El humanismo “nos” (?) brinda lecciones. De mil maneras, a menudo incompatibles entre sí. Bien fundadas (Apel) y no fundadas (Rorty), contrafácticas (Habernas, Rauwls) y pragmáticas (Searle), psicológicas o ético-políticas (los neohumanistas franceses). Pero siempre como si el hombre, al menos fuera un valor seguro, que no necesita interrogarse. Que tiene incluso autoridad para suspender, prohibir la interrogación, la sospecha, el pensamiento que todo lo roe.
Qué es valor, qué es seguro, qué es hombre: estas preguntas se consideran peligrosas, y se las clausura muy pronto. Se dice que allanan el camino al “todo está permitido”, al “todo es posible”, al “nada vale”. Miren lo que les ocurre – se añade – a quienes sobrepasan este límite: Nietzsche tomado como rehén por la mitología fascista, Heidegger nazi, y no sigo….
Aún lo que puede haber de inquietante en Kant a este respecto, lo que no es antropológico sino propiamente trascendental y que, en la tensión crítica, llega a romper la unidad más o menos presupuesta de un sujeto (humano), como ocurre en el caso, que me parece ejemplar, del análisis de lo sublime o de los escritos históricos políticos, aún eso se purga. Con el pretexto del retorno a Kant, no se hace sino amparar el prejuicio humanista bajo su autoridad.
Un mismo movimiento de restauración acomete también la escritura y la textura de textos, las artes visuales, la arquitectura. En nombre de una recepción pública bien normada, Jauss recusa el texto adorniano: la escritura de
No es que el humanismo sea simplemente una operación de marketing. No todos lo que “nos” (?) reprenden son industriales de la cultura. También se dicen filósofos. Pero tampoco debe examinarse que es la filosofía, so pena de caer en cualquier cosa. No sueño: lo apuntado en las “vanguardias” (feo nombre ya lo sé) es algo que éstas declararon en varias ocasiones.
En 1913, Apollinaire escribía ingenuamente: “Ante todo los artistas son hombres que quiere llegar a ser inhumanos”. Y en 1969 Adorno, otra vez, con más prudencia: “El arte se mantiene fiel a los hombres únicamente por su inhumanidad con respecto a ellos”
La sospecha que delatan (en las dos acepciones de esta palabra) es simple, aunque doble: ¿Y si, por una parte, los humanos, en el sentido del humanismo, estuvieran obligados a llegar a ser inhumanos? ¿Y si, por la otra, lo “propio” del hombre fuera estar habitado por lo inhumano?
Lo cual haría que lo inhumano fuera de dos clases. Es indispensable mantenerlas disociadas. La inhumanidad del sistema en curso de consolidación, con el nombre de desarrollo (entre otros), no debe confundirse con la otra, infinitamente secreta, cuyo rehén es el alma. Creer, como fue mi caso, que aquélla puede relevar a ésta, darle expresión, es engañarse. El sistema, antes bien, tiene como consecuencia hacer olvidar lo que se le escapa. Pero la angustia, el estado de un espíritu asediado por un huésped familiar y desconocido que lo agita, lo hace delirar pero también pensar, se agrava si se pretende excluirlo, si no se le da salida. El malestar aumenta con esta civilización, la confusión con la información.
El desarrollo impone ganar tiempo. Ir rápidamente es olvidar rápidamente, no retener luego más que la información útil, como en la “lectura veloz”. Pero la escritura y la lectura son lentas y avanzan a reculones en dirección a la cosa desconocida “en su interior”. Se pierde tiempo al buscar el tiempo perdido. La anamnesis es la antípoda – ni siquiera, no hay eje común -, el otro de la aceleración y la abreviación.
Ilustrémoslo con una palabra sobre un “ejemplo” que, en efecto, es ejemplar y accesible a los humanistas, la educación. Si los seres humanos nacieran humanos, como los gatos nacen gatos (con pocas horas de diferencia), no sería, ni siquiera digo deseable, lo cual es otra cuestión, sino únicamente posible educarlos. Que deba educarse a los niños es una circunstancia que no proviene más que del hecho de que no están del todo dirigidos por la naturaleza, ni programados. Las instituciones que constituyen la cultura reemplazan esta falta de nacimiento.
¿Qué se llamará humano en el hombre, la miseria inicial de su infancia o su capacidad de adquirir una “segunda” naturaleza que, gracias al lenguaje, lo hace apto para compartir la vida común, queda para la conciencia y la razón adultas?
Todo el mundo está de acuerdo con que la segunda se basa en la primera y la supone. La cuestión consiste sólo en saber si esta dialéctica, cualquiera sea el título con que se la adorne, no deja ningún resto.
Si fuera así, sería inexplicable, para el adulto mismo, no sólo que tenga que luchar sin cesar para asegurar su conformidad a las instituciones e incluso para adecuarlas con vistas a una mejor vida en conjunto, sino que el poder de criticarlas, el dolor de soportarlas y la tentación de huir de ellas persistan en algunas de sus actividades. No me refiero únicamente a los síntomas y desviaciones singulares, sino a lo que, al menos en nuestra civilización, pasa también por institucional: la literatura, las artes, la filosofía. También aquí se trata de huellas de una determinación, de una infancia que persiste hasta la edad adulta.
De estas observaciones triviales resulta que se puede invocar el título de humanidad por motivos exactamente inversos. Privado de habla, incapaz de mantenerse erguido, vacilante sobre los objetos de su interés, inepto para el cálculo de sus beneficios, insensible a la razón común, el niño es eminentemente lo humano porque su desamparo anuncia y promete los posibles. Su retraso inicial con respecto a la humanidad, que hace de él el rehén de la comunidad adulta, es también lo que manifiesta a esta última la falta de humanidad de que padece y lo que la llama a ser más humana.
Pero dotado de los medios de saber y hacer saber, actuar y hacer actuar, y tras haber interiorizado los intereses y valores de la civilización, el adulto puede, a su vez, aspirar a la plena humanidad, a la realización efectiva del espíritu como conciencia, conocimiento y voluntad. Que siempre le quede por liberarse del oscuro salvajismo de su infancia con el cumplimiento de su promesa es precisamente la condición del hombre.
Así, pues, entre las dos versiones del humanismo no habría en verdad más que una diferencia de acento. Una dialéctica o una hermenéutica bien ordenadas se apresuran a armonizarlas. En suma, a nuestros contemporáneos les basta con recordar que lo propio del hombre es su ausencia de lo propio, su nada, o su trascendencia, para hacer alarde de “completos”.
Hay que recordar, en primer lugar, que si el título de humano puede y debe intercambiarse entre la indeterminación natal y la razón instituida o que se instituye, ocurre lo mismo con el inhumano. Toda educación es inhumana porque no funciona sin coacción y terror; me refiero a la menos controlada, la menos pedagógica, la que Freud denomina castración y que le hace decir, a propósito de la “manera adecuada” de criar a los niños, que de todos modos estará mal (con lo que está cerca de la melancolía kantiana). Y a la inversa, todo lo que en lo instituido puede, llegado el caso, traspasar de desamparo e indeterminación, es tan amenazante que el espíritu razonable no puede dejar de temer en ello, con justa razón, un poder inhumano de desenfreno.
Pero el acento así puesto sobre el conflicto de las inhumanidades se legitima, hoy más que ayer, por el hecho de una transformación que creo profunda de la naturaleza del sistema.
Hay que tratar de comprender esa transformación, sin patetismo pero también sin negligencia. Debe tenerse por inconsistente un pensamiento que no se hace caso de ella y “arma” descripciones, aunque sean contrafácticas, es decir ideales o utópicas, y sobre todo éstas, como si hoy no se opusiera alguna otra cosa más que hace dos siglos a su verdad o su realización. El término posmoderno sirvió, más mal que bien a juzgar por sus resultados, para designar algo de esta transformación.
Si se extiende por poco que sea el argumento, como se hace aquí, se llega a la conclusión de que el sistema por el cual la indeterminación natal está coaccionada, “forzada”, aunque sea con las apariencias de la permisividad, no procede de la razón de lo humano, digamos de las Luces. Resulta de un proceso de desarrollo, donde no está en juego el hombre sino la diferenciación. Esta obedece a un principio simple: entre dos elementos, cualesquiera sean, cuya relación está dada en primer lugar, siempre es posible introducir un tercer término que asegure un mejor ajuste. Mejor significa más confiable, pero también de mayor capacidad. Así mediatizada, la relación inicial aparece como un caso particular en una serie de ajustes posibles. La mediación no implica únicamente la alienación de los elementos en cuanto a su relación, sino que permite modularla. Y cuanto más “rico” es el término mediato, es decir, él mismo mediatizado, más numerosas son las modificaciones posibles, más flexible el ajuste, más fluctuante el índice de intercambios entre los elementos, más permisivo su modo de relación.
Y como en definitiva el desarrollo es lo mismo que quita al análisis y la práctica la esperanza de una alternativa decisiva al sistema, como la política que “nosotros” heredamos de los pensamientos y las acciones revolucionarias está en lo sucesivo sin uso (ya nos regocijemos por ello o lo deploremos), la cuestión que se plantea aquí es simplemente ésta: ¿qué otra cosa queda como “política” más que la resistencia a esta inhumanidad? ¿Y qué otra cosa queda, para resistir, más que la deuda que toda alma contrajo con la indeterminación miserable y admirable de la que nació y no deja de nacer, es decir, con el otro inhumano?
Esta deuda para con la infancia no se salda. Pero basta con no olvidarla para resistir y , tal vez, para no ser injusto. La tarea de la escritura, el pensamiento, la literatura, las artes es aventurarse a dar testimonio de ello.
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Autor: Jean-Francois Lyotard
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