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CUENTO DE ALÍ Y EL HARÉN DEL SULTÁN (1/2)
Cuéntase, que en lo que transcurrió en la antigüedad del tiempo y en lo pasado de la edad, hubo un reino opulento y emprendedor situado a orillas de un gran río, en cuya vega existía una de las ciudades mas influyente del mundo conocido, a la que impusieron el nombre de Hispalis, atraídos por sus inmensas riquezas, llegaron a él, hombres de los mas lejanos lugares y de las mas diversas razas y religiones. En sus arrabales, se apiñaban los más ruines y miserables personajes que en el mundo existiesen; porque por todos es sabido que donde nace la opulencia y la riqueza, también aparece la pobreza y la miseria, son como la luz y la sombra, no puede existir la una sin la otra, así mismo se presentaban grandes oportunidades para que los miserables y canallas, pudieran hacer fácilmente adeptos. En estos arrabales vivía nuestro personaje, un joven huérfano, cargado de ignorancias y poseedor de una candidez bobalicona, que con sus pillerías, trataba de comer a diario, tarea que se le presentaba difícil de conseguir, en la mayor de las ocasiones. Ni que decir tengo, que el pobre muchacho, estaba mas delgado que una tira de esparto, pero ningunas de sus experiencias, peripecias, ni desgracias, avivó su ingenio, ni acrecentó su maldad, no pudo su experiencia impedir, que le convencieran algunos de sus fieles compañeros y amigos de la orden mendicante, tras previo soborno del contramaestre del barco, de que ir a galera, era poco mas o menos que un agradable crucero a las islas Vírgenes, detalle este ultimo, que no se le paso por alto, debido a que no había tenido ningún encuentro carnal con hembra alguna, fuera de la belleza que fuere, fuera de la especie que fuere.
El pequeño muchacho, tras el naufragio sufrido por el “Cascajo” nombre que lucia con gran orgullo la galera donde le embarcaron voluntariamente, tras una violenta y huracanada tormenta, que el capitán, pese a su gran experiencia, arriando las velas, y navegado a capa durante la misma, no pudo vencerla, ni huir de ella, tratando de capear el temporal, el barco se hundió irremisiblemente, tragado por las aguas, descuajaringándose por todos sus flancos. Llegó extenuado e inconsciente, cualidad esta ultima que era consustancial a todo lo que realizaba, a una playa de arenas blancas, de un archipiélago de pequeñas islas islámicas olvidadas de la mano de Dios Todopoderoso, o de Alá el Misericordioso, puesto que ni él mismo sabría al despertarse a que religión pertenecía, ni a que Dios encomendarse, para invocarle una oración y darle las gracias por haber conservado la vida; su joven edad, su inocencia, su candidez y sobre todos su gran ignorancia, desembocaban en un gran desconocimiento de todo lo existente y aun hasta de si mismo. Esto no le suponía ningún quebranto emocional, puesto que se había criado en la picaresca, y estaba acostumbrado desde que nació a las mezclas de religiones y creencias, que allí convivían, a esto unía su nula educación, no solo en los temas religiosos, sino de cualquier otro de los que podamos imaginar; era huérfano, y los arrabales fueron su hogar; siempre estuvo andrajoso y mendigando por la calle, hasta que lo enrolaron en el “Cascajo”, cuando sucedió, pensó que había sido un premio, a pesar de los grilletes, que creyó que eran un amable distintivo, comía todos los días, y en su candidez, elucubró que aquello era algo bueno, podemos llegar a entender la coherencia de un malvado, pero el imbécil es perfectamente incomprensible. En realidad, como pregonaba la poesía anónima, era un moro judío, nacido entres los cristianos, no sabia que Dios era el suyo, no sabia quienes eran sus hermanos.
Como decía… aquel escuchimizado muchacho, yacía en la playa, con la cabeza boca abajo, sus piernas, si tal nombre se le puede dar, a esos delgados huesos desprovistos de todo músculo o carne que los cubriesen, estaban despatarradas y cubiertas de costras marinas, conchas, y hasta pequeños calamares y moluscos, tenia enredados, en el estropajo rizado que tenia como pelo, así como en su espalda, toda cubierta de las mas diversas especies de algas, que harían las delicias de cualquier biólogo marino; donde sobresalían insultantemente sus costillas que eran mas propias del esqueleto de un muerto, que el de una persona que todavía respiraba y se pudiese contar en el mundo de los vivos. Durante los mas de treinta días que estuvo a la deriva agarrado al madero desprendido de la nave, soportando los vaivenes de las olas y expuesto al implacable sol durante el día y al húmedo frío de la noche, ni los mismos depredadores del mar, avezados cazadores, ya fuesen tiburones u otros de los grandes monstruos abisales, que pueblan y habitan las profundidades marinas, no le prestaron la menor atención, no valía la pena, la comida era escasa, que digo escasa, nula, y se podrían atragantar con un hueso.
El pobre Ali Al-Falo, este era su nombre, yacía aplomado y casi sepultado en la arena, había perdido el conocimiento, o mejor dicho estaba desmayado, puesto que conocimientos no poseía, soportando el ardiente sol del medio día sobre su cetrina espalda, esperando resignado exhalar su último suspiro y poder dejar libre su alma. El sultanado, donde había sido arrastrado y arrojado por el mar, estaba compuestos por un archipiélago de muchas islas medianas y pequeñas y una de gran extensión: la Isla Grande, donde el sultán Harum Al-Astaca, ejercía su reinado con severidad y estrecha vigilancia sobre todas las demás, algunas de ellas deshabitadas, que en ocasiones, los piratas la utilizaban inocentemente, como lugar de repostaje de víveres y agua, tras previo pago, en sus honradas travesías, esto es lo que le decían al sultán, y el visir cobraba, guardaba y callaba. Como digo, vivía en ella, con sus mujeres y toda una prole de hijos e hijas, todo era un remanso de paz, concordia y felicidad en aquellos parajes. El Visir, Mal A-Uba era el brazo ejecutivo del estado, y persona muy celosa de cumplimentar inmediatamente todos los mandatos del sultán, su frase preferida era “manda y obedezco” después de besar el suelo entre sus manos. En ella también vivían todos los principales del reino, junto con sus familias y los feroces jeques guerreros, entre todos formaban la clase dirigente de esta poblada y selecta Isla Grande. Tanto el sultán como los demás jeques y autoridades, eran personas permisivas y liberales, y por ende, dejaban pasear a las mujeres de sus serrallos e hijas por las solitarias playas, para de esta manera apartarlas de los ojos siempre libidinosos de los soldados, esclavos y comerciantes de la populosa y selectiva ciudad, siempre tan curiosos y fisgones, siempre tan molestos con su presencia. Eso si, durante estos momentos de esparcimientos iban inexorablemente acompañadas de sus esclavas, y algún que otro eunuco, grande y fuerte con voz de canario desafinado, y la sutileza de un rinoceronte cabreado, que pastoreaban a todas aquellas inocentes manadas de esposas y vírgenes, protegiéndolas durante el tiempo que durase sus relajantes paseos por las orillas del mar, de esta forma impedían el acercamiento inoportuno de cualquier despistado, atajando el problema de raíz, es decir, cortándoles de cuajo la cabeza. Lo de un juicio previo, que amparaban las leyes redactadas por los jeques y rubricadas por el propio sultán, todos interpretaban que era una perdida de tiempo, cuando la infracción era tan clara. Un despiste, por Dios, ¡que estuviesen más atentos!
Schalhrazada era una de las esposas, un poco olvidada, del sultán dentro de aquel harén de más de cuarenta mujeres jóvenes y hermosas. Ella había cumplido los cincuenta años, pero pese a su edad, conservaba su belleza intacta, y el desdén a que era sometida, le obligó asumir mas las tareas de las compras y provisiones del palacio, que de complacer y compartir el lecho del sultán durante las noches, no porque hubiese perdido el deseo, que lo conservaba intacto, que digo intacto, mas aún, me atrevería a pensar que había aumentado, debido a la escasez amorosa y la lujuria de su edad, sino porque ya sabemos lo volubles que son los hombres, cuando tienen tanto donde elegir… hoy escojo a esta joven, que me trajeron los piratas el mes pasado, mañana aquella de veinte años que fue regalo del emir Al-Salido, su hermano, al que no quería desairar, y así hasta mas de cuarenta preciosas sílfides y algunos cientos de esclavas, y claro, las veteranas, en estos casos, ante tanto sultán caprichoso, y tanta desleal competencia, la verdad, iban perdiendo posición en el lecho, aunque lo ganaban en autoridad dentro del harén, porque una cosa es una cosa y otra perder el gobierno de tu propia casa, que compartía con las mas veteranas que se encontraban en la misma o perecida posición, siendo ella la que ganaba a todas en edad y por tanto en sabiduría y poder; como dije, paseaba, como tenia costumbre, descalza por la orilla del mar, y junto a ella su mucama Estabomba, una mulata de nariz chata, cadera anchas y fuertes, y carnes prietas, que sostenía un parasol de seda, que no paraba de nada, pero daba mucha distinción. Tras un pequeño sobresalto, que casi pisotea la cabeza de Ali, se detuvo delante de aquel deshecho y esmirriado ser humano, que apenas empezaba a llegarle un poco de resuello, jadeante apartaba con su agitado aliento la fina arena que le retornaba a los ojos, y se la quitaba a duras penas con una de sus manos, cuando alzando la cabeza, que no podía sostenerla sobre sus hombros, vio de repente a una hermosa mujer con un ancho manto de tela de Mussul, en seda sembrada de lentejuela de oro y forro de brocado. Se levantó un poco el velillo de la cara y aparecieron por debajo dos preciosos ojos negros, con largas pestañas, y ¡qué párpados! Era esbelta, sus manos y sus pies muy pequeños, y reunía, en fin, un conjunto de perfectas cualidades. Observando Schalhrazada que el esmirriado aun vivía, dijo con su voz llena de dulzura: recogedlo. Estabomba hizo una señal al eunuco, que le seguía a distancia, un grandullón de casi dos metros de altura y casi lo mismo de anchura, que iba echando dátiles a su boca como si fuera un saco donde guardar patatas, este, lo recogió con una mano, como se coge un lagarto y se lo echó bruscamente al hombro igual que si de una alforja se tratase, después siguió andando y comiendo dátiles con las dos, no era cuestión de perder el tiempo con naderías.
En el camino de vuelta al harén, he aquí que se paró Schalhrazada en la frutería y compro manzanas de Siria; membrillos osmaní, melocotones de Omán; jazmines de Alepo, nenúfares de Damasco, limones de Egipto, cidras sultaní, bayas de mirto, anémonas rojas de color de sangre, violetas, flores de granado y narcisos. Después, continuando con su responsabilidad del abastecimiento, se detuvo en casa de un destilador y compró diez clases de aguas: de rosas, de azahar y otras muchas; y varias bebidas embriagadoras, como asimismo un hisopo para aspersiones de agua de rosas almizclada, granos de incienso macho, palo de áloe, ámbar gris y almizcle, y finalmente velas de cera de Alejandría.
Cuando Schalhrazada hubo cumplimentado su tarea, llegó a un palacio, todo de mármol, que disponía de un gran patio que daba al jardín de atrás, y tras el jardín estaban unas grandiosas y ordenadas caballerizas. Todo era muy lujoso, y el pórtico tenía dos hojas de ébano, adornadas con chapas de oro rojo. Llamó, y las dos hojas de la puerta se abrieron.
Ali colgado al hombro del eunuco como una ristra de chorizo, había vuelto en si, abrió sus grandes y salientes ojos, y vio entonces que había abierto la puerta otra joven, cuyo talle, elegante y gracioso, era un verdadero modelo, especialmente por sus pechos redondos y salientes, su gentil apostura, su belleza, y todas las perfecciones de su cara y de todo lo demás. Su frente era blanca como la primera luz de la luna nueva, sus ojos como los ojos de las gacelas, sus cejas como la luna creciente del Ramadán, sus mejillas como anémonas, su boca como el sello de Soleimán, el magnifico, y su rostro como la luna llena al salir. Por eso, a su vista, notó el mozo que se le iba el juicio y de nuevo cay´´o inconsciente, pero antes dijo para sí: “¡Por Alah! ¡En mi vida he tenido un día tan bendito como el de hoy!” Esta joven tan admirable dijo a su compañera la proveedora del harén, a su mucama y al eunuco: ¡Entrad! Schalhrazada, dirigiéndose a Estabomba, le dijo que las leyes de la hospitalidad, le obligaban a lavar, cuidar, sanar y alimentar, al pobre muchacho, que seguía colgado del hombro del eunuco, que continuaba ocupado, comiendo dátiles a dos carrillos.
El eunuco lo sumergió, sin ninguna delicadeza, en una bañera llena de agua con pétalos de rosas y se marchó en búsqueda de su señora, y la pobre mucama empezó a frotar con un áspero estropajo, y hasta tuvo que emplear una pequeña daga para rasparle y arrancarle las costras y conchas pegadas a su cuerpo, tanto del pecho, como de la cara y la espalda del muchacho que entre tanto movimiento y agitado manoseo, había recobrado algo de vida, aunque seguía sintiéndose débil; ya sin miramiento y obligada por las circunstancia, le despojó, de los calzones raídos, para de esta forma terminar el encargo de su señora. Pero Alah o Dios todopoderoso, porque hasta yo mismo estoy hecho un lío, sobre el Dios a quien debería encomendarse, bueno, pues los dos, hicieron que este mozuelo, carente de toda cualidad aparente, tuviese una oculta, aunque no de menor importancia, ni despreciable ante los ojos de una mujer, tan inclinada a los análisis de las sensibilidades del corazón, y no pasó inadvertido este atributo para Estabomba, que lanzó un grito, y lo contuvo inmediatamente, no así sus ojos que se mantenían fijos en las entrepiernas de Ali, queriendo saltar de sus cuencas, aquello podía competir con los potros de la caballeriza. Sabemos los serviciales que son las mucamas, pero aquello, aquello hizo que extremase su labor, cambió el estropajo por esponjas suaves, y la dagas por finos peines que apenas rozaban su piel, con sumo cuidado, frotaba su pelo con los mejores jabones y ungüento que la señora empleaba, para sus menesteres de belleza, después lo secó con lento mimo, desde la cabeza a los pies, recorriendo todas y cada una de las partes de su cuerpo, con toallas tan mullidas, que ni el mismo sultán usaba para su aseo personal, aquella morena mucama, reflejaba en su cara tal felicidad, que parecía que había encontrado un tesoro escondido. Lo alimentó con los mejores manjares, que había en palacio, cordero asado, bebidas embriagadores, y dulces de los mas variados y ella misma se lo acercaba a la boca, haciendo ondular su ancho talle; no estaba en las costumbres del pobre Ali, que nadie lo cuidase y mucho menos con tantos mimos y lisonjas, ora lanzando una sonrisa, ora guiñando un ojo, a veces lanzando antes de darle un pastelito un “¡ay!”, y en otra un “¡huy!”, todo con un cuidado y una delicadeza, digna de un príncipe; hay que reponer sus fuerzas cueste los sacrificios que cueste, pensó resuelta, las leyes de la hospitalidad, le obligaban. Le puso una túnica que le cubría desde el cuello hasta los pies, aseada pero no muy llamativa, puesto que hay que espantar a las moscardonas, que eran muchas, con años de abstinencia en esta Isla Grande. Ali creyó que había muerto y estaba en el paraíso, el pobre muchacho miraba a su alrededor y no entendía nada.
Schalhrazada, observando la demora tan grande que Estabomba, estaba empleando en las labores que le había encomendado, la hizo llamar, y le preguntó que como estaba el esmirriado, ésta contestó inmediatamente, que necesitará varias semanas para reponerse, y que ella misma podría llevarlo a un cobertizo abandonado, que hay en las caballerizas que están detrás del jardín, lejos del palacio y que se encargaría de atenderlo hasta que recuperase por completo su salud… si la ama así lo dispusiese. Si observó, Schalhrazada, que había mas brillo y mas picardía de lo normal en sus negros ojos, pero en fin, que mas daba, pensó: ¡que lo cuidase! y a su vez estaba orgullosa de haberle enseñado a su sirvienta, por fin, después de tanto tiempo, y siempre tan esquiva en practicarla, lo importante que son las leyes de la hospitalidad en aquel sultanado.
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La segunda y última parte de esta narración será publicada en el Blog mañana martes, 1 de junio.