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El blog El Cielo en la Tierra publica todos los lunes, desde el 3 de septiembre de 2018, una entrada relacionada con el Proyecto de investigación Consciencia y Sociedad Distópica. Por medio de este enlace se puede tener información sobre sus objetivos y contenidos y cómo colaborar con él:
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El combate
contra la falsedad solo puede librarse en un entorno de pluralismo garantizado
porque la clave es el conflicto de distintas versiones, no la imposición de una
“descripción correcta” de la realidad
Las tecnologías posibilitan
ciertas cosas y nos desprotegen frente a otras. La pretensión de la Unión
Europea y de algunos Gobiernos de controlar las noticias falsas tiene su origen
en esa ambivalencia que caracteriza a las nuevas posibilidades de difusión de
la opinión, su facilidad, inmediatez y falta de control. Nuestros espacios
públicos, poco articulados por ideologías de referencia y débilmente
institucionalizados, son vulnerables a la difusión de cualquier bulo e incluso
a la interferencia en los procesos electorales.
Lo primero que me llama la
atención en toda esta épica de combate contra la posverdad y los hechos
alternativos es el cambio cultural que implica. En muy poco tiempo hemos pasado
de celebrar la “inteligencia distribuida” de la Red a temer la manipulación de
unos pocos; de un mundo construido por voluntarios a otro poblado por haters;
de celebrar las posibilidades de colaboración digital a la paranoia
conspirativa; de la admiración por los hackers a la condena de los trolls; de
la utopía de los usuarios creativos a la explicación de nuestros fracasos
electorales por la intromisión de poderes extraños (más creíble cuanto más rusa
sea dicha intromisión).
Es muy saludable que, a la
vista de lo fácil que es mentir y difundir estas mentiras, haya surgido un tipo
de periodistas que se encargan de verificar las afirmaciones de los políticos
en lo que estas tienen de datos comprobables. Para que el debate público sea de
calidad no basta con que los hechos referidos sean ciertos, pero podemos estar
seguros de que si esas referencias son completamente falsas no tendremos una
verdadera discusión democrática.
Por supuesto que hay
mentiras flagrantes y mentirosos compulsivos, que merecen ser combatidos con
todos los instrumentos periodísticos y jurídicos a nuestro alcance. Me
preocupa, además, una degradación más sutil de la vida política propiciada por
los enemigos de la retórica (que siempre se justifican porque los mentirosos se
sirven de ella). Me refiero al modo como entendemos nuestras relaciones con la
realidad y el lugar que ocupan la verdad y la mentira en la vida política.
Nuestra relación con la verdad -especialmente en la vida política- es menos
simple de lo que quisieran los que la conciben como un conjunto de hechos
incontrovertibles. No vivimos en un mundo de evidencias, sino en medio del
desconocimiento, el saber provisional, las decisiones arriesgadas y las
apuestas. La verdad no es lo mismo que la objetividad y la exactitud. Casi nada
de lo que decimos o sentimos es “chequeable”. Además, como la vida misma,
también la política posee una dimensión emocional y nuestras emociones —aunque
las haya más o menos razonables, mejor o peor informadas— tienen una relación
muy indirecta con la objetividad. ¿En qué quedaría el oficio político si no
pudiera recurrirse a esa exageración retórica sin la que es imposible movilizar
a nadie? El lenguaje político es más prescripción que análisis. La política no
es algo que se resuelva con la objetividad, o solo en una pequeña parte.
Quienes, alarmados por las
fake news, quieren garantizar la objetividad dan a entender que la verdad es lo
normal y no más bien la excepción. El mundo es un conjunto de opiniones
generalmente con poco fundamento, donde discurren con libertad muchas
extravagancias, se aventuran hipótesis con ligereza, se simula y aparenta. Por
supuesto que las medias verdades pueden llegar a ser mentiras completas e
incluso un asunto criminal, pero lo habitual es que no podamos perseguir todas
las mentiras y, sobre todo, que tenemos la amarga experiencia de que muchas
veces, al hacerlo, nos hemos llevado por delante otras cosas muy estimables. No
protegeríamos tanto la libertad de expresión o de conciencia si no fuera porque
hemos conocido los males que se siguen de su excesivo condicionamiento. En una
sociedad avanzada el amor a la verdad es menor que el temor a los
administradores de la verdad.
Hay otro efecto lateral del
modo como se plantea este combate contra la mentira al sugerir un mundo más
dócil de lo que realmente es y dar una imagen exagerada de tres poderes que son
más limitados de lo que suponen: el de los conspiradores, el del Estado y el de
los expertos. Por supuesto que hay gente conspirando, pero esto no quiere decir
que se salgan siempre con la suya, entre otras cosas porque conspiradores hay
muchos y generalmente con pretensiones diferentes, que rivalizan entre sí y que
de alguna manera se neutralizan. Sugiere también que el Estado tiene una gran
autoridad a la hora de limitar legítimamente el poder de la mentira, algo que
sin duda podemos en una medida mucho menor de lo que creemos. Y da a entender
que nuestras controversias pueden arreglarse recurriendo a algún tipo de
autoridad epistémica que las zanje definitivamente, como los expertos, los
técnicos o cualquier supuesto administrador de la exactitud, algo que
afortunadamente ocurre pocas veces y que es poco democrático.
¿Quiere esto decir entonces
que hemos de rendirnos ante la fuerza injusta de la mentira? Estoy tratando de
sostener que en una democracia el combate contra la falsedad solo puede
llevarse a cabo en un entorno de pluralismo garantizado. John Stuart Mill, uno
de los grandes teóricos de la democracia en versión aristocrática, conjeturaba
que si se sometiera el sistema newtoniano al voto de una asamblea democrática
en la que hubiera un buen retórico defendiendo el sistema ptolemaico, no
podríamos excluir que este último ganara la votación. Pero el transfondo de
esta broma era una defensa del elitismo político que hoy nos resultaría
inaceptable. Una democracia es un sistema de organización de la sociedad que no
está especialmente interesado en que resplandezca la verdad sino en
beneficiarse de la libertad de opinar. La democracia es un conflicto de
interpretaciones y no una lucha para que se imponga una “descripción correcta”
de la realidad.
Una cierta debilidad de la
democracia ante los manipuladores es el precio que hemos de pagar para proteger
esa libertad que consiste en que nadie pueda agredirnos con una objetividad
incontestable, que cualquier debate se pueda reabrir y que nuestras
instituciones no se anquilosen. Por supuesto que hay límites para la libertad
de expresión, que no todo son opiniones inocentes y que hay mentiras que matan.
No hace falta dejarse seducir por los encantos de esa posmodernidad banal que
todo lo relativiza para entender en qué sentido podía afirmar Rorty que el
valor de la democracia era superior al de la verdad. No convirtamos la guerra
contra las fake news en un conflicto nuclear, limitemos bien el campo de
batalla, establezcamos una regulación sobria, eficaz y garantista de cuanto
pueda ser regulado, pero sobre todo protejámonos de los instrumentos a través
de los cuales pretendemos protegernos frente a la mentira. La democracia tiene
que defenderse más de los poderes propios que de los extraños.
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Autor: Daniel Innerarity
(Catedrático de Filosofía
Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco)
Autor de Política para perplejos (Galaxia-Gutenberg)
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