Con base en los contenidos de la entrada anterior, estamos en condiciones de retomar el interrogante del qué hacer ligándolo a otra pregunta: ¿qué es lo que verdaderamente me importa de las injusticias, desigualdades y opresiones que identifican en parte a la sociedad actual?. Sí, has leído bien y ahora te formulo a ti la cuestión: ¿qué te lleva a plantearte hacer algo ante los “males” del mundo?.
Reflexiona al respecto, pues las alternativas son numerosas: ¿tales “males” rechinan frente a tu escala de valores?; ¿se oponen a tus conceptos o criterios de libertad, justicia, igualdad o solidaridad?; ¿representan un insulto a tu inteligencia?; ¿te repatea que haya unos cuantos que dirigen el cotarro y se aprovechan de los demás?, ¿deseas en lo más hondo de tu corazón una sociedad distinta, más equitativa y pacífica?; y, así, un largo etcétera con multitud de variantes.
Me repito a mí mismo el interrogante: ¿qué me lleva a hacer algo ante los “males” del mundo?. Pues cuando vivo el momento presente ocupado en Ser lo que Soy, cuando amo incondicionalmente y afronto cada instante con voluntad continua de dar y en disposición permanente a recibir, la respuesta es muy sencilla: el dolor ajeno.
Efectivamente, quiero hacer algo –yo y ahora- porque esos “males” causan un dolor específico y directo a otros seres humanos, a otras formas de vida o al planeta en su conjunto. Lo restante, lo que no sea ese dolor, me da exactamente igual. Me niego a entrar en el laberinto sin salida de los debates teóricos, las diatribas políticas, las pugnas ideológicas y la confrontación de valores, opiniones, criterios y pareceres. Sólo me importa, ni más ni menos, el dolor ajeno; un daño real, cierto, tangible; más cercano o lejano, pero siempre rotundo, contundente, fuera de discusiones.
El Amor, que ha de ser nuestra única ocupación, es Compasión. La Compasión se moviliza ante el dolor ajeno, que no es abstracto, genérico o retórico, sino un dolor –físico o psíquico- que aflige a seres concretos de manera íntima y radical; no un dolor impersonal, generalista, sino el que se produce persona a persona, ser vivo a ser vivo. Y las iniquidades, desafueros y arbitrariedades que nos rodean causan este dolor que tiene cara, nombre y apellidos.
He aquí, pues, lo que reclama nuestro Yo Verdadero, pleno de Amor y Compasión: que seamos sensibles ante el dolor de los otros; que tengamos sensibilidad ante el dolor de los demás. Y que, desde luego, sea una sensibilidad pura.
Reflexiona al respecto, pues las alternativas son numerosas: ¿tales “males” rechinan frente a tu escala de valores?; ¿se oponen a tus conceptos o criterios de libertad, justicia, igualdad o solidaridad?; ¿representan un insulto a tu inteligencia?; ¿te repatea que haya unos cuantos que dirigen el cotarro y se aprovechan de los demás?, ¿deseas en lo más hondo de tu corazón una sociedad distinta, más equitativa y pacífica?; y, así, un largo etcétera con multitud de variantes.
Me repito a mí mismo el interrogante: ¿qué me lleva a hacer algo ante los “males” del mundo?. Pues cuando vivo el momento presente ocupado en Ser lo que Soy, cuando amo incondicionalmente y afronto cada instante con voluntad continua de dar y en disposición permanente a recibir, la respuesta es muy sencilla: el dolor ajeno.
Efectivamente, quiero hacer algo –yo y ahora- porque esos “males” causan un dolor específico y directo a otros seres humanos, a otras formas de vida o al planeta en su conjunto. Lo restante, lo que no sea ese dolor, me da exactamente igual. Me niego a entrar en el laberinto sin salida de los debates teóricos, las diatribas políticas, las pugnas ideológicas y la confrontación de valores, opiniones, criterios y pareceres. Sólo me importa, ni más ni menos, el dolor ajeno; un daño real, cierto, tangible; más cercano o lejano, pero siempre rotundo, contundente, fuera de discusiones.
El Amor, que ha de ser nuestra única ocupación, es Compasión. La Compasión se moviliza ante el dolor ajeno, que no es abstracto, genérico o retórico, sino un dolor –físico o psíquico- que aflige a seres concretos de manera íntima y radical; no un dolor impersonal, generalista, sino el que se produce persona a persona, ser vivo a ser vivo. Y las iniquidades, desafueros y arbitrariedades que nos rodean causan este dolor que tiene cara, nombre y apellidos.
He aquí, pues, lo que reclama nuestro Yo Verdadero, pleno de Amor y Compasión: que seamos sensibles ante el dolor de los otros; que tengamos sensibilidad ante el dolor de los demás. Y que, desde luego, sea una sensibilidad pura.
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