Entre el 7 de enero y el 22 de febrero de 2010 se publicaron en el Blog 33 Poemas místicos de Hussein Ben Mansour (858-922), conocido como Al Hallaj (Hal·lâj) más un artículo, a modo de epílogo, relativo a la vigencia de la obra de esta gran figura de la espiritualidad sufí.
Para complementar estas entradas, unos amig@s del Blog nos envían una espléndida entrevista que Inara Asensio, coordinadora del Institut d'Estudis Sufís de Barcelona, le ha realizado a Halil Bárcena, traductor del Dîwân de Hal·lâj (Fragmenta, 2010).
Fuente: http://instituto-sufi.blogspot.com/
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La huella de Hal·lâj ha sido inmensa en el devenir posterior del sufismo y, más allá de este, en los diversos ámbitos y culturas islámicos. ¿Cuales han sido los rasgos de su vida y su pensamiento que más han pesado a la hora de decidirte por el estudio y la traducción de su obra poética?
He decidido trabajar sobre la obra de Hal·lâj por varias razones. En primer lugar, porque constituye una de las fuentes fundamentales del pensamiento, la mística y también la poesía de Mawlânâ Rumí, que es un referente para mí. De manera que para entender bien a Rumí hay que enfrentarse con Hal·lâj. Además, a mi modo de ver, Hal·lâj es el sufí más importante del periodo clásico y formativo del sufismo. En segundo lugar, Hal·lâj posee una personalidad tan atractiva e imantadora que es difícil sustraerse a él. Nadie que esté próximo al sufismo puede sentirse indiferente ante un personaje como Hal·lâj y su pasión por la verdad.
Haces hincapié en la diversidad de ámbitos por los que Hal·lâj mostró su interés y su implicación; desde los problemas políticos y sociales de su tiempo a disciplinas como la ética, la filosofía o la alquimia y el esoterismo. ¿Es su vida un ejemplo de cómo la pasión por la verdad lejos de aislar y apartar al hombre de sus semejantes, por el contrario ensancha y refina su sensibilidad hacia la toda existencia, sin exclusiones?
La experiencia de plenitud humana -¡y más que humana!- de Hal·lâj, porque en definitiva eso es su experiencia mística, una experiencia de plenitud, le hacen sentir como propio el sufrimiento de sus contemporáneos. Hay algo muy sugerente en Hal·lâj y es su pasión denodada por compartir y comunicar. Se diferencia en esto de un cierto sufismo, que él conocerá muy bien por otra parte, que podríamos calificar de secretista y, en cierto modo, elitista también. Lejos de dicho sufismo, Hal·lâj perseguirá divulgar, que no vulgarizar, los secretos de la senda sufí, esto es, hacer partícipe a sus contemporáneos de la experiencia de plenitud de la vida que él había realizado.
Tenemos conocimiento de los numerosos viajes que Hal·lâj llevó a cabo a lo largo de su vida. Realizó tres veces la peregrinación a
Hal·lâj encarna a la perfección la figura del sabio sufí, que es un sabio que busca el conocimiento, como dice el aforismo muhammadiano, aunque sea en China. Eso implica la aceptación de la vida como viaje; pero no solo eso. También la exploración de la verdad constituye un viaje. En definitiva, se trata de la asunción de la condición viajera del ser humano. En cierto modo, conocer es también una suerte de viaje en pos del conocimiento, lo cual significa abrirse a otras posibilidades y experiencias humanas: otras formas de entender el mundo, otras formas de vivir. En otras palabras, Hal·lâj no tiene suficiente con lo que posee a su alrededor; para él la experiencia de plenitud de la vida implica hacerse capaz de todas las posibilidades del vivir humano.
Estaríamos hablando, entonces, de dos formas distintas de viajar: exterior una, interior la otra. ¿Podrías ampliarlas un poco más?
Exacto, en Hal·lâj percibimos dos clases de viajes. Primero, el viaje horizontal, que es el que exige desplazamiento geográfico y del que se deriva conocer nuevos países y culturas diferentes a la propia. En el caso de Hal·lâj, dichos viajes jugaron un papel importante en la configuración de su pensamiento, en especial respecto a su visión del hecho religioso. En segundo lugar, hallamos lo que podríamos denominar el viaje vertical, es decir, el viaje interior por antonomasia, el que se adentra en las profundidades del ser humano. Sea como fuere, lo importante es darse cuenta que para Hal·lâj el viaje es una actitud ante la vida. Él considera que el ser humano es unhomo viator, alguien que vive para viajar, o lo que es lo mismo, que vive para conocer. Y dicha actitud viajera se refleja en la aceptación del dinamismo propio de la vida: que todo es cambiante, que las formas pueden variar y modificarse. El homo viator no da nada por sabido y, al tiempo, está dispuesto a cambiar cuanto sea en cualquier momento.
Hal·lâj apuntó la metáfora de la mariposa que no se queda alrededor de la vela al abrigo de la luz y el calor, sino que se consume y extingue en la propia llama al lanzarse contra ella. ¿No apunta esa metáfora a la misma experiencia de su vida?, ¿a eso te refieres cuando describes a Hal·lâj como perteneciente a esa “casta de escritores que escriben lo que viven y viven lo que escriben”?
En efecto, Hal·lâj no es un teórico de la espiritualidad, sino alguien que la realiza. La verdad en él no es un mero asunto especulativo. Su experiencia espiritual es un saber y un sabor, una gnosis y una praxis; y es una praxis porque nos encontramos ante una verdad realizada, encarnada. Su conocimiento de la verdad es real. Dicho en palabras de Mawlânâ Rûmî, Hal·lâj es alguien que se muestra como es y es como se muestra, sin doblez alguna. Por eso su palabra conmueve, porque brota de un silencio interior verdadero y no del mero parloteo mental.
“Yo soy la verdad/Anâ al-haqq” es, sin duda, la más célebre shatah[locución teopática] de Hal·lâj. Su pronunciamiento fue objeto de la más tajante reprobación por parte de un cierto sufismo de orden y de la condena a la máxima pena por parte del poder político. Diferente suerte corrió Bayazid Bistâmî, el gran polo del sufismo iranio del Jorasán, cuyo nombre aparece citado en la poesía sufí casi con tanta frecuencia como el de Hal·lâj y, quién, aproximadamente cien años antes, habría pronunciado la célebre shatah “Gloria a mí/Subhânî”. ¿Qué aspectos destacarías de la experiencia de cada uno de ellos?
En la mística, esto es, en la experiencia de plenitud de la vida, no hay gradaciones, ni posibilidad alguna de cuantificar lo que es, por definición, lo más sutil de lo sutil. Por lo tanto, no cabe hacer ninguna comparación. Cada espiritual sufí, a su manera, mediante un lenguaje que le es propio, está diciendo (¡cosa no siempre fácil!) una experiencia concreta de plenitud. Ambas shatahât, la de Hal·lâj y la de Bistâmî, apuntan en la misma dirección: ¡que uno no es más que lo que realmente es!; un ser vaciado a través del cual transita el soplo divino. Respecto a la suerte diferente que ambos espirituales sufíes corrieron, algunos estudiosos, y también algunos sufíes contemporáneos como el Dr. Javad Nurbakhsh, lo explican en función del lugar geográfico en el que cada uno de ellos vivió. Hal·lâj lo hizo en el centro del imperio, en su misma capital, Bagdad, que a su vez era el centro de una cierta ortodoxia islámica. La proximidad del poder político y religioso justificaría el carácter sobrio y comedido del sufismo bagdadí, representado por Junayd. Bistâmî, en cambio, vivió en los márgenes del imperio, en el Jorasán persa, cuna del sufismo ebrio y amoroso, alejado de la ortodoxia islámica.
En el año 922, se ejecutó la condena a muerte de Hal·lâj, y hasta el año 1258 se extendió la prohibición oficial de vender y copiar sus obras. ¿En qué sentido el pensamiento de Hal·lâj resultaba amenazador para el poder y el orden establecido?
La libertad en todos los ámbitos que representa un místico sufí de la altura de Hal·lâj constituye, efectivamente, una amenaza para todo orden establecido que pretenda modelar y controlar las conciencias y el hacer de las gentes. En definitiva, la palabra del místico sufí es una llamada a la libertad y a la liberación del ser humano. Todo hombre puede (en potencia) expresar el mismo “Anâ al-haqq/Yo soy la verdad” de Hal·lâj. Dicha locución teopática no comporta sino la ausencia de todo tipo de intermediación entre el hombre y la divinidad. Un místico sufí como Hal·lâj siempre es incómodo. Y es que quien no se debe sino a la verdad resulta una amenaza para quien desearía que el espiritual fuese alguien dócil y sumiso.
Se ha repetido en más de una ocasión que Hal·lâj es un sufí crístico. ¿Cómo crees que debe ser entendida dicha afirmación?
Efectivamente, algunos estudiosos del sufismo se han referido a Hal·lâj como un sufí crístico. Hallaj se refirió en algunos versos a lo que él llamaba la “religión de la cruz”, que no es más que una expresión metafórica para referirse al camino sin fin de la verdad. La “religión de la cruz” va más allá del cristianismo histórico. Es, de hecho, la vía de la culminación del compromiso del espiritual con la verdad, único lazo que lo ata, único destino al que se debe. Para Hal·lâj, la “religión de la cruz” también significa que el sabio debe asumir su propio destino hasta el final, aunque sea la muerte, como sucedió en su caso, al igual que Jesús. En ese sentido, él es consciente que en su muerte está la liberación de muchas conciencias y asume dicho destino fatal sin titubear. Todo es la “religión de la cruz”. Muy probablemente, Hal·lâj, que encarna a la perfección la figura del mártir del amor místico, se sintió atraído por un personaje como Jesús, ya que también el maestro judío de Nazaret asumió su propia muerte como un acto de entrega amorosa que redime a la humanidad. En el lenguaje de Louis Massignon, que dedicó su vida al estudio de Hal·lâj, se trata de la muerte apotropaica, que es liberadora para los hombres. Quien ve es quien asume la responsabilidad, hasta la muerte, de todos aquellos que permanecen en la más absoluta ceguera.
Sin embargo, ha sido mucho menos resaltado el hecho de que Hal·lâj fuera recitando en su camino hacia el patíbulo, unos versos de Abû Nuwâs, paladín de los poetas árabes, cuyas composiciones no dejaban de proclamar su pasión por el vino y el amor homosexual. ¿Crees que siguen pesando todavía algunos prejuicios a la hora de analizar y comprender la riqueza y originalidad del pensamiento de Hal·lâj?
Abû Nuwâs y Hal·lâj tienen muchas cosas en común. En primer lugar, ambos son persas que se expresan en lengua árabe. Segundo, ambos poseen un acentuado orgullo de sentirse persas sometidos a la dominación árabe, un pueblo al que consideran más tosco e inculto. Y en tercer lugar, los dos poseen un neto espíritu rebelde, aunque expresado en ámbitos diferentes. Así, la rebeldía de Abû Nuwâs se dirigió contra las restricciones morales, mientras que la de Hal·lâj se orientó contra el achicamiento de lo espiritual que ejercían, entonces, los religiosos musulmanes, así como también ciertos sufíes timoratos y acomodaticios. Hay que resaltar también que una cierta lectura cristianizante, llevada a cabo por algunos orientalistas cristianos del siglo pasado, nos ha legado un perfil muy desdibujado de Hal·lâj; un perfil menos punzante y atrevido de lo que en realidad hoy sabemos que fue Hal·lâj. El Hal·lâj de dichos orientalistas es muy pacato y gazmoño, algo que, alguien como él, todo ardor e inconformismo, jamás fue.
Sobre la anécdota del patíbulo, que explico en la introducción del libro, no sabemos a ciencia cierta si se trató de un poema de Abû Nuwâs o de unos versos de Abû Nuwâs insertados en un poema más extenso de Hal·lâj. Sea como fuere, el hecho a subrayar es que alguien como Hal·lâj aprecie la poesía de un autor tan transgresor como Abû Nuwâs, que declara abiertamente su amor por el vino y su homosexualidad, vale por sí solo para desmentir la imagen pacata de Hal·lâj vertida por algunos.
“El amor perfecto es el amor que se proclama”, leemos en el poema nº100. Efectivamente, la obra y el ejemplo de Hal·lâj no han dejado jamás de hablar e inspirar a las generaciones posteriores, hasta nuestros días, momento en que personalidades como el pensador indo-pakistaní Muhammad Iqbal o el poeta sirio-libanés Adonis han tenido a Hal·lâj como centro de sus reflexiones. Esa capacidad de recordar a sus semejantes, sin fronteras de espacio o limitación de tiempo, eso que Louis Massignon denominó el deseo esencial, ¿es uno de los rasgos fundamentales de lo que en el sufismo se conoce como “al- insân al-kâmil” u “hombre universal”?
El hombre universal o íntegro no es sino aquél que ha realizado una experiencia de plenitud de la vida. Ese es alguien que, en efecto, no tiene época ni lugar. Hay un dicho que los derviches bektashíes turcos repiten muy a menudo, que dice así: “El santo cuando lo es de verdad, lo es para todos”. Al mismo tiempo, yo añadiría que, además, el santo lo es para todos y lo es para siempre. Su ejemplo no tiene barreras, no está limitado a barrios espirituales determinados. Y no lo está, justamente, porque ha realizado ese deseo esencial al que aludías en tu pregunta. El espiritual habla un lenguaje propio y particular, un lenguaje que, como toda expresión humana, es contingente y precario, pero lo que dice dicho lenguaje es para siempre.
Las distintas traducciones existentes en lenguas europeas, como las realizadas por Louis Massignon, en primer lugar, o la de Stéphane Ruspoli, ¿han resultado ser un peso o más bien un acicate en la elaboración de tu propia traducción?
No, ni han supuesto una carga ni tampoco me he sentido condicionado por ellas. Por supuesto, un estudioso debe conocer todo (¡o casi todo!) lo que se ha escrito sobre el personaje que investiga y debe considerarlo, pero jamás ha de suponer un condicionamiento. Respecto a la obra de Massignon, he de decir que, efectivamente, es pionera, extraordinaria y monumental, pero, tal como han apuntado numerosos islamólogos, en cierto modo ha construido un Hal·lâj muy singular. En otras palabras, después de Massignon nos hallamos con dos Hal·lâjs: el Hal·lâj tal cual es y el Hal·lâj de Louis Massignon. Siento, lo admito, respeto y admiración por Massignon, pero no sintonía con él. Por lo tanto, no me he sentido condicionado por su trabajo. Por lo que hace al resto de traducciones, las he tenido en cuenta, pero no, lo que más me ha preocupado ha sido otra cuestión, ser fiel a dos cosas: al pensamiento de Hal·lâj y a la naturaleza de la lengua catalana. Y al respecto he seguido de cerca las opiniones de Fritjof Schuon. Él dice que el traductor debe ser fiel al pensamiento del autor que traduce, pensamiento que está expresado en una lengua, el árabe en este caso, con sus propias particularidades; y, al mismo tiempo, afirma Schuon, debe ser fiel al nuevo molde donde se va a verter ese pensamiento, el catalán en esta ocasión. En ese sentido, mi preocupación fundamental ha sido decir a Hal·lâj como se dicen las cosas en catalán. No quisiera dejar de reconocer aquí el notable trabajo de pulimiento y corrección llevado a cabo por Josep Torras.
En una época y en una sociedad como la nuestra, en la que escribir una carta de puño y letra es una llamativa excepción, presentar una edición que contiene caligrafiados en árabe todos y cada uno de los poemas de Hal·lâj, la convierten, sin duda, en una edición única. ¿Es esta una manera de acercarnos a ese otro rasgo de Hal·lâj, consumado calígrafo y refinado artista?
Absolutamente; pero quisiera hacer una puntualización al respecto. En un principio, cuando di comienzo a la traducción del Dîwân de Hal·lâj, hace ya unos años, jamás había imaginado que iba a caligrafiarlo. ¡Ni se me había pasado por la imaginación! La propuesta de caligrafiarlo nació mucho más recientemente de los propios editores, quienes fueron los que en verdad me sugirieron esa posibilidad. En un principio no accedí fácilmente por la dificultad de la empresa, pero he de reconocer el buen tino y el mejor ojo de mis editores, Ignasi Moreta e Inês Castel-Branco, por quienes siento un gran aprecio y admiración, que saben sacar lo mejor de los autores con los que trabajan con ellos. Soy un enamorado de la caligrafía islámica, a la que me he dedicado. Pues bien, ellos supieron activar el resorte preciso que hizo que me decidiera lanzarme a caligrafiar el texto hal·lâjiano. No ocultaré que todo ello me ha ocupado muchas horas diurnas…. ¡y nocturnas! Además, tuvimos que resolver no pocas dificultades técnicas, ya que fue necesario adaptar las caligrafías a unas plantillas concretas que pudieran ser fácilmente trasladables al formato concreto de los libros de Fragmenta. El trabajo realizado aquí por Inês Castel-Branco ha sido encomiable. Indudablemente, todo podría haberse mejorado mucho más, pero estoy muy satisfecho del resultado final. Una de las cosas que he aprendido con este libro es que editar es dejar de corregir, algo que Ignasi Moreta no se cansaba de repetir en las últimas fases de la producción. Pero, sí, el hecho de caligrafiar manualmente el texto, circunstancia que también explico en la introducción del libro, ha querido ser, efectivamente, un homenaje al propio Hal·lâj. Sabemos su pasión superlativa por la caligrafía y cómo mimaba sus textos manuscritos con una letra de una gran belleza. Y es que Hal·lâj fue un gran artista.
¿Podría afirmarse que Hal·laj junto con Rûmî han sido dos de las grandes cimas de la espiritualidad sufí, cuyo rastro se extiende no solo a lo largo y ancho de las diferentes culturas del islam, sino que alcanza una dimensión universal? ¿Qué paralelismos podrían encontrarse entre el legado de ambos?
Afortunadamente, el tasawwuf, la mística islámica, no se reduce a un puñado de hombres. La floración mística en el ámbito islámico es abundantísima, de tal manera que el número de autores conocidos en nuestras lenguas europeas es, a pesar de todos los esfuerzos hechos, aún muy reducido. El sufismo no es solo Hal·lâj, Rûmî o Ibn ‘Arabî. El sufismo, insisto, es una lista pasmosa de grandísimos espirituales, muchos de ellos excelentes poetas y hombres de arte. Dicho esto, efectivamente Hal·lâj y Rûmî constituyen dos nombres mayores del sufismo. Personalmente, constituyen dos referentes en mi tarea investigadora y en mi camino interior. Los paralelismos entre ambos son muchos. Yo diría que ambos son dos hombres libres, dos grandes artistas, en el sentido amplio del término; ambos son dos grandes poetas y dos ejemplos irremplazables de universalismo místico. En definitiva, son dos ejemplos de que la semilla mística del islam, contenida en la experiencia muhamadiana del texto coránico, contiene un poso de sabiduría que sería un suicidio perder o no tomar en consideración.
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