Hemos de orar, pues, con toda la intensidad de nuestro Ser, en su altura y profundidad, en su largura y anchura. Y no con muchas palabras, a lo sumo con una sola.
Pero ¿qué palabra emplearemos?. La más apropiada es aquella que refleja la naturaleza de la oración misma. Por ello, dado que la oración ha de dirigirse a que el Yo Verdadero y divinal aflore con toda su potencia y tome el mando de nuestra vida humana, la palabra idónea es precisamente “Dios”. Que todo nuestro deseo esté contenido en esta pequeña palabra; nada más se necesita, pues Dios es el compendio de todo.
No te sorprendas de que ponga esta palabra por encima de todas las demás. Si supiera que hay otra aún más pequeña y expresiva, la usaría. Y te aconsejo que tú hagas lo mismo. No te turbes investigando la naturaleza de las palabras, ya que entonces nunca te pondrás a la tarea de aprender a ser contemplativo; céntrate antes bien en comprender la naturaleza y objetivo de la oración. Te aseguro que la contemplación no es fruto de estudio, sino un don de la gracia divina.
Aun cuando he recomendado la palabra “Dios”, no tienes que hacerla tuya si la gracia no te lo indica. Pero si por la atracción de la gracia encuentras que tiene significado, entonces fíjala por todos los medios dentro de ti siempre que te sientas arrastrado a orar con palabras, porque se ajusta perfectamente a la naturaleza de la oración y es corta y simple. Si no te sientes inclinado a orar con palabras, olvídate también de ella.
Creo que hallarás que la sencillez en la oración, que tan vivamente te he recomendado, no impedirá su frecuencia. Porque como expliqué en un capítulo anterior, esta oración se hace en la largura del Espíritu, lo que significa que es incesante hasta que logra su objetivo.
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