“Puesto que soy imperfecto, necesito la
tolerancia y la bondad de los demás, también he de tolerar los defectos de este
mundo hasta que pueda encontrar el secreto que me permita ponerle remedio”
Mahatma
Gandhi. Político, abogado y pensador indio (1869-1948)
“Sólo aquellos que nada esperan del azar, son
dueños del destino”.
Matthew
Arnold. Poeta Inglés (1822-1888)
En la actualidad. 08:01 horas. Base
Aeronaval de Bulk
Aquella mañana, no tan lejana, marcaría un
nuevo camino. Una transición en la que cualquier persona podía inmiscuirse sin
previa advertencia. Sin embargo, en tal ocasión, los hechos, y los
acontecimientos, se encarnarían en su propio ser.
Las primeras luces del alba promovieron, en
su ascenso, una acostumbrada mañana, como tantas otras, con los destellos
habituales; nada en particular la singularizó. No hubo datos que anticiparan un
afrontar el día con un cariz distinto al normal, no existía sospecha al
respecto. Sí, en cambio, presentía que durante las siguientes horas acertaría a
resolver los inconvenientes en los cuales estaba inmerso. Problemas que él
suponía controlar y para los que durante años se había preparado. Estaba
seguro, al menos así opinaba su fuero interno; sería el final de las pruebas, y
el comienzo de los ensayos definitivos hacia el logro perseguido. Hoy, gracias
a su ayuda, pericia y arrojo, quedaría solventado el proyecto del F-1000. Pese
a todo, su juicio se conducía hacia el punto adecuado sin que intuyera que iba
a ser por una vertiente tremendamente distinta a la planeada en un principio.
Primera jornada. 13:14 horas. Complejo Aéreo de Nairda
Apenas podía abrir los ojos. Creía estar
haciéndolo. Sólo el derecho ejerció tal acción. Empezó a percibir su posición
en medio de un trigal dorado. El dolor se extendía por el cuerpo como el rocío
de la mañana. Con prudencia, sobre la base de la experiencia e instrucción
recibida, ordenó a los dedos el movimiento. Reaccionaron. Inmediatamente
después comunicó un impulso idéntico a las extremidades inferiores. Se obtenía
la misma respuesta. Luego movió las muñecas con un consiguiente y no deseado
gemido. No estaban rotas, sí afectadas. Continuó con los codos y hombros,
llevando su mano derecha hasta las cervicales comprobando cierto daño en ese
perfil. Finalmente procedió a ejecutar gemelas acciones con piernas, rodillas y
cadera. En general parecía estar en buenas condiciones, exceptuando el mono de
vuelo desgarrado a jirones por diversas partes. Lo mejor fue asegurar el buen
estado de la columna vertebral. Sólo le alarmó, cuando comenzó a ser más
consciente, la ausencia del casco de vuelo. Inmediatamente palpó su cabeza
cerciorando la ausencia de heridas o rasguños. Tal hallazgo produjo un gran
suspiro de alivio.
Estoy herido, maltrecho, pero entero –
se dijo procurando convencimiento y ánimo-. Debería acudir cuanto antes al
hospital y someterse a un chequeo completo. Lo inexplicable era que las
asistencias no hubieran hecho acto de presencia. Ni siquiera se oía el clamor
de las sirenas de ambulancias y bomberos.
Su último recuerdo era el intento de
aterrizaje en Bulk con el F-1000, y la parada fulminante de los motores. Sus
doce mil quinientas libras de empuje se esfumaron de golpe. Volaba en la fase
final antes de llegar a la pista; quedarían unos mil setecientos metros, pero
aquél fallo en el sistema impedía alcanzarla. Estaba seguro de haber dado la
señal de alarma. También recordaba, con rotundidad, la respuesta insistente de
tranquilidad ofrecida por la oficial del control aéreo. Pero el hecho actual de
estar en un campo sembrado de trigo era lo más desconcertante. Su base
aeronaval estaba implantada en las estribaciones del desierto de Luces, y en
aquella zona no se cultivaba nada. Era terreno estéril.
¿Qué era aquello? ¿Dónde estaban los
restos de su avión de combate? Estaba seguro de no haber saltado, no hubo
tiempo, ni altura para que el paracaídas se pudiese abrir con el margen de
seguridad adecuado para salvar la vida. Se aferró a la cabina, seguro de poder
tomar tierra con la panza, frenando de esa forma, sobre la tierra plana, la
impulsión.
No era la primera vez que aquello ocurría.
Esos aparatos tenían problemas que no acertaban a resolver los ingenieros.
Tenían fallos estructurales desde los primeros prototipos; y los motores de
cuádruple inyección ampliada no estaban a la altura de las circunstancias,
sobre todo cuando se forzaban en maniobras muy concretas. Pese a ello él, como
la mayor parte de los pilotos, arriesgaban en exceso. Actitud que le importaba
poco, pues siempre se creyó por encima del bien y del mal. Se sentía capaz de
dominar cualquier circunstancia sólo con los conocimientos adquiridos y la
pericia que el tiempo enriquecía por el cúmulo de horas de vuelo. Ser indómito,
atrevido y arriesgado son características fundamentales para un piloto de
combate; especialmente sí, además, lo es de pruebas.
Él se creía eso; y, por supuesto, mucho
más.
Pudo sentarse con gran esfuerzo. Las cinco
primeras vértebras manifestaban, con reiteración, el único quejido que le
intranquilizaba. Uno de sus mayores miedos lo había constituido siempre la
posibilidad de quedar paralítico. Prefería perder cualquiera de los cinco
sentidos, o varios, antes que tener que pasar el resto de sus días encastrado
en una silla de ruedas.
Tras
meditar sus intenciones un escaso minuto, a lo sumo, con suavidad, se inclinó
hasta ponerse de rodillas. Ladeó la cabeza preparando el esfuerzo calculado
para pasar a la posición de erguido desde la inicial. Entonces, su torpe visión
alcanzó a percibir un pequeño charco rojizo sobre el que caían gotas del mismo
tono. Evidentemente, debían proceder de su cuerpo. Entonces abortó el intento
premeditado, dejando caer su peso neto sobre los cuádriceps fatigados. La mano
derecha localizó al tacto el origen del problema: una hemorragia procedente de
la fosa nasal soltaba un pequeño hilillo de sangre. No es grave, supuso. Sólo
el dolor del cuello era su principal preocupación. Desenguantó la mano
izquierda rompiendo de cuajo un trozo del tejido verde camuflaje que lo
conforma para taponar la nariz en sendos orificios. Un problema resuelto
momentáneamente – se dijo. Luego examinó si otra parte del cuerpo reclamaba una
pronta atención y determinó que un nuevo intento para levantarse detectaría
cualquier herida.
Inició con absoluta intención la decisión.
Lo hizo despacio sin perder un segundo y sin considerar los posibles lamentos
que surgieran de cualquier otra parte de su orgullosa constitución de atleta.
A media altura, sin forzar la acción, aún
con las rodillas postradas y ligeramente hundidas en un surco algo húmedo,
conseguía colocar la espalda recta y la cabeza alta, cuando su quebrada vista
perfiló, por encima del cultivo, un espectáculo que no podía ser verosímil. El
panorama sin error, constituía un espejismo. ¿Esto es real? Indagó su mente. No
podía negar lo evidente, aunque tal contemplación simulaba lo absurdo.
Simplemente no albergaba cabida en una lógica juiciosa como la suya.
No obstante, algún padecer seguía
aquejando su ser, pero esto ya no parecía importar. Antes de atender al
raciocinio, hizo un recuento exacto de las dolencias: un ojo inflamado, y
seguramente amoratado; la nariz, quizá, rota; aunque la esperanza de tener en
perfecto estado el cuello era su máxima prioridad.
Terminó de incorporarse, hecho coincidente
al rumor del encendido de un motor de pistones. Ese lejano ruido estaba
prácticamente olvidado en su memoria. Aquel tipo de motores hacía años que no
hablaban. Quedaban pocos, y estaban en manos de particulares, los menos, o
alojados en museos aeronáuticos, la mayoría. El petardeo producido en los
escapes debido a la expulsión de los gases y las consiguientes vibraciones que
excitaba el fuselaje de un avión como ese, fue algo que pudo experimentar en
una concreta ocasión. Consiguió rememorar aquel suceso. Pero seguía sin creer
lo que vislumbraba con gran dificultad.
A lo lejos, frente a uno de los hangares
se divisaba un aparato pintado de rojo incendiario empezando a deslizarse por
una de las calles que corrían paralelas a lo que debía ser la pista de
aterrizaje, a unos escasos cincuenta metros delante de su cuerpo sollozante.
Si todo esto parecía tan cierto, su
curiosidad reclamó confirmación inmediata. Entonces, ordenó a la suma de sus
músculos y articulaciones se dispusieran a acatar cualquiera de sus órdenes sin
replicar protesta posible.
Empezó la andanza con paso decidido,
aunque algo patoso, aplastando en su deriva el fruto crujiente que emergía de
la tierra. El aeroplano continuaba rodando hacia lo que parecía ser el final
del aeródromo para encarar el inicio de la pista. Era evidente que pretendía
despegar. Siguió avanzando, levantando algo de polvo al tropezar con algún
terrón de tierra, curiosamente seco. El paso era cada vez más firme y seguro.
De pronto empezó a sentirse inexplicablemente mejorado. Ninguna de sus células
consintió en reclamar alguna petición de auxilio. Sabían que no serían
atendidas en esos momentos.
El biplano encrespó sus seiscientos
caballos de potencia al aire cortándolo con su hélice, comiendo metros sobre el
asfalto negro en su principio de avance sin visión frontal debido a la posición
de sus ruedas Ello forzaba a mirar por uno de los laterales en los inicios del
despegue para impedir que se desviase de la línea central. El piloto lo hacía
por babor. El herido, sin embargo, entraba en la pista por la zona opuesta
lanzándose en una carrera acalorada e inusitada hasta instalar su posición
justo en la intercepción en que ambos seres, uno de carne y hueso, el otro
mecánico, cruzarían sus trayectorias. Quería comprobar cuánto de verdad tenía
todo ese sueño en el que creía estar encallado. De serlo, nada ocurriría. De lo
contrario, no perdería mucho, pues si después de estrellarse con su reactor,
aparecía en medio de un paisaje desconocido, con su cuerpo maltrecho y
trastornado, el simple hecho de ser seccionado por la hélice de madera de un
viejo cacharro, concluiría con un absurdo caos que había desbordado su
comprensión sobre una realidad incógnita. Los efectos de la desorientación
habían atrapado su voluntad y raciocinio.
Ya estaba enfrentado al teórico destino:
un motor encastrado a una estructura de tubos cruzados y asidos por cables
tensados que sustentaban la doble ala entelada. El ciego furor avanzaba hacia
un encuentro a gran velocidad. Él, elevó los brazos como si quisiera
espantarlo, pero sin previo aviso, a unos diez metros de distancia, el biplano
elevó su posición vertiginosamente escrutando el cielo en un ángulo de cuarenta
y cinco grados, realizando un viraje a izquierda muy ceñido.
El resultado de esa locura fueron unas
gotas de glicol y aceite llovidas desde el limpio y celeste cielo que se
estamparon unas en el rostro; otras, salpicaron el increíble e impecable
uniforme que portaba.
Al
percibir el detalle de la nueva vestimenta, su entendimiento fue todavía más
insoluble en el bullicio alocado de las neuronas que aún parecían funcionar.
Empezó a tocarlo con incredulidad. La situación constituía una voraz paranoia.
Quería interiorizar en un acto de reflexión. ¿Aquello era racional? Hacía unos
instantes renqueaba tirando de su cuerpo herido enfundado en un mono de combate
verde oliva; ahora vestía un traje azul, condecorado con los restos de la
combustión de un arcaico avión, y las flamantes insignias de Guardia Marina de
primer año sobre las hombreras.
Se miró las manos. Estaban limpias. Lo
hacía con ambos ojos. Tenía los dos abiertos; le pareció increíble. Se tocó la
nariz, antes sangrienta, ahora seca, perfecta. Del resto de los dolores, y la
alarma imperiosa del cuello, no existía rastro alguno.
¿Qué estaba sucediendo? Acababa de
estrellarse. ¿Serían los resultados del impacto? ¿Habría quedado mermado
mentalmente?
- ¿Se puede saber qué pretendía hacer en
medio de la pista? – gritó alguien, desde atrás.
El tono correspondía al de una mujer. Al
dar la vuelta pudo divisar una figura esbelta de cabellos rubios recogidos en
una graciosa coleta. Vestía un mono de color naranja al que acompañaba la
típica cazadora de vuelo en cuero ajado, color marrón, con solapas de pelo
suelto y botas negras muy lustradas.
No sabía qué decir, ni cómo reaccionar.
Siguió mirándola. Sin duda era una mujer atractiva, pero no era éste el motivo
del pasmo. Continuaba sin dar crédito a aquél cuadro. Simplemente, todo aquello
se le antojaba imposible.
La chica enfrentada al brillante sol que
lucía, y mantenía la mirada bajo su palma recta apoyada en la frente dando
sombra a sus ojos color miel.
-¿A qué espera alumno? ¿No pretenderá que
vaya a por usted? ¡Vamos! ¡Sígame! Hay mucho que hacer.
¿Mucho que hacer? ¿A que se referiría? Se
cuestionaba inspeccionando el uniforme en el que estaba enfundado mientras ella
giró ciento ochenta grados sin prestar mayor atención, alejándose. En ese
instante, pudo leer la inscripción bordada en el reverso de su cazadora:
Instructora de Vuelo. Lo más curioso es que lucía las insignias de Coronel
Mayor. Otro hecho relevante. En su ejército aún no existía mujer alguna con tal
graduación.
No supo a qué impulso obedecía, pero la
siguió.
El silencio reinaba en todo el escenario.
Una torre de control hexagonal con cristales tintados en verde, e inclinados
treinta grados hacia el suelo, marcaba el estilo propio de las que se construyeron
al inicio del siglo pasado, cuando la aviación empezó a existir de forma
tangible. Multitud de barracones inmensos, todos en color metal, configuraban
una formación grandiosa de gigantes construidos a ambos laterales. Al fondo, a
donde parecía se dirigía la recién aparecida, que no dejaba de andar a un paso
cada vez más forzado, se levantaba un edificio de tres plantas de ladrillo
rojizo provisto de un sinfín de ventanas.
Parecía tener prisa. Era algo que ya había
manifestado. Su paso sinuoso y decidido, al compás de un redoble encantador de
caderas, ofrecían otro síntoma de confusión.
-¡Oiga! – dijo en voz baja sin poder
continuar al percibir el extraño tono de su emisión.
Tocó su garganta carraspeando y tragando
saliva. Esa no podía ser su voz, se dijo.
-¡Oiga! – proclamó de nuevo, dudando.
Otra vez ese sonido gutural,
irreconocible. Volvió a aclarar todo su aparato vocal e inició de nuevo la
llamada de atención.
-¡Oiga! – alcanzó a gritar con idéntica
modulación – ¿Le importaría pararse?
La instructora reaccionó. Inmediatamente
detuvo su inercia girando y mostrando una hermosa sonrisa mientras liberaba su
pelo al compás del viento sujeto por un coletero verde limón. Ese gesto
perturbó aún más su entendimiento. La distancia entre ambos disminuía en su
avanzar presto y serio. Ella, parada, mantenía su sonrisa algo altanera y
sugestiva; sus brazos en jarra mostraban una actitud retadora, mientras la
gracia de la brisa atizaba sus cabellos haciendo que el pequeño oscilar
pareciera una gasa transparente y sugestiva.
Evidenciaba la treintena según su
diagnóstico al frenar a un escaso metro de ella. Demasiado joven para ostentar
tal rango, enjuició.
-¿Puede decirme dónde estoy? – indagó con
rigidez, como si emitiera una orden.
-¿Acaso no es evidente? – contestaba
alegre y divertida –. Esta es la Escuela Superior de Vuelo Nairda.
La respuesta no convencía. Más bien seguía
desconcertando toda su esencia.
-Fíjese bien– dijo él de manera enfática –Aunque
tenga esta apariencia de alumno zoquete de primer curso, en realidad mi grado
es el de Teniente de Navío, equivalente al de Capitán, y soy piloto de pruebas.
Acabo de estrellarme, o creo que eso he hecho. Hace un momento estaba allí,
envuelto en mi traje de vuelo, ensangrentado, magullado y tremendamente
dolorido. Ahora… bueno…. no sé qué es lo que parece... – por un momento no supo
lo que quería decir –. Da igual. ¿Dígame de una condenada vez dónde estoy?
¿Acaso he muerto? ¿Estoy en el cielo? ¿Qué es esto? – concluía compungido,
resignado. Vencido.
Ella soltó su risa con desparpajo mientras
procedía a recoger nuevamente su cabello en una cola prominente y juguetona.
-Bueno – exclamó acercándose a su derecha
sin dejar de mirar fijamente con sus ojos escrutadores –. Son las preguntas que
todos hacen. Es lo normal. Por un momento pensé que teníamos a alguien distinto
sin dejar de ser único. Quizá alguien con traumas de difícil resolución. Pero
es usted otro como tantos, o al menos eso parece. Acompáñeme, le mostraré sus
aposentos – ordenaba con suavidad al tiempo que le asía del brazo –. Verá, le
estábamos esperando desde el instante en que emitió por radio el Mayday de
auxilio. Cuando eso sucede, sabemos que tenemos otro estudiante listo para la
enseñanza.
Ante la incoherente respuesta, sin
entender cómo, se dejó engatusar. No parecía quedar más remedio. Casi sin
voluntad se abandonó en un arrastre a alguna parte. Ella continuaba con su
explicación. Al menos era habladora, y ante una pregunta, su exposición era
amplia, algo que le solía agradar.
-Como le mencioné, su llegada era
inminente, aunque no sabíamos por dónde lo haría. Cada cual aparece de una
forma distinta. Ese es el único problema con los novatos. Por eso, Pitt, ha
salido con el viejo Gloster Gladiator, esperando poder divisarle desde el aire.
Pero casi se dan de bruces los dos en la pista. ¿Cómo se le ha ocurrido ponerse
delante del biplano? ¿Acaso su cordura no le permitió atender al hecho de que
podía haberle sesgado en mil pedazos?
Aquello constituía el colmo, pensó.
¿Sabían de su llegada y salen en vuelo a buscarlo? Esto era aún algo aún más
embrollado y absurdo. No pudo, ni quiso aguantar más el dilema. Paró fulminante y en seco a la mujer.
-Escuche– prorrumpió, soltando el brazo
que le aferraba –. ¿Quiere decirme quiénes son ustedes y qué hago aquí? Esto ya
está pasando de ser algo más que una estúpida broma de mal gusto –. Entonces la
asió por los hombros mientras advertía que ella era unos quince centímetros más
baja que él. Recapacitó momentáneamente recomponiendo el ánimo, procurando ser
algo más sumiso, menos impaciente –. No quiera conocer mi faceta desagradable –
continuó diciendo – pues estoy a punto de perder el control. La razón ya no me
asiste… – respiró hondo, contando hasta diez, mentalmente –
Repito. ¿Quiénes son ustedes y qué hago aquí? Responda congruentemente de una
vez, ¿quiere?
Ella miró con desafío, simulando enojo. Su
sonrisa había desaparecido de golpe, algo que le produjo en su interior
confusión instantánea. Cerró la cremallera de su cazadora. Le escrutó de arriba
abajo y de abajo arriba. Cruzó sus brazos y soltó unas andanadas de palabras
contundentes.
-Entiéndame, si es posible. No creí que
fuese usted tan torpe como para no darse cuenta de la situación. Está claro que
no está donde normalmente suele estar. ¿No es evidente? – esgrimía con las
manos abiertas –. Tampoco está muerto o en el cielo como es la ilusión
alucinadora de muchos. ¿Acaso ve alitas en mis espaldas? – indicaba acompañando
el gesto con sus pulgares –. No soy ningún ángel dándole la bienvenida. Simplemente está aquí porque olvidó
volar, y, por tanto, vivir. Usted está, y le creía lo suficientemente
inteligente para deducirlo, en otra dimensión, en otro instante, en otro plano,
en otro espacio alternativo, como prefiera encajarlo en su conciencia – explicó
algo seria –. Pero por si aún no le ha quedado claro, se lo repito: Está aquí porque dejó de volar, dejo de
vivir; esa es la auténtica verdad. No hay otra. Usted mismo lo ha
dicho: se ha estrellado. Y también sabe que no es la primera vez que le ocurre
¿Estoy equivocada? – inquirió sin esperar respuesta –. Aunque esperamos que sea
la última. ¿Satisfecho?
Todo aquel discurso le había sacado del
momento presente. Dejo de considerar a su interlocutora. Su mirada estaba ahora
perdida mientras indagaba en su interior una resolución a las explicaciones.
Ella captó la perturbación. Tendría que
sacarlo de tal introversión zarandeándole. No reaccionaba al modo usual. Estaba
afectado, y era posible que permaneciera bloqueado durante algún tiempo.
Decidió algo drástico. Algo que solía funcionar con los militares
-Atención. Capitán. ¡Firmes!
Surtió efecto. De inmediato adoptó el
papel marcado.
-Condúzcase al barracón número uno. Ala
norte. Habitación número veintiuno.
-Señora. Sí, señora. – Su voz sonaba como
la de un autómata.
-Diríjase allí. Es su alojamiento mientras
dura su curso. Encontrará toda la impedimenta necesaria. Aséese si lo necesita
y póngase el traje de vuelo. Dentro de treinta y cuatro minutos, exactamente –
ordenaba, mirando su reloj, calculando el tiempo –, le veré en el comedor.
Imagino que tendrá hambre. Así que dispone de poco tiempo. Aprovéchelo, si es
que quiere volver a volar. ¿Ha entendido Capitán Jano?
¿Jano? No recordaba que ese fuera su
nombre, aunque tampoco recordaba cuál sería de no ser ese. Otro nuevo elemento
para alimentar el barullo mental y emocional, ya de por sí enmarañado. ¿Quién
era él, además de lo poco que podía recordar?
Emprendió la marcha, caminando,
obedeciendo sin razón a un programa que no era capaz de dominar. Computaba una
orden dada. ¿Dónde se encontraba el control sobre su vida, si es que a eso se
le podía denominar vida y control? ¿Qué es esto, y quién soy? La cuestión se
marcaba omnipresente. No obstante, sus pies persistían en recorrer la distancia
que le restaba al lugar indicado.
Encontró la habitación sin dificultad. La
estancia era sobria, pero confortable. Sobre la cama, bien dobladas y
adecuadamente dispuestas, numerosas prendas. Colgado en perchas, dentro del
armario, varios monos de vuelo que tenían cosido, sobre el bolsillo superior
izquierdo, un parche con su nombre. En la derecha un escudo redondo de fondo
azul sobre el cual había superpuestas tres alas solapadas en color dorado; bajo
ello, el nombre de la escuela: Nairda.
Una puerta abierta descubría el aseo.
Dentro, justo frente a él, algo le sorprendió: un espejo reflejaba una imagen
desconocida al recuerdo que poseía de sí mismo. Un semblante distinto de
idéntica estructura craneal. Su cabellera se veía rasurada, brillante. No se
atrevió a moverse, exclusivamente se llevó las manos a la cabeza comprobando
que no era un espejismo lo contemplado. Algo más no se situaba en su habitual
lugar: su querido bigote había desaparecido. La nueva fisonomía produjo
estupor. Se acercó hasta quedar a pocos centímetros del brillante cristal. Allí
sostuvo la mirada, penetrando en el iris, buscándose, intentando creer lo que
veía. Tardó unos minutos en el reconocimiento. No sólo no recordaba que se
llamara Jano, sino que, además, algunos de sus más sobresalientes rasgos
físicos habían, literalmente, desaparecido.
Sin saber el motivo, una especial
fortaleza se apoderó de su incertidumbre, haciendo que recuperara el
equilibrio. Tampoco esta faceta era parte de su carácter, simplemente aceptó lo
que veía y sentía, suponiendo, sin razón aparente, que todo se iría aclarando
sin más. Dejó de pensar en ello disponiendo sus actos para cumplimentar el
horario estipulado.
¿Qué estaba sucediendo? Nada en su razonar
atraía alternativas que ilustrasen con un mínimo de sentido común cualquiera de
las circunstancias que, como un torrente desbocado, confluían sin orden ni
concierto.
Mejor no discurrir más, se ordenó, pero
era complicado corresponder tal auto dictado.
Posdata:
En el artículo del día 1 de
diciembre (Rojo octubre, peligroso noviembre y brillante diciembre. III
Parte) comuniqué que personalmente había recibido por psicografía una serie
de técnicas y procesos para aplicar en psicoterapia, que solucionaba el 80% de
los problemas psicológicos del ser humano. La explicación resumida de esta
psicoterapia es que elimina el ego, te reconecta con tu alma (conecta la
Particularidad con la Singularidad) y tienes control emocional, siendo feliz en
tu vida actual; al mismo tiempo dije que lo había transferido a dos Almitas
maravillosas (psicólogas) que os los podía ofrecer mediante terapia, obvio que,
con remuneración, pues es su trabajo, y que además ellas lo harán, pues mis
tiempos están contados, para seguir en esa labor. No se trata de dar una
formación, sino de recibir terapia para quien lo necesite. Durante un tiempo os
habéis puesto en contacto conmigo para luego realizar el contacto con ellas
(Rosario y Yesenia), pero ahora ya podéis hacerlo de forma directa mediante su
correo profesional: terapia.psico2@gmail.com También
podéis visitar su Web: http://www.psico2-internacional.es
Para
las actualizaciones de Todo Deéelij y preguntas sencillas: deeelij@gmail.com
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