PARA TODOS LOS QUE DESEEN SEGUIR POR ESTE BLOG EL
TALLER DE ESPIRITUALIDAD PARA BUSCADORES
(Se publican en el Blog las entradas correspondientes a los distintos Módulos que configuran el Taller conforme éste se va desarrollando para l@s que lo siguen de manera presencial, comenzando el sábado 6 febrero y concluyendo el domingo 16 de mayo de 2010)
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Taller de Espiritualidad para Buscadores:
+ Módulo 1: Ver entradas del sábado 6 y domingo 7 de febrero.
+ Módulo 2: Ver entradas del sábado 13 y domingo 14 de febrero.
+ Módulo 3: Búsqueda individual individual, encuentro en
Sábado 20 de febrero:
16. Experimentar la realidad
17. Pérdida de la inocencia: el ego
18. El triunfador
19. El dador
Domingo 21 de febrero:
20. El buscador
21. El vidente
22. El espíritu
23. Alquimia y ascensión
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El buscador
El que da, empieza dando sólo a la familia y los amigos; luego, a instituciones benéficas o a un colectivo o asociación concreta: después a la comunidad local o a la sociedad en su conjunto. Así, la esfera o el sistema en el que se ejerce la acción de dar se va ampliando. Finalmente, la perfección derivada de las experiencias provoca que la inclinación a dar no quede satisfecha hasta que todos los seres humanos resulten beneficiados. Y esto, el impulso a darnos a todos los demás habitantes del mundo, lleva nuestra individualidad al límite y la transporta a planos hasta entonces inimaginables.
Llegados a este punto, estaremos ante una experiencia francamente apasionante. Por un lado, el aprendizaje de nuestra individualidad habrá dejado atrás al triunfador, al encontrar una fuente de placer más completa: la acción de dar. Igualmente, habremos ejercitado tal acción con nuestros seres queridos y con nuestro entorno más cercano hasta que nos inundó una sensación interior de insuficiencia: requerimos más y deseamos dar a todos los seres humanos e, incluso, al planeta en su globalidad. Y, por fin, cuando creíamos logrado nuestro objetivo, nos topamos con una nueva sorpresa: el dador que quería abrazar al mundo se da cuenta de que el mundo ya no es para él fuente de realización.
Cosas y emociones que antes nos producían placer comienzan a parecernos insulsas: no es una renuncia o sacrificio, sino pérdida de entusiasmo por cosas que antes nos encandilaban. En particular, ya no produce satisfacción la necesidad que tenía el ego de aprobación e importancia propia. Se empieza a sentir la necesidad de contemplar otra realidad más allá de la material; aún no la vemos, pero intuimos que está ahí, esperándonos, al otro lado del velo. Aparece la sed de ver el rostro de Dios, de vivir bajo la luz, de explorar el silencio de la consciencia pura.
De esta forma, el dador se transfigura en buscador. Ya éramos buscadores, pero sin saberlo. La diferencia es que ahora somos conscientes de serlo. Las viejas y conocidas preocupaciones del ego se apartan y se amplía el sentido del yo. Ansiamos experiencias espirituales y presentimos una fuente de amor y realización que ni siquiera el amor más intenso de otra persona nos puede facilitar. Desde que vimos la luz del mundo hemos deseado más y más. Y nos convertimos en buscadores conscientes cuando nuestros deseos se han incrementado hasta el punto de que nada nos satisface salvo encontrar a Dios. Gracias a la encarnación en distintas vidas físicas como seres humanos, a las experiencias en ellas acumuladas, nos acercamos más al objetivo real de nuestro aprendizaje en la escuela Tierra.
Hay que tener en cuenta que el anhelo de encontrarnos con Dios no es “más elevado” que querer dinero, fama o amor pasional. Estos deseos eran la faz de Dios cuando representaban para nosotros lo más importante: cualquier cosa que creamos que nos reporta paz y realización definitivas son nuestra versión de Dios. Sin embargo, al avanzar de una fase a la siguiente, nuestra imagen de Dios se convierte en más certera, más próxima a su naturaleza real. Pero ninguna fase es “superior” a la otra. Es el ego el que tiene alto y bajo, bueno y malo.
El objetivo de nuestra encarnación humana es la toma de consciencia sobre nuestro verdadero ser, con la libertad y realización que ello conlleva. Esto no se logra hasta que no se conoce a Dios tan completamente como él se conoce a sí mismo. Los mortales estamos siempre anhelando milagros, pero el mayor de los milagros somos nosotros mismos porque Dios nos ha otorgado esta capacidad singular de identificarnos con su naturaleza y adquirir consciencia al respecto. Una rosa perfecta no se da cuenta de que es una rosa; un ser humano que se ha realizado sabe lo que significa ser divino.
Y el impulso del buscador puede presentarse bajo muchas formas. No obstante, todos los buscadores comparten la sensación de que el mundo material no parece el lugar donde puedan realizar sus deseos. Habremos empezado a entender que Dios está en todas partes, pero esto no nos servirá de nada si no podemos ver dónde está. El buscador explora e indaga con el fin de ver; lo que le motiva es la sed de realidad superior. Esto no significa que desaparezca la etapa anterior de dar. Pero ahora se da sin motivaciones egoístas; el impulso a dar es la compasión. No importa el nombre: Dios, Todo, Ser Uno, Identidad Universal,... . Todas las denominaciones apuntan hacia una necesidad nueva, profundamente sentida, de escapar de los límites que imponen el tiempo y el espacio, del marco tridimensional. Tal requerimiento es coherente con nuestra auténtica esencia, que es ilimitada y creada para vivir una vida plena y multidimensional. Frente a ello, el mundo que nos rodea parece estar limitado por el tiempo y el espacio. Pero es sólo una apariencia y el buscador empieza a percatarse de ello.
Todos nacemos para buscar, primero, y encontrar, después: “buscad y hallaréis”, indica con razón el Evangelio de San Lucas (11,9). El motivo por el que parece que los buscadores son escasos obedece al hecho de que buscar es una experiencia íntima y dirigida completamente hacia dentro. Por los signos externos no es fácil saber quién busca y quién no. Algunas señales interiores del buscador son las siguientes: la acción de dar pasa a estar motivada por el amor abnegado, sin querer nada a cambio, ni siquiera gratitud; las pautas adictivas con respecto al mundo exterior comienzan a desaparecer; la intuición y la inspiración se convierten en una guía de confianza de la acción y complementa a la estricta racionalidad; la oración y la meditación pasan a ser partes de la vida cotidiana; se experimenta un goce creciente de la soledad y el silencio; se incrementa la dependencia respecto de uno mismo, en lugar de estar pendiente de la aprobación social; y aumenta la confianza en la providencia. Y aunque todas estas manifestaciones espirituales le apartan de la vorágine del entorno material, el buscador, paradójicamente, disfruta de una relación más profunda con la naturaleza, más bienestar en el cuerpo físico y mayor facilidad en aceptar a los demás. Esto se debe a que el espíritu no es el opuesto de la materia, sino que él lo es todo. Su aparición en la vida hará que todas las cosas sean mejores, incluso las que parecen ser antónimos.
Con todo ello, por primera vez, ponemos en duda la pretensión del ego de ser omnisciente y todopoderoso. Valga el ejemplo de un carruaje: imaginemos que el carruaje es nuestro ser total; que los caballos son el ego; y que la voz de dentro del carruaje es el espíritu, nuestro ser interior. Cuando éste aparece en escena, el ego, al principio, no lo escucha, porque está seguro de que su poder es absoluto, y continúa llevando al carruaje hacia donde sus apegos materiales le indican. Pero el espíritu no utiliza la clase de poder al que el ego está acostumbrado. El ego está habituado a rechazar, a juzgar, a separar y a tomar lo que piensa le pertenece. En cambio, el espíritu es simplemente la voz tranquila del Ser afirmando lo que es. Con el nacimiento del buscador, ésta es la voz que se empieza a oír; va ganando fuerza y comienza a coger las riendas del carruaje. Pero debemos estar preparados para una reacción violenta del ego, que no renunciará a su poder sin luchar.
Hay que insistir en que el poder del espíritu no es de la clase que el ego conoce y utiliza. El espíritu es el poder en sí: un poder de alcance infinito; un poder organizador que hace que cada uno de los átomos del Universo se mantenga en perfecto equilibrio. Comparado con él, el que usa el ego es absurdamente limitado y trivial. Sin embargo, no nos daremos cuenta hasta después de haber renunciado a la necesidad del ego de controlar, predecir y defender. Su poder se reduce a esta tríada. Si el ego pudiera renunciar a todo de una vez, no habría necesidad de pasos posteriores; el nacimiento del buscador sería suficiente. Mas no ocurre así. La voz del espíritu le anuncia al buscador una realidad más allá; acceder a ella es otra cosa.
El vidente
Obviamente, buscar, por sí sólo, sin más, no conduce a la realización. Y en el caso de que se buscara sin encontrar, la experiencia sería insulsa y frustrante nuestro proceso de aprendizaje. Pero no hay que preocuparse, pues, como también señala el Evangelio de San Lucas, “quien busca, halla” (11,10). En el plan divino todos los interrogantes llevan consigo la correspondiente respuesta, de modo que cuando llega ese momento sublime en el que nos preguntamos íntimamente dónde está Dios, se encuentra la contestación. Es más, siendo la motivación del buscador poder ver, esto se produce pronto a través del nacimiento del vidente.
La llegada del vidente significa el fin del ego y de toda identificación externa. Retomando la reflexión planteada en páginas anteriores acerca de que nuestra vida es una película en la que nosotros mismos somos guionista, director, cámara y protagonista, imaginemos ahora que somos también el espectador que, sentado en la butaca de un cine, la está viendo proyectada sobre la pantalla blanca. Mientras estamos dominados por el ego, nos concentramos en las imágenes que se mueven sobre la pantalla y las consideramos reales. En el momento en el que el buscador hace su aparición, empezamos a percatarnos de la irrealidad de tales imágenes. Y será con el nacimiento del vidente cuando nos giremos sobre la butaca, volvamos la cara hacia el foco de luz del proyector y veamos la imagen propia tal cual es: una proyección insustancial a la que hace real la desesperada necesidad del ego de conceder importancia a una mente y a un cuerpo limitados por el tiempo y el espacio. El vidente percibe y contempla lo que hay detrás de esta motivación del ego y, simplemente, deja de aceptarla.
Una cosa es pensar que somos espíritus con un cuerpo -espíritus teniendo una experiencia humana- y otra que somos humanos viviendo una experiencia espiritual. Existe un abismo entre ambas visiones. Si me veo como un cuerpo con espíritu, me rijo por el ego, concibo mi cuerpo como mi verdadera identidad y me sujeto a las leyes de la individualidad, de la separación y del desamor. En cambio, si siento que soy un espíritu que posee un maravilloso vehículo planetario (cuerpo) al que tiene que cuidar y mimar, puedo verme como un ser inmenso que todo lo abarca; que es uno con Dios y, por tanto, con la fuente de energía absoluta en la que se cargan las pilas permanentemente. Y dejo de sentir dolor, depresión, pobreza, enfermedad, porque todo esto no existe en el mundo del Espíritu.
Los videntes se dan cuenta de que constituye una falacia el vernos a nosotros mismos como una envoltura de carne y hueso (cuerpo) que aloja una realidad subyacente (espíritu) de naturaleza divina -un fantasma dentro de una máquina-. Y hacen suya la primera de las dos perspectivas anteriores: somos espíritu con un cuerpo o, lo que es lo mismo, espíritu teniendo una experiencia humana. Pero comprendiendo, a la par, que todo es divino, tanto el ocupante (ser interior) como el vehículo planetario (cuerpo físico con todos sus componentes) en el que se aloja durante las distintas vidas físicas que conforman su encarnación en
El mundo empezará a desaparecer como cosa sólida y a retroceder hacia el interior de la abrumadora luz del Ser. Dará la sensación de un nuevo nacimiento. El vidente se diferencia del buscador en que ya no tiene que escoger con cuidado. El buscador continúa envuelto en una ilusión cuando va por ahí preguntándose dónde está Dios y dónde no está. El vidente, en cambio, ve a Dios en la vida misma. Así de sencillo. Esto hace que la larga guerra interior haya terminado por fin y el guerrero encuentra descanso. En vez de lucha, experimentamos la realización natural, espontánea y sin esfuerzo de todos nuestros anhelos.
En este punto, cuando el ojo se posa en algo, este algo se acepta tal como es, sin juzgarlo. Comprendemos que no tenemos carencia alguna que llenar, ningún problema o deseo; actuamos, por supuesto, movidos por la compasión y el amor al prójimo, pero sin apegos. Y ante nosotros aparece, por fin, la gran verdad luminosa de nuestra existencia como seres humanos: el hecho de estar en esta vida y en nuestro cuerpo es el más alto objetivo espiritual que podemos alcanzar. Conscientes de nuestro Ser, enamorados con
No hay señales externas que identifiquen a los videntes que hay en este mundo. Mas por dentro se sienten abiertos y felices; permiten que los demás sean quienes son, lo cual es la forma más profunda de amor; no ponen ningún obstáculo en el camino de las demás personas y de los acontecimientos; y han renunciado a todo sentido pequeño de “yo”, que ya no domina ni sus mentes ni sus vidas, dirigidas de manera cada vez más consciente por el verdadero Yo.
Y el vidente, profundizando en su luminosa experiencia, comprobará que lo que parece ser gozo y realización total aún puede ampliarse más. Porque llegar a la presencia de Dios no es el fin de la búsqueda, sino el principio. Empezamos en la inocencia y del mismo modo terminamos, más esta vez la inocencia es diferente, porque hemos adquirido consciencia, conocimiento completo y absoluto, mientras que un bebé sólo tiene sentimiento.
El espíritu
Cuando logramos vernos a nosotros mismos como espíritu, cesa nuestra identificación con este cuerpo y con esta mente. Al mismo tiempo, se diluyen y extinguen los conceptos de nacimiento y muerte. Seremos una célula en el cuerpo del Universo; y este cuerpo cósmico será tan íntimo para nosotros como ahora lo es nuestro propio cuerpo físico. Se comprende entonces que el nacimiento es meramente la idea de que “tengo este cuerpo”; y la muerte no es más que la de “ya no tengo este cuerpo”. Al no estar ya sometidos a la ilusión del nacimiento, cualquier cuerpo que asumamos lo veremos como una pauta de energía; y cualquier mente, como una pauta de información. Estas pautas cambian siempre: vienen y se van. Pero nosotros mismos estaremos más allá del cambio.
El espíritu nace del silencio puro. Cuando se cita al espíritu, se apunta hacia un mundo invisible. De él salen volando hacia nosotros flechas de luz que encienden nuestra alma, pero nosotros no podemos responder lanzando flechas de pensamiento. Una rosa sería misteriosa si sólo pudiéramos pensar en ella, sin experimentarla nunca. El espíritu es una experiencia directa, pero transciende este mundo. Es silencio puro y rebosante de potencial infinito. Cuando adquirimos conocimiento de cualquier otra cosa, adquirimos conocimiento de algo; cuando adquirimos conocimiento del espíritu, nos convertimos en el conocimiento mismo. Todos los interrogantes cesan porque nos encontramos en el centro mismo de la realidad, donde todo, sencillamente, es.
El dialogo interior de la mente debe concluir y no volver a empezar jamás, porque lo que dio origen al diálogo interno, la fragmentación del yo, ya no está presente. Nuestro cuerpo será yo unificado y, al igual que el bebé que fue nuestro principio, no sentiremos ninguna duda, vergüenza ni culpa. La necesidad de dualidad del ego dio por resultado un mundo de bien y mal, correcto y equivocado, luz y sombra. Ahora veremos que estos antónimos se funden. Tal es la perspectiva de Dios, porque en todas las direcciones hacia las que mira sólo se ve a Sí Mismo.
El espíritu es un grado de consciencia que podemos denominar “estado de lo milagroso”. Y nos impulsa sucesivamente hacia tres etapas o estadios de conciencia:
+Estadio de “conciencia cósmica”, en la que “experimentamos milagros”: Todo acontecimiento material tendrá una causa espiritual; todo suceso local tendrá lugar también en el escenario del Universo. Nuestro menor deseo hará que las fuerzas cósmicas causen su realización. Por maravilloso que parezca, no es un estado tan avanzado, pues mucho antes de que alcancemos este estadio de conciencia estaremos acostumbrados a que nuestros deseos se realicen espontáneamente.
+Estadio de “conciencia divina”, en la que “obramos milagros”: Es el estado de la creatividad pura, en el cual nos fundimos con el poder de Dios, por medio del cual Dios crea mundos y todo lo que acontece en ellos. Este poder no procede de nada que Dios haga; sencillamente, es su luz de la consciencia. Como un resplandor vivo, veremos la consciencia divina brillando a través de todo lo que nuestros ojos contemplen. El mundo pasa a estar iluminado desde dentro y no cabe ninguna duda de que la materia es simplemente espíritu hecho manifiesto. En la divina consciencia nos veremos a nosotros mismos como creador, en vez de lo que ha sido creado -como el que da la vida, en lugar del que la recibe-.
+Estadio de “conciencia de
Alquimia y Ascensión
El objetivo de espíritu puede parecernos demasiado elevado o lejano. Y excesivamente prolongado el tránsito por los distintos estados de consciencia enunciados –ego, triunfador, dador, buscador y vidente, hasta desembocar en el espíritu-. Pero lo cierto es que en cada uno de ellos ya estuvo presente el espíritu; y en la búsqueda, ya estuvo el encuentro desde el principio. Jesucristo lo expresó de una manera hermosa: “allí donde esté nuestro tesoro estará nuestro corazón” (San Mateo, 6,21). Todo es cuestión de consciencia. En la inocencia estaba la totalidad de Dios, como en triunfar, dar o buscar. Lo único que cambia es dónde ponemos nuestro tesoro o centro de atención: el grado de consciencia acerca de nuestro verdadero Ser.
¿Dónde está nuestro tesoro en la vida?. Debemos examinar nuestros anhelos para saberlo. San Agustín afirmó: “Tu anhelo continuo es tu voz continua. Si dejas de amar callará tu voz, callará tu deseo”. Practicar la alquimia es pasar de un grado de consciencia a otro más elevado; ser capaz de transmutar los viles metales (apegos materiales, deseos vanos, preocupaciones, sufrimientos,…) en oro puro, en consciencia. Practicar la alquimia nos conduce a
Como refleja una obra fácilmente accesible en internet titulada Un manual para
Cuando ascendemos, empezamos a hablar un nuevo lenguaje: el lenguaje interdimensional, que es como una emisora invisible que está enviando constantemente mensajes del Yo Superior, de nuestro ser verdadero, a través de los sueños, la intuición, la inspiración, las sincronicidades, los pequeños milagros que ocurren a diario cuando hemos penetrado en la sincrorrealidad. Ascender es como dejarse llevar de la mano por el espíritu, por una energía maestra. Sin embargo, esta energía causa ansiedad y desasosiego cuando no es comprendida, cuando uno la rechaza, consciente o inconscientemente.
Para lograr la ascensión, lo primero es expresar nuestra intencionalidad de pasar al siguiente nivel, de ir un punto más allá de donde nos encontramos ahora. Es como decir: “Estoy preparado, quiero moverme en una vibración más ligera y elevada”. Si expresamos esta intención, los siguientes pasos se nos presentarán solos. Es cuestión de voluntad, consciencia y madurez en
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