Es muy poco conocido el hecho histórico de que el primer arzobispo de Sevilla fue un caballero templario, el infante Felipe, hijo del rey Fernando III el Santo. Y que renunció al cargo y a su condición eclesiástica para contraer matrimonio con una princesa Noruega, Cristina, cuya vida se recrea en la novela La cúpula del mundo, de Jesús Maeso de la Torre, que acaba de publicar la editorial Grijalbo.
Se invita a l@s seguidor@s del Blog a un paseo por la historia para deleitarse con tan curiosos hechos.
Felipe de Castilla: un templario, primer arzobispo de Sevilla
Fernando III y Beatriz de Suabia tuvieron diez hijos, tres hembras y siete varones. El primogénito, Alfonso, estaba llamado a la sucesión en el trono, cosa que efectivamente hizo tras la muerte de su padre, en 1252, como Alfonso X (apodado por la historia como el Sabio). Pero para el resto de la progenie había que buscar otros horizontes. Éstos oscilaban entre un buen matrimonio para las mujeres y la carrera militar o religiosa para los hombres, aunque siempre con el telón de fondo de la influencia social y política que como descendientes del monarca correspondía. Así, para uno de sus vástagos, Felipe de Castilla, nacido en 1227, el rey Santo previó altas responsabilidades eclesiásticas y lo nominó, cuando contaba solo 16 años de edad, abad de Castrogeriz, dejando claro el camino que el infante debía seguir en adelante y que, con el paso del tiempo, lo encumbraría al arzobispado de Sevilla.
En 1243, al poco de su designación como abad, los tutores de Felipe aconsejaron a su padre que el infante perfeccionará sus estudios en la ya muy prestigiosa Universidad de París. Y, desde luego, acertaron en la elección en cuanto a la calidad de la enseñanza, si bien no valoraron adecuadamente el contenido y características de ésta, pues el contexto intelectual y el clima docente parisino se ajustaban poco al perfil e intereses de la sobria corte castellano-leonesa. Lo primero a destacar es que la obra de Averroes (Ibn Rushd) hacia furor en la Universidad de París (tanto predicamento tuvo que, en 1277, el obispado parisino se vio forzado a condenar 219 tesis averroístas). Igualmente, que ésta era considerada como principal cantera donde obtener nuevos y acreditados miembros por parte de las más significativas órdenes religiosas y religioso-militares. Y, por último, que allí impartían docencia personajes tan singulares como el dominico Alberto el Grande (san Alberto Magno). Éste fue, precisamente, maestro de Felipe, quien además hizo amistad con su compañero de estudios Tommaso d´Aquino (santo Tomas de Aquino). Y si Aquino, influenciado por Alberto, entró en la Orden de los Dominicos en 1244, Felipe lo hizo en la Orden del Temple en 1245, al cumplir 18 años.
Bajo los auspicios del Temple, Felipe completó su formación con saberes que no se aprenden en aulas universitarias. En especial, le subyugó la tradición de las “Vírgenes Negras”, apreciando particularmente la elevada simbología de la Virgen de Roca-Amador. Conocimientos y predilección que trajo en su equipaje al retornar a tierras castellanas, en las que impulsó la devoción por la citada imagen. Probablemente, esta preferencia del infante por la Virgen de Roca-Amador explique la presencia del magnífico fresco a ella dedicado que, tapado por un manto de cal, se hallaron durante las obras de restauración del segundo Alcázar de Sevilla, el de Don Fadrique, en lo que hoy se conoce como Convento de Santa Clara.
Felipe fue canónigo de las catedrales de Burgos y Toledo y abad de la Colegiata de Valladolid y viajó a tierras hispalense para incorporarse al largo asedio de la Sevilla musulmana, que tan acertadamente ha descrito Genaro Aranda en su novela Sevilla para Castilla (Ituci Siglo XXI; Sevilla, 2008). Tan orgulloso estaba Fernando III de la talla intelectual alcanzada por su hijo que lo designó obispo de la ciudad antes de su conquista en noviembre de 1248. Y, tras ésta, lo presentó de manera inmediata como arzobispo de Sevilla, aunque pendiente de la edad canónica para el cargo -Procurator Eclesia Hispalensis-, pues con sólo 21 años carecía del mínimo pertinente para tan alta dignidad. En tanto, fue nombrado administrador de la diócesis el obispo de Segovia, Raimundo de Losana –Don Remondo-. Y hubo que esperar hasta 1252 para que llegara desde Roma la confirmación de la investidura por el papa Inocencio IV. Con su hermano Alfonso X ya como rey, Felipe recibió el anillo y la mitra arzobispal el 24 de agosto de 1254. La Orden del Temple tenía motivos para sentirse orgullosa: un caballero templario ocupaba el arzobispado de Sevilla y era la primera persona en hacerlo después de más de medio milenio de adscripción islámica de la urbe.
Felipe de Castilla y Cristina de Noruega
Pero la historia no termina aquí, pues la educación recibida por el ahora arzobispo lo había hecho una persona poco dada a convencionalismos. Así, en 1257, Felipe asistió a unos festejos organizados por Alfonso X en el Alcázar de Sevilla y quedó prendado de una de las invitadas: Cristina Hâkonsdatter, hija del rey Haakon IV de Noruega, nacida en Bergen en 1234. Había viajado a España para contraer matrimonio con un miembro de la casa real castellana, que quería sumar Noruega al listado de apoyos que Alfonso X necesitaba para ser nombrado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Pero los planes tuvieron que cambiar al protagonista masculino, pues entre Felipe y Cristina (propiamente Kristina o Kristin) el flechazo fue mutuo. De inmediato, el arzobispo de Sevilla pidió a la Orden del Temple autorización para casarse con la princesa nórdica y solicitó de su hermano y soberano que le permitiera cesar en su rango y votos eclesiásticos para contraer matrimonio.
A pesar de las tensiones y habladurías, el rey Sabio, figura igualmente nada esteriotipada, dio luz verde al enlace conyugal. Y lo mismo hizo el Prior del Temple asentado en Sevilla, otorgando a Felipe la condición de “caballero terciario”, esto es, casados que se mantenían asociados a la Orden y que al morir dejaban a ésta sus propiedades. De este modo, Felipe y Cristina contrajeron matrimonio el 31 de marzo de 1258. Tres años y medio después de recibir el anillo arzobispal, Felipe lo cambiaba por el nupcial. La ceremonia se celebró en la Colegiata de Valladolid, aunque la pareja fijó su domicilio en la capital hispalense. En mayo de 1259, Don Remondo ocupo el sillón arzobispal dejado vacante por Felipe.
En Sevilla falleció Cristina sólo cuatro años después de la boda, en 1262, sin dejar descendencia. Su marido la hizo enterrar en un bello sepulcro gótico de la Colegiata de San Cosme y San Damián de Covarrubias (Burgos), de la que también había sido abad antes de acceder al arzobispado. Cerca de la tumba cuelga hoy una campana que según la tradición garantiza matrimonio a las chicas que la hagan sonar; y en el exterior se alza desde 1978 una evocadora estatua del artista noruego Brit Sorensen. Por cierto, que en 1958 fue abierto el sepulcro y apareció la momia de la princesa con el pelo amarillo, las uñas rosadas y los dientes aún blancos, amén de unun pergamino con una receta para el dolor de oído (la Fundación Princesa Kristina de Noruega honra desde 1992 su memoria e intenta cumplir el deseo de la princesa de que se construyera en su tierra de acogida una capilla a San Olaf).
Felipe, por su parte, al quedar viudo, recuperó todos sus derechos como caballero templario. Y como tal fue enterrado años después, en 1274, en la iglesia de Santa María de Villa-Sirga, junto a Carrión de los Condes (Burgos), perteneciente a una encomienda templaria que había dedicado la capilla a Santa María la Blanca.
Cuna de vikinga, tumba de infanta
Ahora la novela titulada La cúpula del mundo, de Jesús Maeso de la Torre, publicada por la editorial Grijalbo, se detiene en la vida de Cristina de Noruega, quien pasó de los hielos y las brumas de Noruega al sol y los campos de Castilla y Andalucía, se Tonsberg a Las Huelgas, de una cuna sobre los fiordos a una tumba en Covarrubias.
Y es que las peripecias de la hermosa princesa hiperbórea descendiente de vikingos no tienen nada que envidiar a un cuento medieval, ni siquiera a las de la gran vikinga de ficción, la reina Sigrid del Capitán Trueno. Si la heroína de los tebeos era hija del rey Thornwald de la legendaria Thule, nuestra Cristina lo era, como ya se ha reseñado, del gran Haakon IV el Viejo de Noruega, al que debemos no sólo la unificación definitiva de su país, sino la célebre carrera de esquíes conocida como la Birkebeinerrennet, que conmemora su salvación de niño durante las guerras civiles en brazos de dos grandes guerreros (y esquiadores pioneros), Skevla y Skrukka.
Cristina tuvo a su Trueno en la persona del infante Felipe. Su hermano Alfonso X la envió a buscar a sus frías tierras en el marco de su política de alianzas dinásticas para consolidar sus aspiraciones imperiales en Europa. Se cuenta que sufrió mucho fuera de sus tierras de origen y que, como las ondinas de los cuentos de hadas, murió de melancolía. También se dice que destacó por su hermosura.
¿Era de verdad guapa la chica del país del norte?. Jesús Maeso nos dice que sí: "aparte del testimonio de Sturla Tordsson en su saga sobre Hakon Hakornarson (el nombre en nórdico antiguo del padre), parece que Jaume I, que era un gran galanteador, le tiró los tejos cuando la comitiva noruega hizo escala en Barcelona camino de la corte de Alfonso X".
Maeso le imagina una vida infeliz a la noruega en la corte castellana. La de su padre, cristianizada, no era ya una corte propiamente vikinga -como la que escandalizó en el siglo X al viajero Ibn Fadlan porque los reyes hasta tenían sexo en público con esclavas durante las audiencias, pero debía de conservar un sano salvajismo que contrastaría con el encorsetamiento de las formas en la muy católica Castilla. Doña Violante, la esposa de Alfonso X, hija de otra princesa viajera, Violante de Hungría, era mujer de carácter y no sería extraño que tuviera roces con la escandinava. Maeso la describe aún semipagana, como debía serlo gran parte de la sociedad noruega bajo el barniz cristiano. Pero no era ninguna bárbara. "Hablaba idiomas y venía de una corte culta, aunque, claro, no comparable a las del sur de Europa, que eran ya prerrenacentistas. El choque cultural debió de ser grande". De su aspecto especula, suspirando: "Su nívea piel debía ser un asombro aquí y se decía que tenía los ojos profundamente azules, del color del cielo de su tierra".
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