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La visión dominante –productivista, consumista, vacía de valores, antagónica a cualquier percepción trascendente y espiritual del ser humano- ensalza el exceso como ninguna otra cultura o tradición lo había hecho antes. Es más, como si fuera lo más normal, en torno al exceso se ha configurado una retórica –algunos pretenden que hasta una épica- amplificada por la publicidad y los medios de comunicación. El exceso –sea en acumular riqueza, o en ganar medallas olímpicas- se ha elevado prácticamente a la categoría de heroicidad. Y los periódicos y los informativos, por ejemplo, no destacan el quehacer de los verdaderos héroes –que hay muchos, multitud de hombres y mujeres, por todo el planeta y en los más diversos contextos- sino el “éxito” del “triunfador”, que suele ser un señor o señora que aporta mucho a sí mismo y casi nada a los demás.
Por supuesto, el sistema económico vigente tiene que ver con ello.
Para materializarla, se promueve una visión que mira siempre al mañana, a lo que pueda deparar el futuro, jamás al presente. El objetivo es obvio: que al colocar la mirada en un futuro virtual y frecuentemente quimérico, no observemos la realidad tal cual es. Todo nos alienta a plantearnos constantemente metas y retos para el mañana, sin capacidad de crítica, sin saber de verdad si son los nuestros o los que otros nos imponen, sin mirarnos nunca al espejo del hoy, de lo real.
Igualmente, se nos anima a transgredir límites y fronteras. Y a esto se le llama disfrutar la vida. A costa de lo que sea, incluso de nosotros mismos y nuestra auténtica identidad; y sin conocer por qué y para qué.
De este modo, se nos llena la mente de ruido, del ajetreo incesante provocado por la velocidad de un mundo “en progreso”, “en avance”, aunque nadie sepa bien hacia dónde. Todo vale, en definitiva, con tal de que no tengamos la mente limpia, libre, quieta, que es lo que nos permitiría conectar con nuestro Yo Verdadero, con nuestra dimensión profunda y divinal, logrando que Él y no el pequeño yo –el ego- tome el timón de nuestra existencia.
Casi nadie se sorprende por tanto dislate, aunque, paradójicamente, nos escandalizamos cotidianamente ante los nocivos efectos e impactos, individuales y colectivos, de tanta proclama aparentemente rompedora.
Nos hemos acostumbrado al cómodo ejercicio de seguir la corriente, transitando por la vía rápida de los extremos y renunciando a lo que Aristóteles definió y defendió como el “justo medio”(“in media virtus”), lugar de excelencia, según él, para la ética y la razón. De esta forma, el equilibrio está quedando, poco a poco, fuera del alcance de cada persona y de la sociedad. La propia crisis socioeconómica actual está íntimamente conectada con este hecho y esta concepción de las cosas.
Eso sí, afortunadamente empiezan a ser numerosos los seres humanos que se han percatado del desatino y comienzan a enderezar sus vidas no por el “sendero del miedo” al que nos arrastra sin remisión la visión imperante, sino por el aristotélico “sendero del medio”. En él prima la moderación y el sentido común en la delimitación y cobertura de nuestras necesidades; se saborean las pequeñas cosas y los detalles, con alto valor de uso, pero bajo valor de cambio, así como el ahora, el presente, comprobando que es el único sitio donde la vida realmente existe; se buscan y hallan espacios para el encuentro interior y experiencias de silencio; se constata que la transformación interior es la llave del cambio social y que se precisan ojos nuevos para lograr un mundo nuevo; se incrementa el compromiso con
En última instancia, la elección no es entre felicidad o no. Todo el mundo, sin excepción, quiere ser feliz. La clave radica en lo que se entiende por felicidad. Y aquí sí que hay que optar: entre un modelo de felicidad ajeno a nosotros, impuesto, el que interesa a la visión y sistema vigentes; y la felicidad tal como la vemos y percibimos honesta, sincera y conscientemente desde nuestro interior.
La experiencia de los triunfadores, de los rompedores y de los se aplican un modelo de felicidad ajeno a ellos mismos nos indica con rotundidad lo que espera al final del camino: frustración, insatisfacción, nostalgia sin objeto, estrés, depresión. La experiencia de los que han optado por el “in media virtus” también es contundente: una felicidad equilibrada, duradera, armoniosa y hasta contagiosa.
¿Crees que esto último no es posible?. Pregunta a las personas anónimas que marchan ya por el “sendero del medio”. Observa a tu alrededor. Seguro que las hay muy cerca de ti.
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