Este texto nace a raíz
de algunas experiencias recientes vividas en encuentros con personas
religiosas (católicas), que me habían pedido abordar el estudio de
la figura de Jesús.
En tales encuentros, se
me ha ido haciendo cada vez más clara la dificultad que supone
acercarse con limpieza a Jesús cuando se ha internalizado su imagen
a través del catecismo aprendido. Y he podido constatar hasta
qué punto el catecismo ha sustituido al evangelio y eso se ha
convertido, en la práctica, en un obstáculo para acoger el mensaje
de Jesús, por un doble motivo: porque el catecismo transforma la
novedad del evangelio en doctrina anquilosada y porque tal
doctrina resulta cada vez más difícil de asumir desde la
sensibilidad que acompaña a nuestro momento histórico.
En este escrito, quiero
ofrecer algunas claves acerca de:
la trampa
(inconsciente) que ha reducido el evangelio al catecismo
aprendido;
las consecuencias
de la misma;
la comprensión de
la figura de Jesús, más allá de la religión y de la Iglesia,
lo cual está en plena sintonía con nuestro momento cultural y lo
que parece ser el horizonte futuro: una espiritualidad
trans-religiosa;
la capacidad de
acoger la figura de Jesús, desde el modelo no-dual de conocer;
desde ahí, todo se modifica; también lo relativo al modo de
entender la llamada “divinidad” de Jesús y las afirmaciones
dogmáticas acuñadas a partir del concilio de Nicea (del año 325).
Soy consciente de que
los católicos dan por supuesta una identidad fundamental entre
evangelio y catecismo, hasta el punto de que les puede resultar
extraño incluso el hecho mismo de que sea puesta en cuestión. Sin
embargo, quizás sea bueno verlo con un poco de detenimiento, sin dar
nada por supuesto.
En esos encuentros
recientes a los que me refería, algunos participantes expresaron que
tenían que rechazar lo escuchado porque “querían defender el
catolicismo”, y les parecía que el Jesús del que yo hablaba no
era el Jesús “católico”. En un lenguaje más preciso, yo
entendí que el criterio para descalificar lo que había
expresado en el curso, acerca de la figura de Jesús, era lo que
habían aprendido en el catecismo.
Y aquí es donde, a mi
modo de ver, radica la trampa: el Jesús que ha llegado hasta la
inmensa mayoría de los cristianos es una imagen filtrada, adaptada,
reducida y, literalmente, “domesticada”, por obra y gracia del
catecismo.
Todos los estudios
serios sobre la figura de Jesús ponen en evidencia que el Jesús
histórico tiene poco que ver con el Jesús del que se habla en el
catecismo. Pero esto no debería sorprender: mientras Jesús fue un
crítico implacable de la religión y de la autoridad religiosa, el
catecismo no nace del evangelio, sino de la proyección de la mente
religiosa, que imagina a un Dios a nuestra imagen y
semejanza.
Durante la existencia
histórica del Maestro de Nazaret, se planteó un conflicto entre
el Dios de la religión y el Dios que Jesús anunciaba. Como
suele ocurrir, el poder salió aparentemente victorioso y el Dios de
la religión terminó asesinando al Jesús de Dios.
O dicho de otro modo: el
catecismo presenta a un Dios “previsible”, acorde con las
categorías de nuestra mente proyectiva; por el contrario, tal como
escribiera Dietrich Bonhoeffer, “el Dios que se revela en Jesús
pone del revés todo lo que el hombre religioso espera de Dios”.
En el caso cristiano, la
mente proyectiva se sirvió, primero, del genio religioso de Pablo
–que convirtió en “religión” el mensaje sencillo y sabio de
Jesús- y, más tarde, de las categorías de la filosofía griega
–que habría de ser la matriz donde se gestaran los grandes dogmas
del cristianismo-.
Como resultado “natural”
de todo ese proceso, se produjo una divinización, apropiación y
domesticación de la figura de Jesús que, de ser un judío
sabio, un hombre profundamente espiritual (humano), portador de un
mensaje universal de sabiduría y crítico de la religión, a través
de una propuesta radicalmente subversiva, fue presentado como
fundador de una religión más y, supuestamente, de la iglesia
cristiana, tal como hoy la conocemos.
Una vez producido el
cambio, la visión de la teología (del catecismo) habría de
convertirse, lógicamente, en el criterio último acerca de todo lo
que podía decirse o no sobre la figura de Jesús. Todo aquello que
no repitiera literalmente los dogmas cristológicos y que no asumiera
la “imagen” de Jesús que había filtrado esa misma teología (y
catecismo) quedaba automáticamente descalificado.
Otra consecuencia no
menor de aquella confusión es la que se palpa en la confesión de no
pocas personas consagradas que reconocen haber sido adoctrinadas,
pero no evangelizadas. Eso es exactamente lo que ocurre: el
catecismo adoctrina y fomenta una religiosidad observante, basada en
el cumplimiento, pero no lleva a conectar vitalmente con lo que
fueron las actitudes profundamente humanas de Jesús.
Todo ello, como decía,
es consecuencia de haber absolutizado la teología heredada y el
catecismo aprendido. Sin embargo, si se toma un mínimo de
distancia de este, basta una aproximación simple al evangelio para
constatar como evidente el contraste palpable entre los contenidos
de uno y de otro. Sabiendo cómo funciona la mente humana y el
papel que juegan las creencias, sobre todo dentro de una institución
poderosa y autoritaria, no es difícil concluir que, si no se
percibió antes aquella disonancia, fue debido sencillamente al
mecanismo por el que los seres humanos tendemos a identificarnos
con aquello que creemos.
Con todo, si bien es
cierto que el contraste entre catecismo y evangelio es evidente para
cualquier lector atento, en nuestro actual momento histórico nos
encontramos con dos elementos que facilitan una comprensión
mayor.
En primer lugar,
la nueva sensibilidad cultural parece percibir que estaríamos
asistiendo al inicio del ocaso de las grandes religiones teístas.
Nacidas en un momento histórico determinado –dentro de un nivel de
consciencia mítico y en una sociedad caracterizada por un fixismo
rígido-, no solo se revelan en “disonancia” con un nivel de
consciencia más ampliado, sino incluso –en su forma tradicional-
resultan irrelevantes en esta sociedad tecnológica avanzada y en
constante innovación y cambio.
Nadie duda de que, en
una historia de luces y de sombras –como todo lo humano-, han
aportado riqueza a la humanidad en su devenir histórico:
fundamentalmente, han motivado y desarrollado la personalización –al
hablar de un Dios “personal”- y han potenciado la dimensión
ética del comportamiento humano, desde la exigencia de “imitar”
a un Dios bueno.
Sin embargo, parecen
acumularse evidencias de que nos hallaríamos en un proceso de
transformación o metamorfosis de lo religioso, a resultas de
la cual la religión sería trascendida en la forma de una
espiritualidad no dogmática, universal, inclusiva y no-dual.
El segundo factor
que favorece una aproximación más “limpia” a la figura de Jesús
es el giro copernicano en nuestro modo de conocer, que
constituye una de las mayores revoluciones a las que estamos
asistiendo: se trata del paso del modelo mental de conocer al modelo
no-dual (o “conocimiento silencioso”, del que los sabios y
místicos de todas las tradiciones han dado siempre testimonio).
Ambos factores abren, de
una forma espléndida y luminosa, nuestra percepción del Maestro de
Nazaret, al acercarnos a un Jesús más allá de las religiones, no
“religioso” ni “católico” y, al mismo tiempo, “espejo”
límpido de aquella misma y única identidad que todos compartimos.
Si el engaño primero y
radical en que se basa el modelo mental es la creencia de que todo
está separado de todo –y, sobre esa creencia errónea, se articuló
la creencia dogmática en Jesús como un Dios separado-, el modelo
no-dual nos permite percibir el equívoco y nos abre a reconocer la
no-separación, la interrelación de todo en una admirable unidad
dentro de las diferencias. Jesús deja de verse como un ser separado
para ser comprendido como aquel hombre sabio que “vio” y vivió
lo que somos todos.
Desde esta nueva
perspectiva, la imagen de Jesús que presentan los dogmas, la
teología clásica o el catecismo resulta de una pobreza raquítica,
desfigura su rostro y vacía de contenido su mensaje, hasta
convertirlo en una creencia rutinaria para consumo exclusivo de
quienes han decidido creer en él.
Llegados a este punto,
toca vivir el respeto hacia los otros y el cuestionamiento lúcido
hacia uno mismo.
Con frecuencia, en los
ambientes católicos, al cuestionar la imagen de Jesús, aprendida en
el catecismo, se producen malestares e incluso “escándalos”.
Ante esta primera reacción, la autoridad religiosa se posiciona en
defensa de quienes discrepan, porque también ella comparte la misma
imagen de Jesús.
Es llamativo, sin
embargo, que la descalificación tome una forma “autoritaria”. Es
decir, no se aportan argumentos de valor; son, sencillamente, de
autoridad: “el catecismo no puede ser cuestionado”.
Es significativa también
la actitud que subyace: no se sabe bien si lo que interesa es
conocer limpiamente a Jesús… o, más bien, fortalecer las
creencias que ya se tenían acerca de él y “defender el
catolicismo”.
Llama igualmente la
atención la insistencia en hablar de un Jesús “católico”, sin
caer en la cuenta de que esa misma denominación está ya dando por
supuesta una “apropiación” y “domesticación” de la figura
del Maestro de Nazaret absolutamente indebida.
En resumen, pareciera
como si lo que realmente interesara no fuera un conocimiento real de
Jesús, sino demostrar que Jesús es tal como ellos lo creen y que,
además, es “nuestro”.
Frente a ello, hoy
parece incontestable históricamente que Jesús no “fundó” la
Iglesia ni tampoco creó una nueva religión –su mensaje no
coincide con la doctrina “católica”-, sino que ofreció y vivió
un mensaje de sabiduría que, con frecuencia, la misma religión que
dice fundamentarse en él ha encorsetado y empobrecido,
convirtiéndolo en una creencia rutinaria y alejada de la vida.
Soy consciente de que,
ante estas afirmaciones, el católico suele argüir repitiendo
aquellas palabras que el evangelio de Mateo pone en boca de Jesús,
dirigiéndose a Simón: “Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre
esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no
prevalecerán contra ella” (Mt 16,18).
Sin embargo, para la
exégesis más rigurosa, tales palabras –exclusivas de Mateo- no
pertenecerían a Jesús, sino que recogerían el sentir de la
comunidad del propio evangelista; comunidad que reconocía a Pedro
como figura legitimadora. La segunda parte de la afirmación –nacida
también dentro de aquella comunidad y referida a ella misma- no
puede ser sino una expresión de deseos. Mal que le pese a nuestra
mente y por más frustrante que resulte para la necesidad de
seguridad de nuestro ego, todas las formas son impermanentes y, por
tanto, transitorias: la Iglesia también pasará. Lo único
que permanece es Aquello que es y que, por ello mismo, somos.
¿Y el catolicismo?
Constituye sin duda una imponente construcción religiosa, que ha
aportado innegables riquezas de humanidad, a la vez que ha generado
mucho sufrimiento.
Ha tratado de dar
respuesta al misterio del existir –eso es una religión-, en unas
determinadas coordenadas espaciotemporales. Ese es su mérito y su
límite. Como “mapa” que ofrece pistas para entrar en el
“territorio”, es válido y legítimo, dentro de los límites de
todo lo humano. El problema surge cuando el mapa se absolutiza y se
erige en criterio último de verdad: entonces la religión se hace
indigesta y peligrosa.
El catolicismo se
absolutiza y hace daño –como cualquier otra religión- cuando
piensa que con él ha llegado el “culmen” de la verdad y que
cualquier otra doctrina debe juzgarse a su luz. O cuando se considera
como la “religión definitiva”, sin advertir que esa misma
creencia lo único que revela es el nivel de consciencia mítico de
quien la sostiene. Como cualquier otra forma histórica, también
el catolicismo será superado y trascendido.
En una homilía reciente
(31 de diciembre de 2014), el papa Francisco –que, por otra parte,
tanto está haciendo por “volver” al evangelio- expresaba lo
siguiente: “Sin la Iglesia, Jesucristo queda reducido a una
idea, una moral, un sentimiento. Sin la Iglesia, nuestra relación
con Cristo estaría a merced de nuestra imaginación, de nuestras
interpretaciones, de nuestro estado de ánimo”.
Me parece que esa frase
–una de las más desafortunadas que le he oído al actual papa, y
que se inscribe dentro de la teología más conservadora y
etnocéntrica (eclesiocéntrica)- no solo no hace justicia a la
realidad, sino que encierra un engaño peligroso, al reducir la
figura de Jesús a la interpretación dogmática que la Iglesia hace
de la misma.
Indudablemente,
Jesucristo puede quedar reducido a una idea, una moral y un
sentimiento. Pero también a una interpretación religiosa y
excluyente, que reduce y tergiversa su figura. Sin embargo, cabe
una aproximación más ajustada a la historia y más fiel al propio
mensaje de Jesús. Toda lectura es ya una interpretación
–no puede ser de otro modo- y pensar que las interpretaciones
únicamente las hacen los otros es caer en un error de bulto, que no
favorece crecer en la verdad. En cualquier caso, la clave para
comprender nuestras aproximaciones a la figura de Jesús pasa, de una
manera radical, por el paradigma en el que cada cual nos encontramos
y, más básicamente aún, por el modelo de cognición que
utilizamos, como he expresado más arriba.
En el aspecto concreto
que nos ocupa, es legítimo que el catolicismo diga remontarse a
Jesús. No lo es, sin embargo, que pretenda monopolizarlo o que exija
imponer la suya como la única interpretación válida de la historia
del nazareno: Jesús siempre trascenderá cualquier cuerpo dogmático
en torno a su figura.
Intuyo que, antes o
después, las religiones están llamadas a reconocerse como “mapas”
–valiosos y limitados-, que no tengan otra pretensión que la de
favorecer y facilitar que las personas vivan su verdad más profunda
–eso es la “dimensión espiritual”-, en un proceso en el que
las mismas religiones irán desapareciendo, trascendidas en una
espiritualidad abierta, inclusiva, experiencial…, es decir,
radicalmente humana.
La alternativa, por
tanto, pasa por abrirse a la espiritualidad que, aun valorando lo que
las religiones han aportado, sin embargo las trasciende. Y mientras
estas ofrecen creencias que parecían prometernos seguridad,
aquella nos ancla en la certeza de lo que somos, llenándonos
de luz y ensanchando nuestro corazón hasta poder decir –como
Jesús- que “todos somos uno”.
Tal postura conecta
mejor con la intuición y la propuesta de Jesús, con su carácter
universal e inclusivo, con su sabiduría que no conoce fronteras y
con su visión no-dual de lo real.
Cada día tenemos más
claro que, así como las creencias en Dios dificultan
experimentarlo, la adhesión al catecismo impide el acceso
abierto al evangelio, porque este –sin que la persona lo
advierta- ha sido ya previamente filtrado por aquel.
Postdata:
Después de haber
enviado este artículo a un grupo, una lectora atenta me hace llegar
el siguiente texto del papa Francisco, que yo desconocía. Lo
transcribo a continuación, porque estas me parecen unas palabras
realmente “inspiradas”. Dice así:
“No
es necesario creer en Dios para ser una buena persona. En cierta
forma, la idea tradicional de Dios no está actualizada. Uno puede
ser espiritual pero no religioso. No es necesario ir a la iglesia y
dar dinero. Para muchos, la naturaleza puede ser una iglesia. Algunas
de las mejores personas en la historia no creían en Dios, mientras
que muchos de los peores actos se hicieron en su nombre”.
(A
quien desee profundizar en las cuestiones aquí apenas apuntadas, le
sugiero la lectura del libro que acabo de escribir y que, en breve,
publicará la editorial PPC, con el título: “Cristianos
más allá de la religión. Cristianismo y no-dualidad”).
Teruel,
12 enero 2015.