MANUELA
Las sirenas de las ambulancias suenan lejanas y me pregunto cómo es posible que yo aún pueda escucharlas. Murmullos, son murmullos continuos dentro de mi cabeza, es una cacofonía incesante a la que no encuentro sentido. No siento nada, no me duele nada. Quiero abrir los ojos y ver dónde estoy. Mis párpados están sellados por la hinchazón y los hematomas, pero... aunque quisiera abrir los ojos no tengo fuerzas; pesan toneladas y mis músculos no tienen fuerza para ello.
Intuyo que respiro y que vivo porque aún tengo algún destello de lucidez... cada vez y; afortunadamente, más escaso, porque siento como me alejo; como me alejo de todo y lo único que deseo es alejarme más y más; no quiero volver, no quiero ver a nadie nunca más, ¿o sí?; sí, quiero ver a mis hijos, sólo a mis hijos... ¿tengo hijos?.
Los recuerdos se entremezclan unos con otros. Siento un resplandor de claridad perfecta calentándome la cara en un amanecer de principios de verano, un sol que ciega mis ojos entreabiertos y que lo ilumina todo. Otro flash que entumece mi corazón y alguien que corre y grita entre el sembrado de trigo salpicado de amapolas rojas. Mi madre está de pie con una hoz en la mano; se mira los dedos y caen gotitas de sangre que manchan las espigas sin madurar y yo... tan pequeña entre las espigas descubro un pajarillo muerto; yo tan valiente y tan minúscula agarro su mano con la mía, la llevo a mis labios para besarla y siento un frío pastoso pegarse a mis mejillas.
Ahora veo a mi madre que se ríe feliz contemplando a mi padre; está lavando la ropa en la pila de piedra del patio, mi padre mira a mi madre con una mezcla de deseo y ternura mientras sube cubos de agua del fondo del pozo; oigo el ruido metálico del agua que cae en un barreño enorme de zinc. Mi hermana chica está gateando entre las sábanas aún sin lavar y un hermoso vestido blanco de novia cuelga de una percha en mi dormitorio. Al lado de mi cama hay abandonado un ramo de flores pequeñas y marchitas sobre la mesilla de noche; una culebra gris se enrosca lentamente alrededor... parece un ramo de novia muy viejo y abandonado. Unas sandalias blancas y por estrenar descansan en el suelo pero no pueden ser mías porque tengo ocho años y tienen el tacón muy alto. Mañana hago la primera comunión. Estoy contenta; soy feliz. Mi traje de comunión parece un traje de novia. Seré, como dice mi padre orgulloso, una bella princesa. Vuelvo el rostro de niña hacia el traje blanco y salgo corriendo angustiada llamando a gritos a mi madre: el vestido está manchado de sangre; chorrea sangre desde el pecho hasta la cintura y las gotas caen al suelo formando un reguero que me persigue mientras huyo gritando.
Otro flash brota violento en mi mente y me obliga a recordar de nuevo. Hay mucha gente, mucha gente con la cara triste que entra y sale de la casa y la habitación de mi abuelo está cerrada con un médico dentro; mi padre llora y yo lloro con él porque es la primera vez que le veo llorar. Mi padre me abraza y amasa mi carne de niña tierna hasta hacerme daño, no puede dejar de sollozar; se ahoga y su piel se vuelve azul. Estoy aterrada; siento como el miedo me taladra la piel y eriza el bello que cubre mi cuerpo.
Ahora... ahora alguien me pega una bofetada muy fuerte; me ha golpeado de lleno en el oído y me ha dejado sorda; ahora me arrastra por el pelo; llevo mi mano hasta la boca y toco la sangre caliente que sale a borbotones de mi nariz y de mi labio partido. Ese alguien se ensaña dándome una paliza con una gruesa correa negra. Me dice mientras me golpea que me quiere pero no es verdad; quien ama no daña ni se ensaña, no mata. Siento la hebilla metálica clavarse en mi carne, en mis huesos, en mis recuerdos; los verdugones hacen surcos en mi espalda y mis nalgas; me escuecen. La sonrisa de mi hermana pequeña viene a aliviarme el miedo y rescatarme del dolor; mi niña chica, mi ternura. Te quiero Teresa; sé que te lo he dicho muchas veces pero es la verdad; te quiero mucho, hermana mía. Tú eres mi descanso, mi cómplice, mi amiga...
Huele a cerdo, el olor del orín es tan fuerte que no me deja respirar. Un hombre malo ha intentado quitarme la ropa interior y me ha arañado los senos; huele a alcohol y quiere entrar en mi cuerpo pero yo me resisto con uñas y dientes. Me ha agarrado del pelo y me ha encerrado con los cerdos atrancando la puerta por fuera para que no pueda escaparme, y estoy muy asustada porque mi barriga está abultada y algo se revuelve inquieto dentro de mis entrañas. Tengo miedo, soy tan pequeña y tengo una barriga tan grande. No puedo dormirme, si lo hago, los cerdos me comerán. Esperaré a que amanezca; el hombre malo volverá y me sacará de aquí. Padre ¿dónde estás ahora?.
Oigo las palabras lejanas de mi padre, veo las lágrimas de mi madre y mi abuela ¿están aquí conmigo?.No, no puede ser mi padre; mi padre no está. Si mi padre estuviera conmigo yo no estaría aquí; yo no sentiría esta angustia infinita, nadie me haría daño. Mi padre no lo permitiría.
Es martes; un día grisáceo de febrero y hace mucho frío. Me buscan en la escuela y un maestro me acompaña en silencio a mi casa, yo no levanto la cabeza del suelo y miro mis botas de goma salpicar en los charcos.
Mi hermanilla está escondida detrás de una cortina y los mocos le caen sobre el labio superior, me acerco a ella y se los limpio con un pañuelo de batista que me regaló mi padre. Nadie repara en mi hermana que llora. La abrazo muy fuerte y se queja; está enferma y tiene mucha fiebre. ¡Mamá, tienes que ayudarla!, pero mi madre me mira sin verme.
Alguien se acerca a mí, parece mi tía Isabel, no estoy segura; me tiende una falda negra y una camisa también negra; es la primera vez que me pongo medias y... también son negras. Lloro con un dolor que me traspasa el alma. Quiero entrar en el cuarto de mis padres y no me dejan; lloro, pataleo, muerdo... alguien me abraza pero no sé quién es. Me acarician el pelo y me besan; ni siquiera miro; nadie puede apaciguar lo que siento; mi abuela me mira pero no me ve porque las cataratas y el llanto la han dejado ciega.
Mi casa huele a farmacia. No me dejan besar a mi padre y yo quiero abrazarlo y decirle que le quiero más que a nadie en mi vida; quiero despedirme de él pero la caja con el cuerpo de mi padre ya no está. Ya sólo veo un hoyo en la tierra y rosas marchitas.
Alguien me golpea en los riñones, creo que me han dado una patada; el dolor no me deja respirar; me estoy muriendo. Siento unos dedos muy fuertes que me agarran por la nuca y me empujan la cabeza dentro de un cubo lleno de agua helada. No puedo respirar; me estoy ahogando. Siento la sangre caer a borbotones por mis piernas. Voy a perder a mi hijo.
De nuevo alguien me agarra del pelo y me empuja contra la pared. Mi frente golpea en ella y caigo hacia atrás desmayada; antes de perder la conciencia me abrazo el abultado vientre para que las patadas no lleguen a ti, vida mía; ni siquiera siento dolor.
Ahora veo una niña con libros bajo el brazo; lleva un caramelo en la boca y se ríe con la alegría festiva e inconsciente de la adolescencia. Habla, grita, ríe, salta; su amiga la acompaña. Tan hermosa dentro de un uniforme de colegio religioso feo hasta el vómito.
Huele a azahar del naranjo del patio de mi abuela, y mi padre me trae dentro de su sombrero de paja un puñado de habas verdes; mi padre es peón caminero y siempre que vuelve del campo me trae algo: habas, allozas, brevas, pajarillos, un gazapo huérfano que yo crío con amor infinito... Otra vez mi padre me abraza y me eleva al techo para después besarme y sacar de su talega un pedazo de chocolate negro para mi hermana y para mí. Cuando mi padre vuelve del trabajo mi casa es una fiesta.
Alguien patea mi vientre. Hijo mío, ni siquiera yo puedo salvarte. Cruje el hueso de mi muñeca y el terror no me deja gritar.
Llego con la cara hinchada a la casa de mi madre. El hombre malo me ha dado una paliza, la primera paliza; hace quince días que nos casamos. Mi madre llora en silencio y me susurra que aguante, que no puedo volver a su casa y que la gente no debe saber nada ¿nada?. Mi abuela Rosa llora y me abraza. Reza.
Noto cuerpos moverse a mi alrededor. Alguien susurra pero no puedo entender qué dicen. La claridad me envuelve otra vez y yo quiero flotar en ella, diluirme en ella. No quiero volver a recordar. Noto cómo clavan agujas en mis brazos pero no siento nada. Alguien mueve mi cabeza y coloca mejor el respirador pero ni siquiera noto que esté respirando.
Sigo soñando.
El médico sale de la habitación de Manuela y se acerca a la anciana encorvada que espera en el pasillo. El aspecto de la mujer es deplorable, parece como si la pobre mujer pidiera perdón por respirar.
Carmen, lo siento mucho. Hemos hecho lo humanamente posible por su hija, ahora todo depende de ella... es una mujer muy fuerte. Ya verá como sale de ésta.
La mujer levanta los ojos velados por el llanto y las cataratas heredadas. Toma un pañuelo y se limpia con el los ojos.
Pero... ¿y si muere?. ¿Cómo le digo a mis nietos? ¿qué hago con mis nietos?.
El médico deposita una mano sobre el hombro de la anciana y aprieta la escasa carne suavemente. No responde, sólo la mira a los ojos. Intenta darle unos segundos de calor humano y sigue su camino deprisa por el pasillo hasta perderse tras la puerta principal.
La mujer espera hasta que la sombra del médico se pierde y vuelve arrastrando los pies y la pena hasta la sala de espera donde dos criaturas pálidas y temblorosas la miran con ansiedad. El niño pecoso y con cara de pícaro no tiene más de diez años y la niña... la niña de los ojos inmensos no pasa de seis.
La anciana se sienta entre los nietos y los abraza atrayéndolos hacia ella. Besa a uno y otro en silencio y llora con amargura agarrándose desesperada a los cuerpecitos que tiemblan aferrándose a la abuela como a una tabla de salvación.
La cría es la primera en hablar pero sin dejar de abrazar a la abuela.
Abuela ¿ha nacido ya mi hermanito?.
La abuela respira hondo y de su garganta brota un sollozo ronco ¿qué puede decirle a sus nietos?. Calla.
El niño afloja el abrazo y mira a la abuela que llora.
¿Dónde está mi padre, abuela?.
La abuela reza en silencio y grita por dentro; sabe que tiene que hablar con su nietos pero ¿cómo?.
Intenta esbozar una sonrisa para responder pero se le queda en una mueca amarga. Marcos puede entender... tal vez, pero la niña es demasiado pequeña para explicarle la tragedia. Se arma de valor y los coge de la mano.
Mamá se ha puesto muy malita como sabéis. El hermanito ya no va a nacer porque mamá está demasiado débil y... ahora hay que esperar a que mamá se ponga buena.
Marcos calla porque sabe ya demasiado; intuye demasiado y con sus escasos años ha visto demasiado. Sabe que preguntar por su padre no sirve de nada, la abuela no le va a contestar. Ya preguntó porqué la guardia civil había venido a llevarse a su padre y nadie le dijo nada.
Fue él quien llamó por teléfono a su abuela para decirle que su madre estaba muy enferma, que estaba tirada en el suelo del patio sangrando y que su padre estaba de rodillas a su lado.
Su padre lloraba con la cara entre las manos y le gritaba a su madre insultos desesperados.
Porqué me has obligado a esto... ¿Por qué?. Tú me ciegas de odio, eres una mala mujer. Ha sido culpa tuya, tú no me quieres y ese hijo no es mío. ¡Puta!. Yo te quería...
Vio como su padre no se oponía a la detención, se entregó con la cabeza baja pero no avergonzado. No paraba de llorar y le decía a la guardia civil que no había podido evitarlo, que su mujer lo había provocado hasta obligarlo a darle una paliza y que... se le había ido la mano.
La anciana vuelve a tomar de las manos a sus nietos y vuelve a abrazarlos en silencio. Los niños vuelven a aferrarse a su calor; tienen miedo y echan de menos a la madre. La abuela los besa y les susurra una canción mientras se mece con ellos en la penumbra de la tarde. Reza desesperadamente para poder cambiar el pasado, para que Dios le devuelva lo que queda de su hija.
La sala de espera está vacía; hace un frío que no proviene del tiempo ni de la estación; viene del corazón de los que ya no tienen esperanzas. Huele a tabaco rancio y humanidad. ¿Hay algo más inhumano que una sala de espera?. ¿Hay algo peor para una madre que sentir cómo se muere su hija?.
La hermana chica de Manuela viene de camino, ella vive lejos y la han avisado tarde; no sabe la verdad pero la intuye. Reza por su hermana y por sus sobrinos; reza por su madre y por ella misma. Llora.
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Manuela quiere irse; no aguanta más. No quiere luchar, no puede luchar. Ya no quiere soñar y los sueños se alejan...
Alguien entra en la habitación, siente el calor de sus cuerpos, el calor cercano de lo que se reconoce en el espacio, de lo que se ama hasta el dolor... hasta el infinito.
Unas manos pequeñas y suaves se agarran a las suyas inertes mientras le susurran: “mamá”. Marcos llora desconsoladamente, silenciosamente; sin embargo la niña chica apenas respira, no sabe llorar, no puede llorar, sólo abre sus inmensos ojos tristes para retener el recuerdo de lo que queda de su madre.
Sí, ahora lo sabe. Manuela sabe quién la ha llevado hasta allí pero no recuerda su cara ¡gracias Dios mío por borrármela de la memoria!. Ahora piensa en su madre, en su padre que la ha visitado en sus sueños desde donde esté; ahora recuerda que tiene dos hijos ¿o eran tres?. Sí, recuerda que a uno, el más pequeño, el que aún no ha nacido, se lo lleva con ella; a este podrá protegerlo durante toda la eternidad, pero que quedan dos: su Marcos, tranquilo y orgulloso, inteligente y bueno; será un gran hombre. Y su Irene, su pequeña de ojos inmensos que no saben llorar, que no llorarán jamás, que siente por todas las cosas curiosidad infinita. ¿Qué va a ser de su hija?. Teresa ayúdame, mi hermana chica, te necesito más que a nadie en este momento. Escúchame Teresa, te lo suplico, no dejes a mis hijos; no abandones lo que más amo. No permitas que la historia se repita en mi hija. Confío en ti. ¿Qué va a ser de mis hijos, Dios mío, qué va a ser de ellos?. Cuida de madre, dale aliento para seguir viviendo, no la abandones ahora.
Teresa se acerca a su hermana, está leyendo su pensamiento y no puede evitar que broten las palabras aunque sabe que Manuela no puede oirlas. Acaricia con ternura de madre la frente de su hermana y se acerca hasta susurrarle al oído:
No sufras Manuela, tus hijos son mis hijos y como tales los cuidaré... pero siento no haberte podido ayudar, hacer más por ti. ¿Porqué no me lo dijiste Manuela?.
La vieja madre observa a sus hijas. Llora, no puede evitar el dolor inmenso que la asalta. Las entrañas se le disuelven en llanto. Piensa en su marido; él nunca habría permitido que pasara esto pero... él se fue y la dejó sola con sus hijas pequeñas.
Manuela sueña; sueña ya con un mundo maravilloso donde no hay dolor, ni recuerdos ni frío y quiere marcharse. Siente los labios de su hermana en la frente, los de la madre vieja y casi ciega, la suavidad de las manos de sus hijos acariciando las suyas. Ya no le duele la soledad de los hijos, ni la de la madre, ni la de la hermana. Ya no tiene fuerzas para seguir adelante; quiere dejar de respirar. No le duele el futuro ¿qué es el futuro?. Nada. Teresa, Teresa es su salvación, su hermana chica, su descanso. Manuela se va, se va...
El sonido de las máquinas se hace continuo. Carmen llora y aprieta con ternura la mano de la hija muerta. Teresa abraza protectora a sus sobrinos. El médico toma la muñeca de Manuela y se vuelve a su ayudante.
Enfermera: desconecte el respirador. Por favor, salgan de la habitación. Manuela ha muerto.
Para todas las Manuelas.
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ResponderEliminarEnsoñación de una dura y vergonzosa realidad de nuestro tiempo.
ResponderEliminarDescripciones trascendentes y triste desenlace presumido desde empezar.
Esperanzas de felices reencuentros encubiertos, contrastados con el infernal maltrato de genero.
Ojalá sea la última Manuela que tengamos recordar.
Te felicito, Teresa.