requiere una nueva visión.
La mentalidad todavía vigente se evidencia en la errónea interpretación del milagro de los panes y los peces. Y la nueva visión que urge implantar se refleja en la verdadera enseñanza evangélica: hay para todos si se pone en común lo que se tiene. Esta es la realidad actual: 1. Tenemos bienes suficientes para todos. 2. No podemos seguir multiplicando la producción sin destruir nuestro hábitat de supervivencia. 3. La solución es compartir.
Compartir implica acometer transformaciones macroeconómicas y estructurales que, desde una perspectiva de equidad social y global, fomenten la eficiencia del sistema productivo, el ahorro, la inversión y la innovación, así como el comercio justo, la cooperación y la redistribución de la riqueza a escala local y global.
Compartir supone trabajar con prioridad en educación y en valores, porque para alcanzar un mundo nuevo se necesitan ojos nuevos para mirar el mundo.
Compartir representa abordar lo microeconómico desde un nuevo prisma: por ejemplo, lo que a ti y a mí nos corresponde poniendo sensatez ante el consumismo rampante y evaluando cuáles son nuestras autenticas necesidades sin caer en la hoguera de las vanidades.
Compartir conlleva poner a la persona, al individuo en sociedad, en el centro del sistema, tomando conciencia de la dimensión global del ser humano y actuar en consecuencia.
Y compartir requiere acabar con la falsa dicotomía Estado/mercado, plasmar una nueva gobernanza democrática y global y, a escala de cada uno, entrar en un nuevo nivel de consciencia de carácter transpersonal.
Se trata de ser más plenamente humano en el convencimiento de que nuestra personalidad individual es un logro de la evolución, pero también una limitación. Hay que comprender la realidad más allá del "yo", de un egocentrismo que nos está arrastrando al precipicio. Para salir de esa limitación tenemos que ampliar nuestra consciencia y entrar en el nivel de Unidad: constatar que somos uno con todo y que cada uno tiene sentido en la totalidad.