El contemplativo puede caer, además, en otras trampas insidiosas. Así, puede verse llamado a desarraigar el error del corazón de otras personas y, como abad que inspecciona a sus monjes, reprender a todos y cada uno por sus faltas. Siente que debe echarles en cara hasta la ira que por él mismo se manifiesta; y sostiene que es impelido por el amor divino y el fuego de la caridad fraterna. Pero, en realidad, miente, pues el fuego de su imaginación lo que le incita.
El falso celo inflama de tal manera esta imaginación que, repentina e imprudentemente, se desatará con presunción increíble. Se arroga a si mismo el derecho de amonestar a otros, con frecuencia de una manera cruel y precipitada.
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