Agenda completa de actividades presenciales y online de Emilio Carrillo para el Curso 2024-2025

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27/9/21

El descenso a los infiernos (Proyecto “La Física de la Espiritualidad”: 39)




Para la Filosofía perenne, el libre albedrío no consiste en la capacidad de hacer lo que se quiera, sino en la decisión de aceptar o no aceptar la presencia de la Divina realidad en nuestra vida. Al describir las aventuras de Marta y de María, veíamos cómo el alma, María, es femenina, es la chica que sueña con ser despertada con un beso de su Amado. Pero en terminología perenne, Marta, la mente, el “yo” pequeño, no es la hermana mayor, sino que le atribuye el género masculino, asociándolo con el pecado; la Gracia es femenina, el pecado es masculino. Se acepta lo femenino como débil y lo masculino como fuerte.

Se definen tres tipos de gracias. La gracia animal, que mantiene la homeostasis del organismo; la humana que procede de la propia capacidad del ser humano de organizar una convivencia pacífica y tercero, la solidaria, la espiritual que es la que se acepta procede de Dios.

Pero la gracia espiritual no se consigue con ritos y prácticas sacramentales (por sí mismas), sino por la actitud de aquellos que eliminan su obstinación por el “yo”. Ya no soy yo, sino Él en mi. Y repitiendo de nuevo a Eckhart, cuanto más haya de mí en mí, menos podrá haber de Dios en mí.

Y así, de este modo, Dios, en no pocas ocasiones, se manifiesta en medio de tremendas tragedias humanas. Es lo irracional de Dios, lo incomprensible.

Los opuestos

Y así, una de las formas más irritantes en las que se manifiesta Dios es en una continua sucesión en nuestra vida de opuestos, de hechos considerados como buenos y hechos considerados como malos. El deseo es el primer dato de nuestra conciencia; al nacer entramos en la esfera de la simpatía y la antipatía, del anhelo y la voluntad. Inconscientemente al principio, luego conscientemente, evaluamos: "Esto es bueno, aquello es malo." Y un poco más tarde descubrimos la obligación. "Esto, que es bueno, debería hacerse; aquello, que es malo, no debería hacerse." El sueño del Planeta.

Con el tiempo, nos damos cuenta de que nuestros juicios de valor no son siempre correctos, como las sentencias de un juzgado de primera instancia no siempre son ratificadas por un tribunal superior.

La penetración moral de las personas no es una cuestión estrictamente personal. Hasta el juez más sabio se guía de la legislación (en realidad lo que hace es aplicarla), y si hay duda, tira de jurisprudencia. Somos miembros de comunidades humanas, las cuales han descargado en cada uno de nosotros, por la educación, todo el peso de la cultura y tradiciones anteriores a nosotros. Son pocos los que no aceptan a priori, al menos, el código legal, ético y moral de la comunidad en la que han nacido y crecido.

En terminología cristiana, digamos que las personas no suelen cometer, pero cometen pecados mortales, los que atentan contra todo eso, y cuando los cometen, suelen arrepentirse. Otra cosa son los veniales, que ya no son delitos, sino faltas. Eso abunda.

Filósofos y teólogos han procurado establecer una base teórica para los códigos morales existentes, mediante los cuales los individuos juzgan sus evaluaciones espontáneas.

Desde Moisés a Bentham (un pensador inglés del XVIII, padre del utilitarismo, que acuñó el término “deontología” o teoría del deber), pasando por todas las doctrinas religiosas, la Humanidad ha desarrollado principios y códigos de conducta para hacer esta vida razonablemente respirable. Los expositores de la Filosofía perenne han coincidido en el sistema de principios éticos al juzgar las valoraciones propias y ajenas. Los principios son simples, su aplicación, complicada.

Concedido que la base del alma individual es afín a la divina Base de toda existencia, o idéntica con ella, y concedido que esta Base divina es una inefable Divinidad que se manifiesta como Dios personal, o aun como el Logos encarnado, ¿cuál es la naturaleza final del bien y el mal, y cuál el verdadero designio y último fin de la vida humana?

En este punto, Aldous Huxley se confiesa abiertamente admirador de William Law, según él, un extraordinario exponente de la espiritualidad y mística de la iglesia anglicana en el Siglo XVIII. Es prácticamente desconocido en España y mucho más, en el entorno católico.

Es interesante el comentario de Huxley respecto del olvido de Law (que se podría extender a cualesquiera de nuestros místicos): “Nuestro ordinario olvido de Law es aún otra de las muchas indicaciones de que los educadores del siglo XX han cesado de preocuparse por cuestiones de verdad o significación final y (fuera del mero adiestramiento profesional) se interesan solamente en la diseminación de una cultura sin arraigo ni pertinencia y en el fomento de la solemne tontería de lo docto por amor a lo docto”.

Buda dice que en el infierno arde el “yo”, la mente, los pensamientos desviados; y todos ellos arden en el fuego del egoísmo y  la codicia, del rencor, del apasionamiento, los apegos, nacimiento, vejez y muerte, y en el fuego de la desesperación. Y Rumi afirma que si no has visto al diablo, mírate al espejo.

El descenso a los infiernos

Dice Law que la diferencia entre un hombre bueno y otro malo no es en el hecho de que uno hace cosas buenas y el otro malas, sino que el primero se deja llevar del “viviente”, la divina realidad que hay en él. El otro se resiste. Esto concuerda con el aserto de Eckhart, que afirma, deberíamos preocuparnos más en ser que en hacer. Porque de la bondad o maldad de lo primero, se expresa la realidad en los actos de lo segundo. O lo que es lo mismo para Oriente, “lo que crees ser, es lo que en realidad eres”, en frase del Bhagavad Gita.

La naturaleza del ser de un hombre determina la de sus actos, y se manifiesta en su mente, en su modo de pensar. La belleza y la fealdad de sus actos depende de la intensidad con la que esté su pensamiento centrado en Dios, o en su “yo” personal.

Como la piedra hace constantemente su trabajo, pues hasta cuando no está cayendo, tiene el peso que le haría caer, en su caso, el ser de un hombre es energía latente hacia Dios o lejos de Él.

Para William Law la codicia-egoísmo, el orgullo, la envidia y la ira son cuatro elementos inseparables del “yo”. Los cuatro determinan el infierno en el que nuestro “yo” convierte la vida, y generan su propio tormento. La codicia, la envidia y el orgullo no tienen causa externa, son inherente al ser humano. La ira surge de momentos en que las tres primeras son negadas por las circunstancias. El alma está atrapada en ellas cuatro, sin posibilidad de liberarse.

No podemos, según el teólogo francés del Siglo XVII Charles de Condren, conocer el grado concreto de nuestra perversidad, ni representar nuestros pecados en su verdadera fealdad, excepto si son iluminados por la luz de Dios. Dios da a las almas una impresión de la enormidad del pecado, mediante la cual les hace sentir que el pecado es incomparablemente mayor de lo que parece.

“Y descendió a los infiernos”. Esta frase es suficientemente importante para los cristianos católicos, como para haber sido incluida nada menos que en el Credo. Formulado en el siglo V, se refiere al descenso del alma de Cristo, ya separada del cuerpo por la muerte, al lugar que también se llama "sheol" o "hades". El Cuarto Concilio Lateranense, en el 1215, definió esta doctrina de Fe. O sea, que con esta frase, tonterías las justas.

Pero, de nuevo volviendo a la literalidad de la frase, parece como que ésta se refiriese al hecho temporal de que, desde las 15:00 horas del viernes de Pascua judía del año 33 (o 26 AD, según cuando haya nacido Cristo, si en el año uno o siete AC), en el que Jesús murió en la cruz hasta las cero horas del Domingo, contó con 33 horas para bajar al hades para ir diciendo a los que esperaban la salvación, algo así como “venga chavales, despertaos y espabilad, que os he abierto las puertas del Cielo”, y todos en tropel, nos los imaginamos saliendo del hades y subiendo por las escaleras celestes.

No hay nada que objetar a este escenario, algo precipitado eso sí, no obstante; para rescatar nada menos que a toda la Humanidad, o acaso sólo a los venerables del pueblo judío, como el propio San José, que murió antes de que Jesús redimiera a la Humanidad en la cruz, eso no se especifica.

Pero, con el debido respeto a las autoridades eclesiásticas, que de esto saben mucho más que yo, de aquí a Japón (y mira que está lejos Japón), me atrevería decir, junto con la Filosofía perenne, que el descenso a los infiernos, liberado el hecho de la tiranía de Cronos (el Tiempo), es el descenso de Dios a todos y cada uno de nosotros, en respuesta a la frase de Buda, que hemos referido:

En el infierno arde el “yo”, la mente, los pensamientos desviados

En el fondo, es para cada uno de nosotros, la venida del Espíritu Santo, de Dios inmanente a nuestra vida. Cuando Rasa canta ese “Todo lo que ves, soy Yo” (Everything you see, is Me), es verdad, Dios está en todo lo que ves, pero con el pequeño detalle de que lo que ves es nuestro infierno personal y comunitario, a donde Jesús ha descendido para tratar de anunciarnos que es posible salir del infierno en el que vivimos… “si vendes todo lo que tienes y me sigues”, que le diría al joven rico. Es ver a Jesús crucificado por nuestra negativa a seguirle y, con ello, a tratar de eliminarlo de nuestras vidas.

Tiene, por tanto, sentido ver a Dios en todo lo que vemos, tanto si lo que vemos son los paisajes idílicos de la naturaleza, con los pajarillos cantando como ruiseñores o cuando vemos las imágenes de las noticias con las que nos desayunamos todos los días o cuando vemos los dramas que cada uno de nosotros vive en su propia vida.

¡Todo lo que ves, soy Yo!

Soy Yo llenando de luz la Creación o dando esperanza al infierno de nuestras vidas. Ahí está Él, en lo bueno y en lo malo, radiando de luz y Amor en lo bueno y aportando un rayo de esperanza en los peores acontecimientos de la vida. Hasta en los campos de concentración nazis estaba Dios en el alma de cada uno de los reclusos que fueron a parar a la cámara de gas.

De la Creación y la caída

Los ángeles caídos, los hombres caídos, los demonios, vivimos en el infierno que han generado nuestras actitudes y nuestras obras, hijas de aquellas. No hay ningún infierno más allá del que experimentamos con nuestra vida de pecado. No hay venganza. La decisión, el libre albedrío de separarnos de la Divina realidad supone nuestro personal juicio, cuya sentencia obedece a nuestra propia decisión, y el estado en el que nos sumerge ya, ahora, es el infierno tan temido. Vivimos en el ambiente espiritual en el que hemos decidido vivir. Si en la virtud (con-versión: ir hacia… la Gracia) viviremos en Gracia; si en el pecado (per-versión: ir en contra de (en sentido contrario)… la Gracia), el infierno en nuestras vidas está servido.

Sólo uno es bueno, y este es Dios, porque sólo viviendo en Él, podemos experimentar la luz y la belleza. Sin embargo, ¿A cuántas invenciones no ha de recurrir cierta gente para ahuyentar cierta inquietud íntima que les asusta y no saben de dónde viene? Hay en ellos un espíritu caído, un oscuro y doloroso fuego que nunca tuvo su adecuado alivio y está intentando descubrirse y gritando socorro cada vez que cesa el gozo mundano. Primero Plotino -Siglo III y después San Agustín (IV)- advirtieron en el universo cristiano de esta verdad universal, conocido en Oriente y en la que Jesús basó su mensaje, pero de lo que en el cristianismo no se tomó consciencia hasta estos dos místicos, Plotino y San Agustín, en el viaje de Marta y María al interior de uno mismo, donde Dios habita y, ese viaje interior, esa con-versión, ir hacia la Gracia, es la garantía de salvación de este infierno en el que vivimos y que hemos creado nosotros con la prevalecía del pensamiento egoísta, mediatizado por algo que las religiones denominan demonio, que no es sino la personificación de ese pensamiento centrado en el “yo”. El efecto final de una tentación del demonio es igual que el de caer en la tendencia natural al egoísmo. Es lícito, culturalmente, hacer como que existe una desaforada batalla entre el bien y el mal, con ejércitos de ángeles buenos y malos enzarzados en singular batalla por conseguir atrapar o liberar a las cándidas e inocentes almas humanas, a ver quién adquiere más botín en la batalla de los dioses. Es la gran parábola para que sea comprendida por el común de las gentes. El Bhagavad Gita narra esa descomunal batalla en la que Arjuna, harto de lucha le dice a Krishna que no quiere luchar más, pero se ve obligado a hacerlo; tiene que tomar la dolorosa decisión de luchar con sus más íntimos allegados para mantener el equilibrio, la armonía, el “dharma”. Para luchar hay que hacerlo contra algo o alguien. Es más comprensible luchar contra un enemigo externo, el demonio, que contra uno interno, contra los fantasmas interiores, contra uno mismo. Como en esta vida todo se plantea en clave de lucha, es la lucha contra algo o alguien, ayudado por otro Alguien, lo que da sentido a ese arcano combate.

En la tradición judeocristiana, la caída sigue a la Creación, debida al empleo egocéntrico del libre albedrío, que debería haber permanecido centrado en la Divinidad y no en el “yo”. Pero la Creación, según Huxley, no es el preludio de la caída, sino la caída en sí, pues ofrece las condiciones para que la caída se dé. De hecho, Dios sabía lo que iba a suceder, nada más crear al ser humano, no le cogió de sorpresa. Aunque el Génesis lo presenta como un accidente imprevisto, motivado por un ser no referido en el relato de la creación, toda la epopeya humana entraba de lleno en los planes de Dios. La Historia de la Salvación no puede ser sólo el relato de cómo Dios se las tuvo que apañar para corregir el estropicio de la serpiente, aparentemente no tenido en cuenta en el diseño de la Creación.

Que el paso de la unidad de la existencia espiritual a la multiplicidad de lo temporal es una parte esencial de la caída se expone claramente en las versiones hindú y budista de la Filosofía Perenne. El dolor y el mal son inseparables de la existencia individual en el mundo dominado por Cronos, el tiempo; y, para los seres humanos, hay una intensificación de este dolor y mal inevitable cuando el deseo se vuelve hacia el yo y los muchos, más bien que hacia la Base divina. Es decir, el dolor y el mal son parte de la Creación de Dios de un mundo de multiplicidad y sujeto al tiempo. “Y vio Dios que “todo” era muy bueno”.

La visión judeocristiana de la Creación supone que exceptuando el hombre, el resto de la Creación, que queda a su servicio y disfrute, está condenada o bien a permanecer tal y como está, sin posibilidad de evolucionar a formas de vida mejores y más inteligentes, o a involucionar, es decir, toda la Creación se encuentra en un callejón sin salida.

En resumen, la Filosofía perenne afirma que el bien es la conformidad del separado “yo”, con la Divina base que le ha dado el ser, y su final aniquilamiento en Ella. Los estados equivocados del espíritu con incompatibles con el conocimiento unitivo de la Divina base, o Bien supremo. No obstante, existe una diferencia significativa entre Oriente y Occidente en esto de la aniquilación. En Oriente, esa aniquilación es total, de modo que en el Nirvana, el yo desaparece en el Todo, la ola de disuelve en el Mar. En Occidente el yo, como consciencia mental desaparece, pero el alma sigue siendo consciente de sí misma, gozando eternamente de la presencia de Dios.

Sobre el más allá de todo esto

La duda es, por tanto, si en el Cielo o en el Nirvana, seremos conscientes de nosotros mismos o simplemente seremos Dios, uno sin segundo. Pues la verdad es que no lo sé, ni creo que nadie lo sepa. Es fantástico como somos tan dados a imaginarnos el más allá con un despliegue de detalles absolutamente fantástico. Es todo un Universo paralelo donde suceden cosas protagonizadas por infinidad de actores, sujetos al tiempo, a Cronos, el primigenio, el que envuelve a todo lo demás, Saturno, el planeta más lejano para los romanos, dentro del cual se desenvuelve la existencia. En fin, todo un follón espiritual y celestial, fruto de la exuberante imaginación de las gentes que han ido montando a lo largo del tiempo, de Cronos, toda una mitología celestial, por lo demás interesantísima, pero que, afincada firmemente en todas las culturas, inclusive la cristiana, han arraigado creencias sobre el más allá, que realmente nadie conoce de primera mano, aunque existan experiencias cercanas a la muerte que algo nos han revelado. Pero son simple indicios, sobre los que no se puede impartir doctrina ni sentenciar dogmas de fe.

No obstante, todas estas mitologías están tan arraigadas, que no creo, sea procedente ponerlas en duda, aunque stricto sensu, sólo sean mitologías, porque la única certeza es su existencia en la intimidad de Dios. Negar esto, que es lo que afirma el ateísmo, es simplemente no ver más allá de las cosas. Pero afirmar lo trascendente es una cuestión de fe.

La resurrección de Jesús es la fe en lo imposible, una fe que requiere aceptar la muerte, como forma de quedar liberados del lastre material del alma; es la aceptación del más allá de las cosas, que requiere el proceso vital de transformación del ser humano en Dios.

El Apocalipsis habla del rapto de los justos, de esos 144.000 benditos que serán raptados, hecho que ha sido llevado al cine por Nicolas Cage en la película Left behind (desaparecidos sin rastro) en 2008, donde literalmente desaparecen todos esos benditos, quedándose el mundo en un lastimoso caos de todos aquellos que tienen cuentas pendientes.

No sabemos nada, nos consolamos, en relación con el más allá, con nuestros modelos de realidad, tanto celestial como infernal, como si así tuviéramos garantías de ir, tras la muerte física a un mundo más o menos conocido, por haber sido imaginado. Pero no es así.

Sólo nos queda la fe, acordar con Jesús o con Dios trascendente, situaciones imposibles, en las que la mente humana es incapaz de dar la solución, como el episodio de la hija de Jairo, en el que el milagro no lo realizó Jesús con su “talita cumi” (levántate niña), sino Jairo, con su inmensa fe en Él.

Jesús, al encarnarse en María, descendió a nuestros infiernos particulares, a nuestro confinador, para darnos la posibilidad de salir de él. La historia de Marta y María es el proceso que define nuestro propio juicio final, nadie más nos juzgará, sino nosotros con nuestro libre albedrío y nuestra opción de seguir dando vueltas una y otra vez en nuestro particular infierno, atados a nuestro karma, nuestras cuentas pendientes, o salir de él.

Esta heterodoxa visión de los novísimos es tan extraña para las doctrinas, especialmente la católica, como desafiante para nosotros, porque, esta vez sí que indica cómo somos dueños realmente de nuestro destino.

Es lo que tiene el libre albedrío.

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Autor: José Alfonso Delgado

Nota: La publicación de las diferentes entregas de La Física de la Espiritualidad

se realiza en este blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.

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