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31/10/09

Elogio de la lentitud

En anteriores entradas (“In media virtus” y Carencia de justa medida, del 5 y 15 de octubre, respectivamente) nos hemos ocupado del exceso que en nuestra cultura caracteriza casi todos lo ámbitos de la vida. Un tema que ha merecido la atención de much@s seguidor@s del Blog y ha llevado a Cristina Vega –muchas gracias, amiga- a regalarme un libro titulado Elogio de la lentitud, de Carl Honoré (RBA, 2008), en cuyas páginas se defiende el denominado movimiento “Slow” y se denuncia la locura en la que el exceso aplicado al tiempo, es decir, el estrés y las prisas, está sumiendo a la mujer y al hombre “modernos”.

No en balde, de la visión y el sistema dominantes -de su carácter materialista, productuvista y consumista- deriva un ritmo de vida impuesto por la velocidad, el ajetreo incesante y la “enfermedad del tiempo”, en expresión acuñada en 1982 por el médico estadounidense Larry Dossey para denominar el sentir obsesivo de la falta de tiempo para llevar a cabo tantas cosas que tenemos que hacer.

La teórica necesidad no ya de resignarnos ante tal hecho, sino de entenderlo como algo positivo y asociado a la competividad y capacidad del ser humano y la sociedad ha sido resumida muy bien por Klaus M. Schwab, fundador y presidente ejecutivo del Foro Económico Mundial: “estamos pasando de un mundo donde el grande se come al pequeño a un mundo donde los rápidos se comen a los lentos”. El Foro –organización tan elitista como para admitir sólo cual miembros a empresas que facturen más de cinco mil millones de dólares anuales- ha convertido la tortuga del célebre cuento en sopa para los ágapes de sus encuentros periódicos en Davos (Suiza), nombrando a la liebre socio honorario. Y psicólogos como Guy Claxton procuran convencernos de que esto es parte de un estadio avanzado de la naturaleza humana: “Hemos desarrollado una psicología interna de la velocidad, de ahorra tiempo y lograr la máxima eficiencia, una actitud que se refuerza todos los días”. Mensajes similares son repetidos con insistencia desde múltiples instancias en un intento de que asumamos que velocidad es sinónimo de capacidad y rapidez de competencia.

Pero si no nos dejamos arrastrar por el torbellino y observamos la realidad que nos rodea y a nosotros mismos, no es difícil percatarse de que la cacareada eficacia es una colosal mentira y que semejante carrera conduce a cada persona, a la humanidad y al planeta a un callejón sin salida. La economía global-mercantilista no sólo es incapaz de distribuir con un mínimo de justicia la riqueza que genera, sino que devora los recursos naturales con mucha más rapidez de la que la Madre Tierra tiene para reemplazarlos y no duda en poner al servicio de la producción nuestra propia existencia, la de cada uno de nosotros, que terminamos viviendo para servir a la economía, dando la vuelta al orden lógico y natural de las cosas.

La ética del trabajo, que con moderación puede ser saludable, se ha desmadrado por completo. Valga como botón de muestra el que en Japón se usa una palabra, “karoshi”, que significa “muerte por exceso de trabajo”. Y para aguantar el ritmo laboral y de vida, un número creciente de personas han de apoyarse en estimulantes, desde las altas dosis de café a la cocaína, pasando por las anfetaminas, que son las preferidas entre los profesionales de cuello blanco. Y entre el ajetreo cotidiano, el estrés laboral y los estimulantes, una ingente cantidad de seres humanos no logran dormir lo mínimamente necesario para una vida sana. Y esto pasa factura, de múltiples formas. Por ejemplo, a nivel mundial, el amodorramiento causa ya más accidentes de tráfico que el alcohol. Y en Estados Unidos opera una Comisión Nacional para los trastornos del sueño, buena prueba de la enjundia del problema, cuyos estudios han demostrado que la fatiga de los conductores es la responsable de la mitad de los accidentes. La velocidad ha invadido hasta el ocio y millones de personas en todo el mundo padecen lesiones relacionadas con los deportes y el gimnasio debido al esfuerzo en exceso para estar en forma cuanto antes o adelgazar lo más pronto posible.

Sin embargo, siendo tremendo todo lo anterior, lo peor es que una vida apresurada se transforma en una vida superficial y hasta mezquina. Milan Kundera lo explicó así en su novela La lentitud: “Cuando las cosas suceden con tal rapidez, nadie puede estar seguro de nada, de nada en absoluto, ni siquiera de sí mismo”. Con la velocidad y la falta de tiempo, la existencia personal se convierte en automatizada y vacía. Lo que tiene, igualmente, impactos contundentes en la vida familiar, cada vez más carente de comunicación y convivencia por el ajetreo diario de cada miembro de la familia, cada cual absorbido por el agujero negro de sus múltiples ocupaciones, obligaciones y devociones. Los niños son las grandes victimas de tanta locura y, para que no interrumpan nuestro ritmo de adultos, llenamos sus días infantiles cada vez con más cargas y tareas: colegio, deberes, actividades extraescolares, clases particulares, deporte, clases de música,… ¡uff!.

¿Qué hacer?. El movimiento “Slow” ofrece algunas pistas al respecto. De ello nos ocuparemos en una próxima entrada.

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