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ISABEL
El teléfono de la casa sonaba sin descanso desde hacía más de dos horas. Quien quiera que fuese no se daba por vencido e insistía en romper el silencio reinante en la solitaria sala. Riiinnnggg Riiiinnngg... Una y otra vez, estallando la oscuridad y la quietud en mil pedazos. Cuando Emilio escuchaba el familiar sonido del timbre le saltaba el corazón en el pecho y se paraba expectante aguzando el oído con un frío terror subiendo por sus tripas reventando su corazón y estallando finalmente en la base de su nuca. Se cortaba su respiración esperando que saltara el contestador automático y escuchar la amada voz informando de su ausencia, pidiendo suavemente, amablemente que dejaran el mensaje que pronto responderían a la llamada. Y lloraba, lloraba con sollozos amargos, largos, desesperados...
Ante los dulces tonos de aquella voz grabada, su mente quedaba colgada del recuerdo y como un autómata lanzaba sus manos a la búsqueda de la botella de Bourbon medio vacía que rodaba sobre la alfombra del dormitorio donde se acumulaban vasos de café y ceniceros llenos de colillas.
Llevaba dos semanas sin salir de aquel cuarto. Regresó del entierro de Isabel y se encerró allí. Se regodeaba en su dolor como un cerdo en su propia mierda; quería vencer la angustia que lo mataba con sus propias armas: angustia contra angustia, dolor contra dolor. Pero los sentimientos eran fuertes y su corazón no daba para mucho más, la ausencia palpable de la mujer dejaba una estela de gritos de amargura y desazón difícilmente silenciables.
La última vez que sonó el teléfono alguien esperó a que saltara la invitación a dejar el mensaje. Reconoció la voz de Miguel que insistía angustiado en su demanda:
Emilio coge el teléfono. ¡Sé que estás en casa, por favor coge el teléfono!. Tienes que responder Emilio. Pasaré a verte dentro de media hora, si no abres la puerta llamaré a la policía ¿me oyes?.Sabes que lo haré.
Sonó el chasquido del teléfono al colgar y el toque acústico corto que indicaba un nuevo mensaje. Se volvió boca arriba en la cama y se quedó contemplando el techo. Le costaba trabajo fijar la vista sin que todo el cuarto le diera vueltas y subiera por su estómago la punzada de algo caliente que intentaba salir por su boca.
El olor a cable quemado inundaba toda la habitación, casi toda la casa. Podía haberse electrocutado cuando arrojó el vaso lleno de licor contra la pantalla del ordenador. Había saltado el diferencial y la casa estaba a oscuras de día y de noche. Ni siquiera había abierto el frigorífico desde entonces; no había comido nada en los dos últimos días sólo había tomado café y licor. En el suelo estaban dispersos todos los disquetes que había encontrado en el despacho de su mujer; miles de hojas repletas de letras, la agenda llena de anotaciones.
Hacía dos días que había decidido vengarse del ordenador por haberle ocultado tantas cosas que le podían haber ayudado a conocerla un poco mejor, a haber entendido un poco más lo que había en la mente de la mujer que compartía su vida desde hacía más de diez años, y le estrelló un vaso lleno de alcohol en plena pantalla haciendo saltar el vidrio en todas direcciones.
En ella había amado con locura lo conocido y podría haber amado lo desconocido si ella se lo hubiese pedido... ¿por qué?. Él podía haberla ayudado a superar el mal momento por el que pasaba o es que... ¿realmente se había enamorado de otro?. Por qué nunca le contó lo que hacía y... lo peor ¿por qué él nunca le había preguntado lo que hacía, lo que escribía?.. ¿A quién y por quién escribía?..
Le dolía el alma de tanto leer las hojas del suelo; tomaba una y la leía, la dejaba caer y cogía otra, así una y mil veces. Se sabía de memoria lo que ponía en ellas. Tenía que saber a quién había escrito su mujer todas las cartas de amor que había en el suelo. Tenía que descubrir quien era el usurpador, quien lo había privado de la plenitud del amor de la mujer. ¡Dios!. ¿Para quién era lo que había en el coche la noche en que murió?. Los celos lo habían vuelto loco aún más que el dolor por la pérdida. Era terrible la tortura del doble sentimiento de amor y odio que le provocaba el recuerdo.
Se levantó lentamente, estaba dispuesto a encontrar las respuestas a todas aquellas preguntas, no podía quedarse de brazos cruzados dejando pasar el tiempo, ya encontraría las fuerzas para enfrentarse a lo que viniera de esa investigación, no descansaría hasta dar con la verdad pero... ¿dónde estaba la verdad?.
Entró en la ducha y se revolvió como un animal cuando el agua tocó su piel; le hacía daño, le lastimaba el roce del agua caliente y cambió de un golpe a la fría. Saltó en la bañera y contuvo la respiración mientras el agua helada bajaba por su espalda y su pecho. Apenas se secó, necesitaba ayuda para afrontar el lacerante dolor que taladraba sus sienes, la resaca había dejado un color ocre en la piel de todo su cuerpo y un fuerte sabor a basura en su boca. Se afeitó y cepilló los dientes mecánicamente. Volvió al dormitorio y buscó en su mesilla de noche sin encontrar nada que pudiese aliviarle. Se dirigió a la de su mujer y la abrió lentamente; ella tendría algún analgésico, seguro. Sintió de nuevo la tenaza del dolor cernirse a la boca de su estómago y sus manos se humedecieron al contacto con el tirador del pequeño cajón. Tenía miedo... ¿a qué?. Sentía que estaba violando algún código de decencia al hurgar, al inmiscuirse en el mundo arcano de su mujer. Bueno, algún día tendría que afrontar la verdad y deshacerse de todas las cosas que le habían pertenecido, tendría que llamar a su cuñada para que se hiciera cargo de las posesiones físicas e intelectuales de la adúltera. ¡Maldita y amada puta!.
Cerró los ojos y con un esfuerzo sobrehumano abrió aquel cajón, levantó bisutería, pañuelos, hasta dar con los analgésicos. Al levantar la caja sus ojos tropezaron con un sobre doblado sin remite y sin dirección. No podía entender lo que sentía pero notaba, presagiaba que iba a comenzar a desenrollar la madeja. Pronto sería su décimo aniversario de boda ¿o había sido ya?, lo recordó de golpe, como una sonora bofetada en plena boca al ver la alianza de su mujer abandonada en el fondo del cajón. ¡Maldita, maldita, maldita seas Isabel!.
Con los dedos agarrotados por el temor y la vergüenza que sentía al violar los secretos de la muerta, desdobló la cuartilla y la leyó:
Queridísimo Miguel, está cerca el día en que podamos hacer realidad nuestros sueños. Estoy deseosa por terminar esto de una vez, no puedo esperar más, no sé si seré capaz de aguantar un solo momento más.
Por favor, guarda bien las cartas, si las encuentra Emilio estamos perdidos.
Un beso, Isabel.
Se heló su pecho, mejor dicho, se heló toda su vida. ¡Dios, no!. No podía ser... Isabel y Miguel eran amantes. No, tenía que haber un error, Miguel era su amigo. Habían ido juntos al colegio, al instituto y a la universidad. Su propia hermana era la esposa de Miguel, él era de su familia, casi su hermano. No, no, eso no era posible.
La semilla de la duda crecía por momentos, estrangulaba, enredaba sus sentimientos con sus raíces llenas de ponzoña.
Crecía la impaciencia, esperaba ardiendo al mal amigo, a aquel Caín maldito. Miguel llegaría de un momento a otro, lo tendría frente a frente y le iba a aclarar todo de una vez y para siempre.
Sonó el interfono y sin descolgar apretó el botón de apertura. No esperó a que llamase al timbre de la puerta, cuando el hombre salió del ascensor ya lo esperaba con la puerta abierta.
¿Cómo estas Emilio?
Bien, gracias Miguel. Entra.
Miguel lo abrazó fuertemente mientras él notaba como una serpiente venenosa convertida en asco se enredaba en su garganta y la ira le reventaba los ojos. Lo empujó contra la pared mientras cerraba la puerta con un fuerte portazo. Sin mediar palabra se volvió frente a Miguel y descargó su puño como una maza en el pecho del hombre. Éste cayó de rodillas al suelo mirando directamente a los ojos del contrario sin entender qué pasaba. No podía hablar, lo había dejado sin respiración del golpe y de sus manos cayó un pequeño paquete. El otro hombre volvió a golpearlo con saña en la cara y lo pateó en el suelo. Miguel sorprendido intentaba incorporarse sin soltar un solo quejido; el asombro y el dolor no lo dejaban hablar.
Emilio cayó sentado en el suelo frente a Miguel y rompió a llorar como un niño mientras le tendía la nota que estaba sobre el recibidor. Miguel leyó la nota mientras la sangre brotaba por las comisuras de su boca. No dijo nada, acercó su mano al pequeño paquete y lo acercó hasta el hombre que lo miraba con los ojos llenos de desesperación.
Lentamente deshizo el nudo de la caja y abrió el lateral tirando despacio de algo que parecía un libro. Leyó el título y miró con sorpresa e incredulidad al otro hombre, éste le sonrió como pudo mientras se limpiaba la sangre de la boca con un pañuelo.
Pasó una hoja, dos, tres y... allí estaba la dedicatoria:
Mi amor, no sabía qué regalarte para celebrar estos diez maravillosos años que he compartido contigo. Todo mi agradecimiento es poco para ti que has llenado mi vida de ilusión. He pedido a nuestro querido Miguel que me ayudara a realizar un libro con todas las cartas de amor que llevo escribiéndote en secreto desde hace un año, día tras día, espero que este pequeño esfuerzo que he realizado llena de ternura pueda darte una idea de toda la felicidad que me has aportado a lo largo de estos diez años.
Tu esposa que te ama, Isabel.
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