Isabel Muñoz, que entre otros galardones ostenta el Premio de Fotografía de
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No es fácil explicar todo lo que se ve en las imágenes de la exposición El amor y el éxtasis, de Isabel Muñoz. Una parte sí. La de esos hombres vestidos de blanco y mujeres de rojo, los danzantes derviches, que meditan y pierden el sentido temporal empujados por la fuerza de la música (audición, samaa, escucha espiritual); que flotan engarzados en giros infinitos, en delicadas inclinaciones de cabeza, mano derecha elevada hacia el cielo en busca de la gracia de Alá; mano izquierda hacia la tierra para extenderla… “Camina hacia el pozo. Gira como giran
El de los derviches es un espectáculo producto de la fe (para ellos, “el movimiento físico abre una puerta desde lo mecánico hacia lo divino”), ya conocido, hecho incluso carne de turismo. Y objeto de definiciones apasionadas. “El viaje místico del derviche era, según los sufíes, del Oriente del ser al Occidente del no ser, y del Occidente delno ser al Oriente de Dios. El derviche se abandona con ingravidez. Sus manos languidecen como pétalos mustios, sus ojos se tornan ciegos, la flotante cabeza se inclina en la sutileza del aire”, escribe Fawzi Shafik, en su tesis sobre el escritor Juan Goytisolo, quien, a su vez gran admirador, afirmó de ellos: “Giran como peonzas, sus túnicas forman anillos saturnales, el blanco torbellino de los pliegues deviene levitación”. Folclor de altura. Nada nuevo. Eso es lo visible, lo que está claro y cuadra. Lo invisible, lo que se oculta al otro lado de la puerta, es otra cosa.
Y esto era lo que le interesaba a la fotógrafa: “En Siria supe de sus trances, de sus ceremonias de perfeccionamiento… Allí, en la hermosa ciudadela de Damasco, los retraté danzando en estado puro, pero más tarde, en otros países, busqué ese otro espectáculo privado, en el que sucede como con el flamenco en España: una cosa es lo que se representa ante el público, y otra lo que sucede cuando éste ya ha desaparecido”. Fieles que viven su religión como mártires, como faquires insensibles; que repiten un runrún pegadizo, que caen presa del llanto por la imperfección del hombre… Interior, exterior. Dios, el demonio y la carne.
Allí estaba el barroco redivivo. La experiencia mística, el grado máximo de unión del alma humana con lo sagrado, ese ejercicio universal de búsqueda de trascendencia común a todas las culturas. “Del ayuno al cilicio y a la mortificación, son numerosos los santos de la religión católica que han ilustrado una práctica austera, decidida y voluntaria. El propósito, claramente formulado, es el de aproximarse a la pureza divina siguiendo un recorrido riguroso…”, escribe Christian Caujolle, comisario de la exposición junto a la arquitecta Blanca Lleó. En esta muestra, al lado del más puro danzar derviche expone Isabel Muñoz (sólo en parte) la otra cara de la moneda o la realidad: cuerpos en éxtasis atrapados en una red de música y palabras, en un movimiento grupal continuo, en la repetición de jaculatorias, salmos, invocaciones de los nombres de Dios… Hombres poseídos (y poco importa que sea por autocontrol, por simulación, por el poder de la música, de la respiración, las drogas o la fe…; que su estado se llame éxtasis, trance teresiano o chamánico…) que ni sienten ni padecen, que desconectan del mundo, que se empeñan en “prácticas psicofísicas”, se autolesionan y danzan, se clavan puñales en ojos y cabeza y callan y danzan… “Algunos ni siquiera sangran, y la mayoría no parece sentir dolor alguno, pudiendo, por ejemplo, beber un té ardiendo después de haberse cortado la lengua con cuchillas de afeitar”, sigue Caujolle.
A la fotógrafa le ha costado años colocar su objetivo ante los cuerpos de estos creyentes. Cinco viajes realizó por Siria, Turquía, Irán, Irak, por el Kurdistán, para captar prácticas en distintas tariqas o cofradías en las que se organizan los sufíes desde el siglo IX, la primera vez que una mujer retrata así sus ritos desde dentro, en ese territorio de purificación personal en el que lo que se ve no es fácil de explicar para lo no iniciados, como no lo son las semanas santas, los nazarenos, los penitentes… Desde su condición de creyente, Muñoz realizó su propio viaje, entró, vio y lo sintió: “Lo viví como una forma de llegar a Dios, a la luz; como una celebración de gente normal: uno allí, en Irán, era panadero; el otro, barrendero; el otro tenía una tienda de electrónica”. Ante su cámara quedó desplegado el catálogo de la estética e imaginería del Siglo de Oro: santos sangrantes, reminiscencias de cilicios, las sombras de un mundo cuatro siglos atrás, hoy. “Estas fotos son como pinturas, no hay posados, es el instante; en los claroscuros surgen figuras impresionantes, como en esas obras de Rembrandt en las que tanto sucede en segundo plano; se ven luces de Zurbarán, hay hasta difuminados al estilo Bacon, seres astrales que son energía más que nada”.
Cada ‘tariqa’ tiene un maestro que marca la línea a seguir (hay tantas como cofradías), que enseña tolerancia y entrega; cada una es un camino para buscar el sentido del Corán y la verdad interior, y los fieles lo ejercitan a través de distintas vías: “Pierden la conciencia, separan el cerebro del dolor, lo liberan del cuerpo. Son ascetas y el maestro controla siempre, porque en ese estado es fácil perderse, te puedes pasar y ellos son los que definen los límites”, cuenta.
Rituales de antaño y de hoy. De su permanencia y sentido se hace eco el conocido sociólogo de la posmodernidad Michel Maffesoli: “El éxtasis suscitado por estos músicos, el trance del cuerpo, la utilización de determinadas sustancias ilícitas: todo contribuye a la constitución de un cuerpo colectivo, de un alma común… todo el mundo se sale y, por ello, participa de un conjunto más vasto, el de la especie, la tribu, la comunidad”. Y esta descripción no habla de derviches, sino de lo que él llama “frenesís multitudinarios”, las rave de la música tecno. “La lección de los fenómenos tecno estriba en recordar que somos fragmentos de la naturaleza y que nuestras zonas oscuras se parecen extrañamente a las suyas”. El mal es una constante antropológica, dice Maffesoli. “Hay que saber integrarlo y apaciguarlo”. “El ensalmo rítmico (tanto del canto gregoriano en los monasterios occidentales, como el de las danzas sufíes o el candomblé de los cultos afrobrasileños...) es uno de esos medios”… En pocas palabras, concluye, nada se sostiene apartado de “la negrura”. “Y fue una ilusión creer que el espíritu esclarecido por la razón podía desembarazarse de ella”. Giran los derviches: una mano hacia el cielo en busca de respuesta; otra hacia la tierra.
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