¿Cómo saben los ribosomas la secuencia exacta de aminoácidos que deben encadenar
para formar cada proteína concreta?
Estas secuencias vienen determinadas por la secuencia
genética que se guarda (¡como oro en
paño!) en los cromosomas en el interior del núcleo celular. Esta información, el
código genético específico e individual de cada ser humano, se encuentra protegida
en el interior del núcleo,
que podríamos comparar
al Sancta Sanctórum del
Templo. Esta información es demasiado valiosa
como para que las moléculas
que la contienen, el ADN (DNA
en inglés) que forma los genes, sea expuesta al trajín del aparato de
producción que tiene lugar en el
citoplasma y corra el riesgo de deteriorarse o alterarse. Para llevar
esta información desde el núcleo hasta los ribosomas es necesario un mensajero que sea capaz de cruzar el
umbral de la membrana nuclear llevando una
copia fidedigna de la información sagrada. Esta labor la realiza una molécula de ARN, a la que llamamos ARN mensajero (RNAm en inglés),
que podemos comparar al
Hierofante de los Misterios de Eleusis que recibía la revelación del oráculo en el Sancta Sanctorum del Templo y salía con la información sagrada para transmitirla a los fieles o
iniciados. También nos vale aquí la imagen del
puente que une las orillas de dos mundos separados que no puede
atravesar cualquiera, sino sólo
aquellos que lo puedan hacer sin peligro y con garantías de fidelidad
en la transmisión; y de ahí
el término Pontífice.
"De lo profundo" (https://www.beatrizrubio.com/)
La expresión génica
Todas las células del organismo contienen, en los cromosomas del
núcleo, toda la información genética completa, que es la misma e idéntica en
todas ellas (salvo en las células reproductivas, que es la mitad y diversa)
[Los organismos con reproducción sexual tienen un
número par de cromosomas (2n; doble dotación de cromosomas homólogos, o
diploide) en todas sus células somáticas, la mitad de los cuales procede del
gameto masculino y la otra mitad del gameto femenino de los progenitores. Los
gametos, con su dotación genética simple (n; haploide) se unen para formar la
célula zigoto fecundada; esta primera célula se divide por mitosis para dar lugar a dos células iguales y así sucesivamente
todas las siguientes células que irán formando el feto y el organismo completo,
replicando el número de cromosomas con todos sus genes de forma idéntica. En
cambio, las células sexuales, o gametos, se forman a partir de una división por
meiosis (del griego,
reducción); en este proceso se parte de una célula diploide (2n) para formar
cuatro células haploides (n), en las que, además de tener la mitad de la
dotación cromosómica, los genes se han recombinado (entrecruzamiento) de forma
diversa en los nuevos cromosomas de los gametos, y por lo tanto ya no son
iguales, lo cual permite un sinfín de posibilidades combinatorias para la
descendencia]. El ARNm va copiando de los genes
del núcleo sólo la información que es adecuada para cada célula, según en qué
parte del organismo esté localizada, y sólo en el momento oportuno y cuando es
pertinente. Es lo que se conoce como expresión del código genético. Esto también constituye una de las maravillas de la
biología. A menudo se cae en el error de pensar que el organismo humano está
totalmente condicionado por sus genes, y se extiende la concepción del ser
humano como criatura sometida al determinismo genético. Pero en realidad, la
expresión génica ofrece un rango y una gama de posibilidades mucho mayor de lo
que se suele creer. Las investigaciones genéticas más recientes van dirigidas a
esclarecer los “mecanismos” que regulan la expresión génica y los avances en el
“cómo” funciona son notorios. Pero aún sigue siendo un misterio el “por qué”, o
más aun “quién decide” en última instancia una expresión determinada entre las
muchas posibles.
Por supuesto, el tema es de una gran relevancia filosófica; porque
cabe preguntarse en qué grado podría influir en esta expresión el desarrollo de
las capacidades superiores del ser humano: su vida anímica y espiritual (sus
hábitos, emociones y actitud mental). Se abre la puerta a conocer con pruebas
fisiológicas si el ser humano tiene un cierto grado de libertad, incluso cierto
grado de influencia consciente, sobre su propio organismo.
Aún sin estas pruebas, para quien conoce realmente el misterio de la
naturaleza humana, esta influencia es más que consciente, “supraconsciente”, en el sentido que el psicólogo Carl Gustav Jung dio al término
[Lo que CG Jung esbozó con estos términos, hoy en día
aceptados por el mundo académico, lo había descrito y desarrollado Rudolf
Steiner, con años de anterioridad, de forma más precisa y clarificadora,
diferenciando el Yo Superior en tres funciones, o grados en el conocimiento
superior, dando lugar a la imagen del hombre de constitución séptuple: cuerpo
físico, cuerpo vital, cuerpo anímico, yo; desplegando las funciones del Yo
Superior/Espíritu en Imaginación, Inspiración, Intuición]; esto es, la parte superior de la consciencia humana que,
por estar fuera de la consciencia cotidiana de vigilia, forma parte del
inconsciente pero abarca a la parte consciente y al subconsciente, con una
perspectiva y amplitud de miras muy superiores. En otras palabras, la
consciencia del Yo superior que guía al ser humano por encima de la consciencia
cotidiana del ego inferior. Este Yo superior sería pues la respuesta a “quién”
está detrás de la decisión de optar por una expresión génica concreta, entre
las múltiples opciones que ofrece el código genético particular.
En la investigación genética se intuye desde hace décadas, que este
“algo” que regula la expresión del los genes del núcleo de la célula “reside”
en el citoplasma, fuera del núcleo, y depende de la ubicación que van adoptando
las células en el embrión a partir de las primeras divisiones celulares de la
célula cigoto fecundada. En función de esta ubicación, en las distintas células
se expresarán unos genes u otros, que sintetizarán proteínas diversas según el
caso, que en definitiva producirán células diferenciadas, que a su vez formarán
parte de los diversos tejidos del embrión y a su vez irán formando los órganos
diferenciados. Así, aunque todas las células del organismo tienen el mismo
código genético, acaban diferenciándose entre sí en un proceso morfogenético
que está determinado por un algo todavía “invisible” y que se intuye que reside
en el citoplasma.
En la célula cigoto fecundada, el espermatozoide del padre es todo núcleo
y apenas tiene citoplasma ni orgánulos celulares y no aporta más que los
cromosomas. El espermatozoide es una célula pequeña, en la que la relación
cualitativa del núcleo respecto al citoplasma es muy grande, casi
desproporcionada. Todo el citoplasma del cigoto con los orgánulos celulares
proceden del óvulo materno, una célula muy grande, visible a ojo desnudo, en el
que la importancia relativa del citoplasma respecto al núcleo es evidente, casi
desproporcionada. Podemos deducir fácilmente que el proceso de organogénesis
del embrión y del feto, y la regulación de la expresión génica, está
fundamentalmente influido por el organismo materno. No sólo por el hecho de la
diferente aportación cualitativa de ambos progenitores a la célula cigoto
fecundada, sino por el hecho de permanecer dentro del útero materno durante
toda la gestación, la expresión génica inicial del nuevo organismo está bajo la
influencia del campo de fuerzas formativas de la madre. Que este campo de
fuerzas formativas todavía resulte “invisible” para la ciencia, por el mero
hecho de no encontrar trazas materiales a nivel molecular, no debería ser óbice
para aceptar lo obvio y evidente por otro lado.
La evidencia consiste, por un lado, en que en el desarrollo
embrionario, células iguales con igual dotación genética, expresarán sus genes
de forma diversa, sintetizando proteínas diferentes, en función de la ubicación
espacial que ocupen en el embrión. Este fenómeno es similar al de la
morfogénesis de las hojas en una planta. Las células de las hojas son iguales,
pero en muchas especies de plantas, según la disposición de estas en el tallo,
tendrán formas diversas, más o menos lobuladas. La posible explicación de este
fenómeno no puede ser molecular. Las moléculas (proteínas) diferentes, aparecen
en las células sólo después, en función de la ubicación de estas. La
explicación se intuye mejor prestando atención a campos de fuerza, tales como
los campos magnéticos y electromagnéticos de la tierra, en los que la ubicación
y orientación espacial son determinantes. En el mismo sentido podríamos
reflexionar sobre el proceso del pensamiento y su soporte fisiológico en el
sistema nervioso. Las moléculas de los neurotransmisores aparecen en las
neuronas y entre ellas sólo después de iniciada la actividad del pensar y
actúan sólo como soporte fisiológico de este en el organismo físico. De ningún
modo la base molecular puede ser la causa y el origen del pensamiento, de lo
contrario no habría en absoluto libertad de pensamiento y estaríamos
condicionados y determinados por nuestro organismo, tal cómo lo están el resto
de especies... pero en ese caso ya no podemos hablar de pensamiento!
Por otro lado, una vez pasada la fase embrionaria y formado el
organismo, este va perdiendo plasticidad. Durante el resto de la vida, el campo
de fuerzas morfogenéticas sigue actuando necesariamente para restituir y
renovar células y tejidos, pero va perdiendo vitalidad hasta llegar a la
muerte. De acuerdo a Goethe y Rudolf Steiner, este campo de fuerzas que ellos
denominan cuerpo vital, a medida que va liberándose de la función de formación
y regeneración del organismo biológico, adquiere la tarea de desarrollar las
funciones superiores e intangibles del ser, tales como la imaginación y el
pensamiento vivo. Así se constata una polaridad entre vitalidad orgánica y
desarrollo de la consciencia y las funciones superiores del ser. Esta también
es una característica exclusiva del ser humano, que lo hace diferente a
cualquier otra especie, puesto que su organismo biológico tiene que poder
encarnar un yo y tiene que poner parte de sus fuerzas vitales y morfogenéticas
al servicio de las partes superiores espirituales del ser, que a su vez le
permitirán la expresión de su individualidad única e irrepetible.
Este campo morfogenético también sigue siendo la explicación para la
diversa expresión genética en el organismo formado. ¿Qué es lo que hace que de
dos hermanos con una predisposición genética a padecer determinadas
enfermedades, heredada de sus progenitores, uno de ellos desarrolle la enfermedad
y el otro no? ¿Qué es lo que hace que un individuo exprese esa predisposición
en un momento de su vida o no la exprese nunca? Probablemente, es el mismo
campo de fuerzas morfogenéticas, que depende mucho del estado de ánimo y
actitud mental del paciente – como muy bien se conoce en medicina psicosomática
–, que pueden ser tanto el detonante para el desarrollo de una enfermedad como
condicionar su sanación. Este campo morfogenético, por lo tanto, estaría
dirigido por los niveles superiores del ser.
En el niño, el “traspaso de poderes” entre la madre y el ser superior
del niño se ve facilitado por los procesos de fiebre de las enfermedades
infantiles.
En las enfermedades infantiles, la sabiduría de la naturaleza humana,
mediante los elevados procesos febriles, encuentra el medio de “quemar” las
proteínas restantes de su organismo, que todavía fueron sintetizadas bajo la
influencia del campo de fuerzas formativas materno. Esos procesos febriles son
síntomas de la presencia del elemento calor del Yo individual que ahora tiene
la oportunidad de encarnar mejor en el nuevo organismo, mediante la expresión
génica que ahora ya no depende de la madre. De ese modo, la síntesis de sus
nuevas proteínas que le dan su identidad biológica exclusiva, no viene determinada
sólo por su código genético exclusivo, sino por la expresión génica regulada
ahora por un campo de fuerzas formativas propias, dirigidas por su propio Yo
individual.
En el sistema
inmunitario del ser humano podemos
distinguir varios niveles
Un primer nivel tisular (de tejido), donde la piel y las mucosas aíslan al organismo
humano del exterior
como una barrera
física, como un tejido multicelular. Si la piel y las mucosas no
están dañadas, en un organismo sano, se evitan la mayor parte de las infecciones.
Un segundo nivel lo constituye el celular, en el que en primer lugar, la microbiota,
con la que vivimos en estrecha simbiosis, constituye una barrera celular
de millones de organismos unicelulares “amigos”. Cuando este microsistema está en equilibrio y en equilibrio simbiótico con el organismo humano sano, también se evitan la mayoría
de las infecciones.
Los ecosistemas también
evolucionan, en un proceso de transformación, de enriquecimiento en diversidad biológica [Biodiversidad:
relación entre variedad de especies diferentes y el número total de especímenes
del ecosistema] y maduración, que en biología se conoce
como sucesión ecológica.
Un ecosistema maduro se caracteriza por haber alcanzado el clímax, esto es, el estado en el que las interacciones con el medio ambiente
concreto donde se ubica en el planeta
(biotopo) y la interrelación entre todos los miembros integrantes del ecosistema, han llegado a un equilibrio dinámico, alcanzando la máxima diversidad biológica posible para aquel biotopo concreto (con sus características geológicas, fisicoquímicas y climáticas concretas), en el que resulta
muy difícil que prosperen organismos ajenos invasores, mientras
no cambien las condiciones del biotopo. Es interesante notar que los ecosistemas más
evolucionados, los que han llegado más lejos en la sucesión ecológica, se caracterizan por tener la cota más alta de
diversidad biológica.
Los ejemplos más claros son las selvas tropicales, como la del Amazonas y los arrecifes de coral. Al
mismo tiempo estos ecosistemas son los más vulnerables ante un ataque “no natural”
(esto es, por la acción del ser humano
como ser cultural que ha dejado de formar parte del ecosistema como ser natural), puesto que cualquier daño en
ese sentido requiere el paso de largos periodos
de tiempo para que la sucesión ecológica natural vuelva a restaurar lo que el ser humano ha destrozado en poco
tiempo.
Algo similar sucede con el ecosistema
de la microbiota del
organismo humano. Cuanto mayor diversidad biológica alcance,
mayor estabilidad y resistencia ante invasiones ajenas. Del mismo modo, cuando sufre una agresión
“antinatural” por abuso de higiene o desinfección aplicadas
a piel y mucosas, o por exceso abuso de antibióticos que destrozan la flora intestinal, se
destroza el equilibrio del ecosistema alcanzado tras larga sucesión ecológica y el organismo queda expuesto
a cualquier invasión ajena, que al no encontrar
resistencia prosperará y se propagará muy rápidamente,
y en caso de invasión de patógenos, estos tendrán muchas más posibilidades de provocar la enfermedad en el organismo.
En segundo lugar, en este nivel celular tenemos las células de nuestro
sistema inmunitario, como leucocitos,
linfocitos y plaquetas, que proporcionan la barrera físico-química de la coagulación de la sangre evitando
hemorragias, estimulan la producción de anticuerpos y fagocitan patógenos
de menos tamaño,
cuando estos han logrado
burlar las barreras de protección anteriores.
Un tercer nivel del sistema inmunitario lo encontramos en el nivel
molecular, proporcionando también
una barrera protectora, de forma que cualquier molécula
extraña que logre penetrar en el organismo
a través de la piel deteriorada o de las mucosas (del aparato respiratorio, digestivo y órganos
reproductivos), será reconocida como ajena y desencadenará una reacción
de producción de anticuerpos. Los
anticuerpos son moléculas de proteínas que se
acoplan a las moléculas invasoras bloqueándolas y evitando que puedan ejercer funcionalidad bioquímica de efectos
nocivos no deseados. A las moléculas ajenas que
provocan la producción de anticuerpos
las llamamos antígenos (porque generan
anticuerpos). El sistema inmunitario tiene la capacidad de guardar la memoria de cualquier molécula extraña
(antígeno) que en algún momento de la vida haya provocado la generación de anticuerpos específicos contra ella. Cualquier
invasión posterior desencadenará una reacción inmunitaria mucho más rápida y
efectiva que la primera, puesto que el organismo se ahorra ahora la fase de detección y reconocimiento del
antígeno ajeno y el diseño del anticuerpo específico. Simplemente se producen gran cantidad de los anticuerpos necesarios de forma muy rápida que neutraliza cualquier efecto
nocivo. Por eso decimos que estamos inmunizados contra un patógeno
determinado.
Es sorprendente ver con qué
sabiduría el organismo humano logra discernir entre lo que es ajeno y le resulta dañino
y lo que, aun siendo ajeno, no es en absoluto
dañino o incluso le resulta beneficioso, hasta el punto de llegar a formar parte
de él mismo como organismo simbiótico.
El principio de las vacunas es precisamente este: busca
la inmunización contra un patógeno
concreto provocando la generación de anticuerpos en el organismo mediante la inoculación de un antígeno.
Este antígeno suele ser un trozo de la estructura
molecular del patógeno o el patógeno entero, pero inerte o inocuo, o sea, sin capacidad
de producir la enfermedad. De ese modo se inoculan
moléculas extrañas que no producen
enfermedad pero provocan
la generación de anticuerpos. No deja de ser una forma
de engañar al organismo, violando de forma artificial las primeras barreras del
sistema inmune, mediante la inyección, y forzándolo a ponerse en guardia y defenderse de un peligro que en realidad no
lo es.
Curiosamente, en las alergias también
se provoca una respuesta del sistema
inmunitario
frente a una sustancia inocua para el organismo y que en la mayoría de las personas
no provoca esta respuesta y es tolerada
sin mayores consecuencias. Obviamente las alergias son
una disfunción del sistema inmune, que
sobreactúa de forma innecesaria. Es como si el organismo quisiera aislarse del mundo exterior
más allá de lo que sería necesario
para preservar su individualidad, perdiendo
el sano equilibrio entre individualidad y relación con el
entorno.
Las enfermedades autoinmunes son un caso más extremo de esta
disfunción. Se produce una reacción
del sistema inmune del organismo frente a células del propio
organismo, que el sistema inmune confunde y toma como extrañas.
Cada vez hay más evidencias de una relación
entre el creciente
abuso de antibióticos y vacunas y el creciente
aumento de casos de alergias
y enfermedades autoinmunes. La
controversia es grande. Pero llama la atención
que cada estudio
clínico independiente al respecto siempre
encuentra la respuesta
de una avalancha de otros “estudios” muy vehementes en sentido
contrario,
defendiendo el uso generalizado de vacunas y otros fármacos muy lucrativos para la industria. ¡No es de
extrañar! ¿Será que todos estos “estudios” están subvencionados (en realidad “encargados” a medida) por las farmacéuticas?
Todo esto recuerda al cuento
popular del pastorcillo que se divierte tomando el pelo a los pastores vecinos gritando de tanto en
tanto “¡que viene el lobo!”, para que ellos acudan
corriendo a la voz de alarma, dejando expuestos sus propios rebaños, y así poder reírse
de ellos al decirles “¡que no, que no, que era broma!”
En el cuento del lobo acaba ocurriendo la tragedia cuando llega el día
en que los pastores vecinos, cansados
de tanto engaño, ya no acuden a la llamada del
pastor burlón y, para desgracia suya y escarmiento, en esa ocasión vino el lobo de verdad y se zampó las
ovejas. Esto sería el caso de un sistema inmune hastiado de antibióticos y vacunas que ya no es capaz de
responder con sus propios anticuerpos ante el antígeno
de un patógeno real. Siguiendo
con la metáfora del cuento, la alergia sería como si los pastores y sus
perros, alarmados ante cualquier
pajarillo o conejito inofensivo que pasasen cerca del rebaño, la emprendieran a palos y ladridos contra estos. El caso más grave de la enfermedad autoinmune sería como si los
pastores y los perros, cegados por el pánico
ante cualquier ruido sospechoso pero inofensivo, no fueran capaces de distinguir lo propio de lo ajeno y la
emprendieran a palos y dentelladas contra sus propias
ovejas.
Todas estas disfunciones y otras enfermedades “modernas”, en realidad
tendencias patológicas de carácter crónico, podrían haber sido
provocadas o al menos agravadas por
unas prácticas médicas que han perdido la comprensión de la naturaleza singular
del organismo humano,
en el sentido realmente hipocrático; una práctica de la medicina moderna
obsesionada con la patogénesis
y que olvida la salutogénesis; que intenta defender al organismo humano “luchando” contra todo lo que
pueda venir del exterior, que ve peligro en cualquier agente externo y olvida la
capacidad intrínseca del organismo para defenderse (incluso
a adaptarse y granjearse su colaboración)
o no
confía en esta. En definitiva, que aboca al ser humano
a aislarse del mundo y del resto de
sus
congéneres y que acaba provocando la desconfianza, el recelo y el miedo al mundo y
al resto de la humanidad… hasta llegar a la situación
actual que todos conocemos.
No se puede negar, y de ningún modo lo negamos aquí, que los avances
de la medicina moderna han salvado
muchas vidas, han reducido y casi eliminado la
mortalidad infantil, han aumentado considerablemente la esperanza de
vida y han eliminado y casi
erradicado muchas enfermedades. Entre estos avances se encuentran las vacunas, por supuesto, y uno de los grandes hitos
de la historia de la medicina fue la
erradicación de la viruela, que tantos estragos estaba haciendo, mediante
el desarrollo de la primera vacuna.
Pero tampoco podemos negar que han aparecido muchas nuevas
enfermedades como consecuencia del
moderno estilo de vida, y en muchos casos no se puede descartar que sean consecuencia, directa o indirecta, de los
efectos secundarios de muchos
tratamientos de la medicina moderna. No pretendemos aquí hacer un juicio moral, ni dar una pauta ética, ni mucho menos promulgar
dogmas anticientíficos.
Intentamos, eso sí, hacer una reflexión sobre el hecho innegable de que cualquier decisión humana tiene
consecuencias que pueden ser tanto buenas
como malas y lo más habitual es que sean una mezcla de ambas. Es el precio de la libertad. Es una reflexión
que pretende contribuir a avanzar en el conocimiento
sin prejuicios dogmáticos, y así poder tomar decisiones de modo más consciente sobre las consecuencias de estas.
Sin perder de vista esta premisa, podemos
preguntarnos si, en el caso concreto de las vacunas,
los innegables beneficios logrados en el pasado frente a algunas
enfermedades justifican hoy en día campañas de vacunación casi
universales e indiscriminadas.
La pregunta tiene toda la
justificación y actualidad, pues ya se está discutiendo públicamente si en
realidad la OMS (WHO) no
habría estado fuertemente influida por los intereses de la big pharma y de “mecenas filantrópicos”, cuando en la última
década cambió el criterio de pandemia. Incluso cuando, tan
recientemente como noviembre de 2020, cambió la definición de inmunidad colectiva,
de modo que si anteriormente se aceptaba que esa inmunidad se podía alcanzar de
forma natural, desde esa fecha “sólo” se puede alcanzar mediante la vacunación
de la población.
¿A qué se debe este cambio de criterio? ¿A qué obedece desde entonces
la imposición de campañas de vacunación anuales a escala mundial? ¿Acaso sea lo
segundo consecuencia de lo primero? ¿No resulta llamativo que una vez concluida
la campaña de vacunación, a menudo sea la propia OMS la que “corrija” a
posteriori la peligrosidad de la infección e incluso el propio carácter de
pandemia? Y, sin embargo ¿por qué no se corrige el “error de criterio” para el
año siguiente? Más bien al contrario ¿por qué se ha venido produciendo año tras
año una escalada en la alarma del peligro, en la severidad de las medidas
sanitarias restrictivas y en la imposición de las vacunas? ¿A quién beneficia todo
esto en definitiva?
"Mundo silencioso" (https://www.beatrizrubio.com/)
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Autor: Vicente Machí Gómez
Las tres entregas de este texto, concluido en Freiburg
el pasado 19 de febrero,
se publican en este blog los jueves 22 y 29 de abril
y 6 de mayo de 2021.
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