Siempre son bien recibidas por los lectores de este Blog las narraciones de Encarnación Castro (La tejedora de sueños). Ya hemos disfrutado cuatro: El gran engaño, La música del alma, Intuición y El Árbol de Nube Blanca, de 9 y 23 de febrero, 26 de marzo y 12 de abril, respectivamente. Nos remite ahora este nuevo, titulado Bibia, la hija del herrero. Espero que os haga vibrar del mismo modo que los anteriores.
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Había una vez una aldea, perdida entre grandes montañas de hielo. Esta no seria conocida, a no ser porque en ella se forjaban las mejores espadas.
Hacia allí se dirigía, Arnaldo hijo del rey del país vecino
La fama del herrero había llegado hasta sus oídos.
Arnaldo joven intrépido donde los hubiere, pidió permiso a su padre para emprender el camino y volver con una de aquellas codiciadas espadas.
Cogiò el mejor caballo de sus caballerizas, Eolo; negro como la noche, fuerte y veloz, como el dios del viento.
Se despidió, del rey a las puertas del castillo, dándole éste su bendición y su propia espada.
Cabalgó cuatro lunas, al fin divisó las montañas de hielo, buscó en sus alforjas, el mapa que lo guiaría a través de ellas.
Al límite de sus fuerzas vio las primeras casas de la aldea.
El silencio se posaba como un velo espeso sobre las calles de aquel fantasmal pueblo.
A lo lejos, pudo oír el martillear sobre el yunque, se dejó guiar por el sonido, hasta que estuvo frente a las puertas de la herrería.
Después de presentarse y encargar la espada, por la que había iniciado tan largo camino, se sentó a descansar al calor de la fragua.
Mientras bebían unas jarras de vino, Arnaldo preguntó al herrero, ¿por qué las gentes habían abandonado el lugar?
Aker que así se llamaba, este hombre que era capaz de hacer una espada, que podía cortar de un tajo una lanza de hierro, sin recibir mella alguna.
Bajando los ojos y dejando de martillear, le contó con detalle, cómo una extraña plaga asoló el pueblo, apoderándose de todo ser viviente
No quedó nadie, salvo él y su querida hija Bibia, con la que regresaba después de muchas lunas.
Traían consigo los metales con los que hacían sus famosas espadas.
Maldijo aquel dia en que se dejó convencer por su testaruda hija, ella era su única familia después de que su mujer pereciera en un infortunado accidente, teniéndola cerca cuidaría mejor de ella.
Pero no fue así, Bibia ya no regresaría con él, se quedó para siempre perdida en las montañas de hielo.
Arnaldo, un joven de noble corazón, comprendiendo por lo que estaba pasando aquel hombre, le mostró su pesar y dándole mucho mas de lo que le pidió por tan buen trabajo realizado, salió satisfecho con su nueva espada.
Se despidió de Aker, quien le aconsejó que tuviese cuidado con el deshielo.
Al amanecer montó en su caballo Eolo, y cabalgó rumbo a casa. Una tormenta de nieve le obligó a buscar refugio, y encontró una caverna en una hendidura de la montaña.
Desmontó del caballo y lo puso a cubierto, y con un frío que amenazaba con dejarlo como un témpano, intentó descansar.
Cuando los primeros rayos del sol entraron en la cueva, Arnaldo despertó de su somnolencia, y fue entonces cuando la vio.
Hermosa como un cielo lleno de estrellas; La piel blanca casi traslúcida sus cabellos rojos como el fuego, brillaba como toda ella, quiso tocarla, para ver si era de verdad, o una visión, causada por el inmenso frío
¿HABRÌA PASADO AL OTRO LADO DE
¿ESTARÌA VIENDO A UNA DE AQUELLAS CRIATURAS QUE SE LLEVABAN A LOS GUERREROS AL WAHALA?
¿SERÌA
Posó su mano sobre las mejillas y deslizó los dedos por sus labios, una capa de hielo lo separaba de la joven mas maravillosa que había visto nunca, del pecho colgaba una placa de metal con un nombre Bibia.
¡Bibia! la hija del herrero yacía bajo el hielo, su alma la abandonaría en aquella gruta.
El frío conservó su hermoso cuerpo sin dañarlo respetando su belleza.
Parecía dormida, tan serena, como si en algún momento pudiese despertar.
Pero su alma ya no habitaría en aquel cuerpo, lloró ante la pérdida, ahora sabía cuanto sufría el herrero aker, ahogaba su dolor trabajando día y noche, su amada hija, su bella hija Bibia debió ser un alma generosa, y llena de buenos sentimientos.
Pues según viejas creencias, la belleza sale del interior y esta se refleja en el exterior.
La besó con deleite, como si pudiera sentir sus labios a través del frío hielo.
Quedó prendado y perdidamente enamorado de aquella joven.
Hundió la afilada espada, con la promesa de regresar cuando comenzaran los deshielos, la rescataría de su fría tumba y la llevaría junto a su padre, para que pudiese llevarle flores y llorar sobre su sepultura.
Se fue el invierno, la nieve comenzaba a derretirse por las laderas de las montañas.
Arnaldo montó de nuevo en su caballo y dirigió sus pasos hacia las nevadas cumbres, después de varias lunas llegó, buscó su espada, la había dejado como señal, para encontrar mas tarde la gruta, y entró corriendo llamando a su amada Bibia.
Se arrodilló para besarla, para verla de cerca, su recuerdo había estado todo el tiempo con él, no pudo olvidarla se le aparecía en sueños, y despierto pensaba en ella a todas horas.
¡Amor mío, si pudiese devolverte la vida!
¡A cambio de la mía te la diera!
La capa de hielo era ya tan fina que era casi imposible percibirla.
El joven Arnaldo lloraba aquel amor imposible, sus lágrimas se filtraban a través del frió suelo, rozando la delicada piel de Bibia.
Su lamento llegó a oídos de la dama blanca de las nieves, quien apiadándose del joven enamorado, insufló la vida en la hermosa hija del herrero.
Su alma aun no la había abandonado, quedó prisionera, en aquel bellísimo cuerpo, cuando el gélido hielo la cubrió.
Sin duda aquella niña poseía un gran corazón, un corazón que comenzó a latir llevando la sangre a las mejillas, la energía de la vida recorría, ahora sus venas.
Arnaldo, no sabía si reír o llorar esta vez de alegría, al contemplar unos ojos verdes, como esmeraldas, que se abrían a la luz. Clavó su mirada en su mirada, quedando para siempre atrapado en aquellas pupilas.
De un golpe seco rompió el fino hielo que se quebró dejando libre a su amada Bibia.
La estrechó contra su pecho, Para darle calor la envolvió en una gruesa piel, que llevaba consigo y cogiendola con sumo cuidado la subió a la grupa de su caballo Eolo, bajó la montaña llevándolo de las riendas y caminó al lado del animal, para que no se asustase con los trozos de nieve que caían de la cima.
Marcharon en dirección a la aldea, donde vivía Aker, el herrero, para primero darle la alegría de saber viva a su hija, y después de pedirle su mano, la convertiría en su esposa, si ella le aceptaba.
Como le había dicho la dama blanca de las nieves
¡Solo el amor puede obrar milagros!
Y si de algo estaba seguro, era que el alma de la joven Bibia había esperado por amor, y él la había amado tanto , que no se permitió ni por un instante la idea de perderla.
Para el amor no existen las distancias, el tiempo ni el espacio.
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Muy lindo. Gracias, Encarnación.
ResponderEliminarLaura
Precioso. Muchas gracias. Concha
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