Agenda completa de actividades presenciales y online de Emilio Carrillo para el Curso 2024-2025

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26/4/10

Comparte con nosotr@s: Estrella Celeste, de Teresa López


ESTRELLA CELESTE

Podría llamarse Ahmed o Alí y venir de Marruecos o Argelia; el primero, huyendo de la pobreza y la desesperanza; el segundo, huyendo de una muerte segura a manos de cualquier grupo paramilitar o integrista. Podría llamarse Tiago o Zenite, llegar de Angola o Costa de Marfil; uno escapando de un régimen asesino y la otra, embarazada, buscando un lugar donde poder vivir en paz huyendo del hambre, la mutilación, la muerte... y poder criar a su hijo.

Acaso podría ser Felipe o Pietro; llegar de Ecuador o Rumania para conseguir el futuro que les niegan en su país y que su miseria sea algo menos amarga. Acaso Catarina o Marta y ser muy jóvenes, muy bonitas y muy ingenuas; la primera de algún país del este donde las mafias la iniciaron en la prostitución apenas rozando la adolescencia, tal vez, una salvaje violación múltiple; y la segunda, la segunda podría ser de Colombia y viene a la tierra prometida buscando el porvenir de sus hijos para alejarlos de la violencia y las drogas.

A todos ellos les une algo, tienen algo en común: todos vienen a buscar el futuro dejando atrás lo que más aman o lo que más temen, para poder sobrevivir. Dejan tierra, familia, amigos, hogar... Han visto demasiadas muertes, han sufrido demasiadas persecuciones, han pasado demasiada miseria y hambre.

Todos llegan de la mano de mafias que les prometen el paraíso a su desesperación, les ofrecen una vida digna en un país en donde les van a recibir con las manos abiertas. La realidad es muy distinta: tendrán que atravesar el Atlántico en avión, o el Estrecho en una patera llena de muerte pagando un pasaje de lujo igual al del mejor avión de cualquier compañía comercial; un pasaje por el que les cobran lo ahorrado durante toda su vida o la de sus amigos o familiares en el mejor de los casos; en el peor, los encadenan con una deuda que tardarán años en pagar viviendo una vida de esclavos hacinados en pisos en el centro de las ciudades, en prostíbulos de carretera o en cortijos y masías medio derruidas en los campos de Andalucía, Cataluña o Aragón. Todo esto si no se dejan la vida en el agua del mar o son deportados de nuevo a sus países de origen. Después, aquí, se verán cara a cara con el desprecio y la incomprensión, el temor y la intolerancia de muchos que les harán la vida mucho más difícil de lo que esperaban. Tal vez, algunos, tengan algo más de suerte y encuentren personas que les ayuden y les integren mostrándoles, por fin, ese paraíso que tanto buscaban.

Estrella llegó a nuestro país hace cuatro años. Dejó atrás un trabajo de gobernanta en un hotelucho donde le pagaban una miseria; una madre amancebada con el hombre que siempre ha conocido como padre y que rebasa largamente los sesenta. También deja atrás un matrimonio acabado en abandono conyugal y dos hijos casi adolescentes. Vivían todos juntos, casi hacinados, en la casa de su madre y el abandono de su marido, al menos, tuvo algo bueno para la familia: con su abandono dejó algo más de sitio libre en la vivienda.

Tiene cuarenta y tres años y toda la experiencia acumulada de media vida vivida; conserva la belleza morena de los tahínos, la elasticidad de los mestizos y aparenta poco más de veinte.

Estrella nació, como ya he dicho, hace cuarenta y tres años en la República Dominicana, dos días antes de que asesinaran al dictador que había gobernado, alternando los últimos mandatos entre su hermano y Balaguer, el destino de la Isla durante treinta y un años, Rafael Leonidas Trujillo.

Magdalena, su madre, llevaba todo el día intentando parir sola, era su primer hijo y no tenía experiencia, rezaba entre dientes a la Virgen de Altagracia y a la diosa Yemayá para que le hicieran más rápido el trámite y no sufrir demasiado. Preguntaba a su madre que cuándo nacería y su madre solo la miraba y sonreía con ternura mientras le ofrecía un pañuelo blanco con el que secar el sudor. Había caminado dentro de la casa durante horas de un lado a otro mientras aguantaba las contracciones para acelerar el alumbramiento y sufrir menos. Mamá Manena movía la cabeza mientras observaba el ir y venir de su hija y la miraba sin decir nada, después bajaba de nuevo los ojos y se concentraba en sus manos; quería seguir tejiendo y terminar a tiempo el saquito diminuto para abrigar lo que llegara.

Mientras su adolescente madre mordía los dolores del parto para no gritar, el croar de las ranas lo invadía todo en la pequeña casa con un jardín diminuto comido de malas hierbas. Había llovido mucho durante toda la tarde y se había limpiado el aire dejando el ambiente casi transparente. La noche llegó fresca y limpia, estaba hermosa de luz y cantaban sin cesar las ranas por toda la isla. Su abuela materna, mamá Manena, cuando supo el sexo de la criatura quiso que la recién nacida se llamara Coquí. La abuela de Estrella era de Puerto Rico y añoraba a esas pequeñas ranitas doradas autóctonas que plagan toda la costa portorriqueña y la zona boscosa del Yunque, donde ella nació sesenta años antes. Magdalena nació cuando ella cumplió los cuarenta y dos años de un amor tardío y clandestino que la obligó a emigrar inesperadamente de su país y dejar a sus hijos mayores en manos del padre. La recién parida miró a la mujer sin apenas fuerzas y no quiso confirmar el nombre hasta que no volviera el padre de la criatura a conocerla.

Mientras su mujer paría en la casucha, Rosendo Sansegundo estaba fumando el último cigarrillo de su guardia en el palacio que habitaba Trujillo. Hacía doce años que había entrado como militar y cumplía servicio a las órdenes del viejo dictador; era guardia personal del anciano y sus manos estaban manchadas con la sangre de mucha gente; sabía que su suerte estaba unida a la del tirano y no tardaría demasiado en comprobarlo. Miraba las estrellas azules sobre el fondo oscuro y limpio del cielo; aún no habían decidido nombre para su criatura pero si era hembra se llamaría Estrella Celeste; le sonaba bonito en los labios y seguro que a su mujer también le gustaría.

Cuando se quitó el uniforme y lo guardó bien hondo en una bolsa de tela negra, regresó hasta la casa de la playa en una vieja moto de tercera mano que había comprado para ir y venir sin levantar sospecha entre sus vecinos; todos pensaban que trabajaba en algún casino como camarero o pinche, nadie sabía que trabajaba a las órdenes del viejo chivo; en su barrio todo el mundo odiaba a Trujillo y a su cohorte de militares corruptos.

Su suegra esperaba silenciosa en la puerta de la casa para informarlo del nacimiento.

Es una hembra.

Rosendo no le contestó con palabras, se acercó a la vieja y feliz la besó en la mejilla.

Fue lo último que hizo el joven militar: dar nombre a su primogénita y, hasta donde se sabe, única hija. Dos días después moría reventado por las balas en la emboscada que tendieron al dictador y que acabó con su vida y con el régimen de injusticia que se había perpetuado durante demasiado tiempo en la República Dominicana.

La familia de Rosendo Sansegundo recibió como legado del militar todo el desprecio y el odio de los que vivían a su alrededor. Estrella se crió en la casa de la playa, observando en silencio el ir y venir de los muchos amantes de su madre hasta que encontró al definitivo. Pasaba las mañanas pescando langostas en la barcaza que el padre había dejado por herencia y vendiéndolas a los restaurantes que recibían a esos extranjeros de piel demasiado blanca y sudorosa; rubios limpios y oliendo a agua de colonia, por poco más de lo que le costaba la comida de su madre, su abuela y el adjunto de su madre: - no todos los días iban a comer pescado-, rezongaba el parásito ocioso. El resto de los peces que conseguía pescar algunos días los regalaba a una viuda con varios pequeños que vivía en una destartalada cabaña cerca de la suya.

Estrella llegó sin prisas a la veintena; sin prisas por estudiar ni aprender algo más de lo que tenía a mano: la supervivencia más elemental en un trabajo miserable, las estaciones del año que se diferenciaban poco unas de otras, los días iguales uno tras otro, el arte en defenderse del macho insular bastante agresivo; aprendió a bailar hasta la madrugada sarambo y merengue, y algún truco útil para no quedarse preñada. También amó mucho y bien en su juventud pero nunca quiso casarse ni tener hijos hasta que no encontrara al príncipe azul que la colmara de sueños. Esperó mucho, demasiado... y a los veintiocho años aburrida de esperar decidió casarse con el recepcionista del hotel donde trabajaba. Ocho años y dos hijos después su marido se fugó con otra mujer y con los pocos ahorros que habían conseguido reunir entre los dos con la ilusión de comprar una casita para ellos y los hijos. Estrella Celeste no se hundió por el abandono, no es que se alegrara pero fue como si se quitara un peso de encima, ya hacía mucho tiempo que había dejado de quererlo.

Un año más tarde decidió marcharse a España.

Removió cielo y tierra hasta conseguir un prestamista que le abriría la puerta del Edén y el día que cumplía treinta y nueve años abrazó a sus hijos por última vez prometiendo llevarlos con ella en cuanto pudiera. Así, transida de dolor y miedo, voló a un país del que lo único que conocía era el idioma, y eso, para empezar, ya era mucho.

No esperaba ese cielo gris y sucio de Madrid. Ella esperaba el sol que había visto en algún folleto turístico, pero Madrid la recibía con lluvia y no iba vestida de invierno, nadie le había avisado que en España también era invierno, pero un invierno agrio y frío, como no estaba acostumbrada a sufrir. Estrella llevaba un fino vestido de algodón y unas sandalias que dejaban al aire sus dedos. Era un día cualquiera de comienzos de marzo. Un hombre se acercó a ella y la llamó por su nombre.

Acompáñame.

La llevó en un coche magnífico – la aventura comenzaba bien - hasta un piso destartalado en el extrarradio de la ciudad; un piso lleno de humedad, con pocos muebles y donde esperaban otras cinco mujeres sudamericanas entre veinte y treinta años. Estrella comenzó a desalentarse cuando reparó en la cara triste y seria de las que serían sus compañeras de piso. Los hombres se dirigían a ellas de forma ruda y amenazante.

El comunicado por parte de sus prestamistas fue corto y claro: dos años trabajando como prostituta hasta conseguir pagar la deuda y después que cada una se buscara la vida, o la paliza mortal y el agujero anónimo en cualquier trozo de tierra. Aceptó lo primero.

Aquella primera noche lloró de rabia y de impotencia hasta que le hirvió el pecho de tanto llanto, su paraíso se convertía en un estercolero lleno de alimañas. Tendría que hacer para pagar la deuda lo que no había tenido que hacer nunca por pobreza en Santo Domingo. El sueño de El Dorado se convertía en chatarra oxidada.

Decidió no llorar más. La vida de Estrella Celeste como prostituta era dura, durísima, pero al menos compartía con otras mujeres que sentían como ella, el mismo pesar y la misma ilusión; no estaba del todo sola. Quería traer a sus hijos cuanto antes con ella, los echaba demasiado de menos y los días se hacían cada vez más largos y amargos sin su presencia cerca. No pensaba en ellos mientras se humillaba de rodillas ante una bragueta abierta en el parque del Retiro; no pensaba en ellos cuando simulaba disfrutar para acelerar con repugnancia el final del amante de turno. No quería mezclar la imagen de lo que más amaba con aquella porquería inmunda en que se había convertido su vida. Sólo quería pagar la deuda de una vez.

Sólo tenía un par de días libres al mes, casi siempre lunes, y los pasaba en el locutorio del barrio intentando hablar con ellos. Prometía a sus hijos y a su madre que pronto podría enviar dinero, que aún estaba pagando la deuda pero que ya faltaba poco para terminarla.

Y un día algo bueno llegó a la vida de Celeste: un cliente habitual del local donde trabajaba; un hombre de unos cincuenta años, soltero por decisión propia y muy educado, la invitó a pasar su día libre dando un paseo con él en su finca de Ocaña. Estrella o Celeste (nunca usaba su nombre compuesto, se hacía llamar con uno u otro según estuviera su estado de ánimo), había tenido relaciones previo pago con el hombre pero casi siempre éste le pagaba la tarifa por quedarse a solas con ella y hablar un poco. Estaba solo y necesitaba hablar; después cuando se marchaba, deslizaba un billete de varios ceros en el bolso de la mujer y se iba canturreando. Celeste sabía mucho de aquel hombre y le caía bien, no le daba asco cuando estaba con él como el resto de los clientes así que le dijo que sí.

Aquel día fue el único que recordaba feliz desde que llegó a Madrid; el hombre la trató con cortesía y no le sugirió o pidió nada a cambio. La invitó a comer en un restaurante de carretera y después la llevó a ver un capea. A la vuelta a la ciudad el hombre le habló de saldar su deuda con los prestamistas y la posibilidad de que trabajara para él en su casa de Madrid. Estrella sabía que aquella buena acción tendría un precio, era seguro que nadie daba nada a cambio de nada. Pues sí lo tenía: el hombre le dijo que la quería y le pedía calentarle la cama algunas noches y trabajar como ama de llaves, no estaba nada mal, a cambio el sueldo no era demasiado aunque le había prometido que cuando la cuenta estuviera a cero (se la perdonó pocos meses después) ganaría lo suficiente como para traerse a sus hijos.

Estrella lloró de alegría y agradecimiento y le dijo que sí. El hombre se citó con los prestamistas y abonó la deuda integra más los intereses de cancelación. De su sueldo era descontada una parte, casi un treinta por ciento, que se obligaba a ingresar en el banco para los pasajes, pero le quedaba algo de dinero para mandar a sus hijos y eso ya era mucho. Había conseguido recuperar su dignidad y su autoestima. Ella quería y respetaba a aquel hombre y él la quería a ella, a su manera pero la quería y la respetaba. Estrella veía cerca el día de abrazar lo que más quería en el mundo.

Hace seis meses que Estrella Celeste consiguió el dinero para traer a sus hijos pero está esperando a que terminen el curso en su país, no quiere que interrumpan las clases. Hoy está feliz porque su hombre le ha pedido que se queden todos a vivir con él cuando los chicos lleguen; no ha hablado de casarse pero Estrella está muy ilusionada y fantasea con la idea de llegar a ser su mujer, incluso él le ha hablado de la posibilidad de tener un hijo de los dos. Ella le ha contado muchas veces que podría haberse llamado Coquí por culpa de su abuela portorriqueña y una ranita dorada que se llama así por su forma de croar, y que una leyenda tahína cuenta que la diminuta rana nació de las lágrimas de una princesa enamorada.

Lo que Estrella no le ha dicho aún es que la pequeña Coquí (porque será una niña y se llamará así) ya está en camino; tiene ya dos faltas y hoy se lo van a confirmar en el hospital con una ecografía. Ella le pedirá al médico que se la revelen en papel para regalársela a su hombre a la hora del almuerzo.

Estrella Celeste se levanta de la cama con una energía renovada, es aún muy temprano, apenas las seis y media de la mañana pero a las nueve tiene que estar en el hospital para la ecografía. Va deprisa a la cocina y prepara café cargadito para cuando su amor se levante.

Se acerca a la cama y le acaricia el pelo mientras duerme; besa a su hombre levemente en los labios para no despertarlo y cierra silenciosamente la puerta.

Hoy se ha rociado de perfume, se ha puesto ese traje carísimo de invierno que él le regaló en navidad y estará bonita y esplendorosa cuando regrese a medio día. Corre a la estación llena de alegría y esperanza; en unos meses sus dos hijos mayores y la pequeña Coquí, su hombre y ella serán, por fin, una verdadera familia.

Hace mucho frío hoy en Madrid, es aún invierno y está lloviznando. Estrella recuerda el primer día cuando llegó a España, han pasado cuatro años y parece el mismo día. Son las siete y cuarenta y tres según el reloj de la estación y día once de marzo. Al subir al tren alcanza a escuchar una tremenda explosión, después... el silencio absoluto.

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