Un día estaba sentado en el sofá pensando en lo que significa ser
feliz. Mientras contemplaba lo desdichado que me sentía, pensé en que las
personas que más quiero me habrían intentado levantar el ánimo diciéndome: No sabes lo afortunado que eres. Tienes una familia maravillosa y unos hijos estupendos. Eres un
quiropráctico de éxito. Miles de personas acuden a tus conferencias, viajas por
todo el mundo visitando lugares extraordinarios, sales en la película ¿¡Y tú qué sabes!?, y a mucha gente le encantó tu
mensaje. Incluso has escrito un libro que está teniendo mucho éxito. Me habrían soltado todas las razones emocionales y lógicas por las que debería sentirme
feliz. Pero sentía que me faltaba algo.
En aquel momento de mi vida estaba viajando cada semana de una ciudad a otra para dar
conferencias; a veces visitaba dos ciudades en tres días. Se me ocurrió que
estaba tan ocupado que no me quedaba tiempo para practicar lo que enseñaba.
Fue un momento muy desconcertante porque empecé a ver que toda mi
felicidad venía del exterior y que la alegría que sentía cuando viajaba y daba
conferencias no tenía nada que ver con la auténtica alegría. Tenía la sensación de necesitar a todo el mundo, de necesitar todas las cosas y cualquier lugar del exterior para sentirme bien.
La imagen que proyectaba a los demás dependía de factores externos. Y cuando no
estaba dando conferencias, haciendo entrevistas o tratando a los pacientes y me
encontraba en casa, me sentía vacío.
No me malinterpretes, estas cosas exteriores eran en cierto modo
estupendas. Si le hubieras preguntado a cualquier persona que me hubiera visto
dando una conferencia, trabajando abstraído en una presentación durante un
vuelo o respondiendo docenas de correos electrónicos en el aeropuerto o en el
salón de un hotel, habría asegurado que parecía feliz.
Y lo más triste es que si me lo hubieras preguntado en uno de esos momentos seguramente te
habría respondido de la misma forma: Sí, todo es maravilloso. La vida me va la
mar de bien. Soy un tipo con suerte.
Pero si me hubieras pillado en un momento de tranquilidad, sin
todos esos estímulos bombardeándome, te habría contestado algo completamente
distinto: Hay algo que falla. Estoy angustiado. Todos los días me parecen iguales. Siempre
sucede lo mismo. Me falta algo.
El día que reconocí la razón
principal de mi infelicidad también vi que necesitaba el mundo exterior para
recordar quién era yo. Mi identidad se había convertido en la gente con la que
hablaba, en las ciudades que visitaba, en aquello que hacía mientras viajaba y
en las experiencias que necesitaba para reafirmarme como esa persona llamada
Joe Dispenza. Y cuando no estaba cerca de nadie que me ayudara a recordar esa
personalidad que el mundo conocía como mía, ya no estaba seguro de quién era. Vi que toda mi felicidad no
era sino una reacción a los estímulos del mundo exterior que me hacían sentir
de un cierto modo. Comprendí que era adicto a mi entorno y que dependía de los
estímulos externos para alimentar mi adicción emocional. ¡Fue un momento muy
especial! He oído millares de veces que la felicidad viene de dentro, pero
nunca lo había visto con tanta claridad.
Aquel día mientras estaba sentado en el sofá de mi hogar, al
mirar por la ventana me vino una imagen a la cabeza. Vi mis dos manos, una por
encima de la otra, separadas por un vacío. La mano de encima representa la
imagen que yo proyectaba al exterior y la de debajo cómo yo sabía que era por
dentro. Al reflexionar en mí descubrí que los seres humanos vivimos en una
dualidad, como dos entidades distintas: «quien aparentamos ser» y «quien somos en realidad».
Quien aparentamos ser es la fachada que proyectamos al mundo. Este
yo es todo cuanto hacemos para dar una imagen en particular y para presentar a
los demás una realidad exterior coherente. Este primer aspecto del yo es una
capa de cómo queremos que los demás nos vean.
Quien somos en realidad, representado por la mano de debajo, es
cómo nos sentimos por dentro, sobre todo cuando no estamos distraídos con el
mundo exterior. Es lo que sentimos usualmente cuando no estamos preocupados por
la «vida». Es lo que ocultamos sobre nosotros. Cuando memorizamos estados
emocionales adictivos, como la culpabilidad, la vergüenza, la ira, el miedo, la
ansiedad, los juicios, la depresión, el engreimiento o el odio, creamos un
vacío entre quien aparentamos ser y quien somos en realidad. Lo primero es cómo queremos
que los demás nos vean. Lo segundo es nuestro estado del ser cuando no estamos
interactuando con las distintas experiencias, cosas y variedad de personas en
diferentes momentos y lugares de nuestra vida. Si es tamos sentados el tiempo
suficiente sin hacer nada, empezamos a sentir algo. Y ese algo es quien somos en realidad.
Vamos acumulando una capa
tras otra de distintas emociones que forman nuestra identidad. Para recordar
quién creemos ser, tenemos que volver a crear las mismas experiencias para
reafirmar nuestra personalidad y las emociones correspondientes. Como
identidad, nos aferramos al mundo exterior al identificarnos con todo el mundo
y con todo para recordarnos a nosotros mismos la imagen que queremos proyectar
al mundo.
La imagen que damos se convierte en la fachada de la personalidad,
que a su vez depende del mundo exterior para recordar quién es ella como
«alguien». Su identidad depende totalmente del entorno. La personalidad hace
todo lo posible por ocultar lo que siente en realidad o para que esta sensación
de vacío desaparezca: Poseo estos coches, conozco a estas personas, he viajado a
estos lugares, puedo hacer estas actividades, he tenido estas experiencias, trabajo para esta compañía, estoy triunfando en la vida... Es quien creemos ser con relación a todo lo que nos rodea.
Pero esto es distinto de quien somos —de lo que sentimos— sin los
estímulos de la realidad exterior: de la vergüenza o la ira que nos provoca
nuestro fracaso matrimonial. Del miedo a la muerte y la incertidumbre que
despierta en nosotros la vida en el más allá al perder a un ser querido o
incluso a una mascota. De la ineptitud que experimentamos cuando nuestros
padres esperan que seamos perfectos y triunfemos en la vida a toda costa. De la
injusticia de haber crecido en unas circunstancias rayanas a la pobreza. De la
preocupación que nos produce nuestro cuerpo al no encajar
en los cánones de belleza de la sociedad. Esta clase de sentimientos son los que
queremos ocultar.
Esta
persona es quien somos de verdad, el yo real que se escuda tras la imagen que
damos. Como no podemos soportar mostrar este yo al mundo, fingimos ser otra
persona. Creamos una serie de programas automáticos memorizados para ocultar
nuestros aspectos vulnerables. Mentimos sobre quien somos porque sabemos que
los convencionalismos sociales no admiten esta clase de personas. Es ese
«nadie». La persona que dudamos que los demás quieran y acepten.
Cuando somos jóvenes y
estamos construyendo una identidad, es cuando más participamos en esta farsa.
Vemos a jóvenes cambiando de identidad como quien cambia de ropa. Y de hecho la
forma de vestir de los adolescentes suele reflejar más quiénes desean ser que
quiénes son en realidad. Si se lo preguntas a cualquier profesional de la salud
mental especializado en adolescentes, te responderá que la palabra que más los
define es inseguridad. Por eso los adolescentes y
los preadolescentes buscan consuelo en la conformidad y en los grupos.
En lugar de dejar que el mundo les conozca tal como son, se amoldan
y adaptan (porque todos sabemos lo que les ocurre a las personas que parecen
distintas del resto). El mundo es complejo y aterrador, pero si perteneces a un
grupo resulta menos horrible y mucho más simple.
Elige tu grupo. Elige tu
veneno.
Al final te quedas con esa identidad. Te acostumbras a ella. O al
menos es lo que quieres creer. Esta inseguridad va unida a un montón de dudas.
Te haces muchas preguntas: ¿Es ésta la persona que soy? ¿Es la que quiero realmente ser? Pero es mucho más fácil ignorarlas que responderlas.
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Extracto elaborado por José Luis Marín del
libro “Deja de ser tú” (página 177), cuyo autor es Joe Dispenza.
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