Arpas Eternas se encuentra entre los llamados “Libros Revelados”. Y es uno de los más importantes de los últimos tiempos. Fue editado 20 años antes de lo publicado sobre los Manuscritos de Qumram y el contenido de ambos es, en lo esencial, coincidente, aunque Arpas Eternas es más rico en detalles y datos. De su amplio contenido, Pepe Navajas, editor de Ituci Siglo XXI y amigo del Blog, ha seleccionado una serie de pasajes que todos los miércoles pone a nuestra disposición.
1. Profecía del Maestro Jesús referida a estos tiempos (ver entrada publicada el pasado 19 de febrero)
2. Encuentro entre Jesús y Juan el Bautista siendo niños (24 de febrero)
3. Jesús y Juan el Bautista, siendo niños, oran en un templo esenio (3 de marzo)
4. Profecía de Jesús a Vercia, la druidesa gala (10 de marzo)
5. La inquietud compartida entre Vercia, Nebai y Mágdalo (24 de marzo)
6. Muerte de Juan el Bautista y lectura de su testamento (31 de marzo)
7. El prendimiento de Jesús (1/2) (7 de abril)
8. El prendimiento de Jesús (2/2) (14 de abril)
9. Jhasua ante sus jueces (1/2) (21 de abril)
10. Jhasua ante sus jueces (2/2) (28 de abril)
11. Gólgota (1/2) (5 de mayo)
12. Gólgota (2/2) (12 de mayo)
13. Debate en el Gran Colegio (19 de mayo)
14. Esperando al Amor (26 de mayo)
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15. Jhasua a los 15 años
En una de las temporadas que Jesús pasa con sus padres, (entre estancias en los nueve Monasterios Esenios) aparece la rebeldía juvenil del Ser que estaba madurando y que ayuda al débil injustamente maltratado, acusado y juzgado.
Lo que sigue es una extraordinaria y bella historia de amor y fraternidad hacia los hombres que nos legó el Maestro siendo niño.
... Los padres de Jhasua, que ya era un hermoso adolescente de 15 años de edad, llegaron a sentir alarma de ver a su hijo mezclado en los asuntos íntimos de chicuelas de la comarca, de viejecillos andrajosos, y hasta de algunos dementes que habían huido a las cavernas de las montañas.
Hasta que un día le fueron a Joseph con la denuncia que su hijo Jhasua había ocultado a un hombre acusado de robo y de agresión al molino de uno de los pueblos vecinos.
Jhasua apareció ante el tribunal de familia con una serenidad admirable.
Por su madre tenía conocimiento de las acusaciones que iban a hacerle y acudía preparado para contestar.
El consejo era en el comedor de la casa, y así Myriam aunque rehusó tomar parte, podía escuchar cuando se dijera.
-Hijo mío- le dijo Joseph-, tus hermanos mayores aquí presentes, han oído con dolor algunas acusaciones contra ti, y yo deseo saber si es verdad cuanto se dice.
-Yo os lo diré padre – contestó el niño.
-Dicen que tú has hecho entrar en casas honradas, chicuelas insolentes que sus amos echaron a la calle por sus malas costumbres. ¿Es cierto esto?
-Sí padre; es cierto.
-Y ¿qué tienes tú que mezclarte en cosas que no te incumben?
-Casi estás en pañales-añadió Eleazar el mayor de todos los hijos de Joseph- y ya te crees capaz de mezclarte en asuntos ajenos.
-Si me dejáis hablar, os explicaré- dijo sin alteración alguna el niño.
-Habla Jhasua, que es lo que esperamos- le dijo su padre casi convencido de que su hijo tendría grandes razones que enumerar.
-Las Tablas de
-Los prójimos míos son esas chicuelas maltratadas por sus amos y echadas a la calle como perros sarnosos, después que las hicieron pasto de sus vicios y groserías.
-Eleazar, si tu pobreza te obligase a mandar tus niñas a servir en casas ricas ¿te gustaría verlas rodar por las calles, arrojadas por los amos que no pudieron sacar de ellas lo que deseaban?
-No, seguramente que no, -contestó el interrogado.
-Y ¿crees tú que éstas que llamáis chicuelas insolentes son distintas de tus hijas y de todas las niñas que por su posición no se vieron nunca en tales casos?
-Esta bien Jhasua- dijo Joseph- pero no veo la necesidad de que seas tú el que haya de poner remedio a situaciones que están fuera del alcance de un niño como tú.
-Tengo quince años cumplidos padre, y además, yo me he limitado a referir casos que llegaron a mi conocimiento al Hazzan, a los Terapeutas, o algunas personas de posición y de conciencia despierta, para que tomaran a su cuidado el remediar tantos males.
-Pero es el caso -dijo Matías- el segundo de los hijos de Joseph, que te acusan a ti de entrometerte en lo que no te incumbe.
-Sí, sí, ya lo sé –contestó el niño- porque los amos quieren saborear el placer de la venganza: las chicuelas que arrojaron, mendigando un trozo de pan duro y durmiendo en los umbrales. ¡Qué hermoso! ¿eh?. Y nosotros impasibles, con
-Dicen que últimamente has ocultado a un ladrón denunciado a la justicia porque robó un saco de harina en el molino de Naima. ¿Es cierto eso?
-Sí padre. Es un hombre que está con la mujer enferma y cinco niños pequeños que piden pan. Porque su mujer es tísica, no le quieren dar trabajo en el molino de donde fue despedido. Al marcharse tomó un saco de harina para llevar pan a sus hijos que no comían desde el día anterior. Si ese hombre no volvía a su casa, los niños llorarían de hambre, y la madre enferma sufriría horrible desesperación. Además, el saco de harina, fue pagado por la abuela Ruth. ¿Es justo perseguir a ese hombre?. Sí, sí. Yo lo tengo oculto y no diré donde, aunque me manden azotar- añadió el niño con una energía que asombró a todos.
-Basta Joseph...basta- clamó con un hondo sollozo Myriam, la pobre madre que vertía lágrimas amargas viendo a su Jhasua de sólo 15 años sometido a un consejo de familia, a causa de sus obras de misericordia que muy pocos interpretaban en el elevado sentido con que él las realizaba.
-¿Hasta cuando le vais a atormentar con un interrogatorio indigno de servidores de Dios que nos manda ser piadosos con el prójimo?.
-Bien Myriam, bien; no tomes así las cosas, que sólo queremos aleccionar al niño para que no provoque la cólera de ciertas gentes que no soportan a nadie mezclarse en sus asuntos- dijo Joseph.
Los hermanos mayores para quien era aquella mujer algo tan sagrado como su propia madre, guardaron silencio, y sin agresividad ni enojo, con un sencillo: Hasta mañana, que Joseph y Myriam contestaron, se marcharon a sus casas.
Myriam se abrazó llorando con aquel hijo a quién amaba por encima de todas las cosas de la tierra, mientras Joseph profundamente conmovido no acertaba a pronunciar palabra.
-Madre... -decíale el niño- no llores más por favor, que prometo no dar motivo para que suceda esto en casa.
-Padre, entiendo que
Y Jhasua un tanto excitado y nervioso, se sentó junto a la mesa con los codos apoyados sobre ella y hundió su frente entre sus manos.
-Hijito -le dijo su padre-. Ya se vislumbra en ti al ungido del Señor, y tus pobres padres sienten la alarma de los martirios que los malvados preparan para ti. No veas pues, más que nuestro amor en todo cuanto ha ocurrido esta tarde.
-Ya lo sé padre, y estoy buscando el modo de cumplir
-¿Lo conseguirás Jhasua? -preguntó la madre secando sus lágrimas con su blanco delantal.
-Por ahora quizá lo conseguiré, madre mía, más adelante no sé.
Así terminó aquel día este incidente, el primero de este género, que pasó como un ala fatídica por la vida de Jhasua, apenas llegado a la adolescencia. (…)
(…) Myriam su madre, parecía sentir en su corazón la repercusión del querer y del sentir de su hijo, y una tarde, cuando vio que él se disponía a marcharse le dijo acariciándole los cabellos:
-Quisiera ir esta tarde contigo a visitar a la abuela Ruth y a la buena Abigail, a la que he tomado cariño a través de ti que la quieres.
-Madre...no quisiera que recibieras otro disgusto por causa mía – le contestó con cierta alarma Jhasua.
-Disgusto, ¿por qué? Cierta estoy que nada malo haces. Me pongo el manto y voy; espérame.
Cuando volvió a salir, Jhasua vio que llevaba un bolso bastante grande más un fardo muy bien acondicionado y una cestilla primorosamente arreglada con lazos de varios colores.
-Esta cestilla es para Abi, tu amiguita y se la llevarás tú.
-Bien madre, gracias; también te llevaré ese fardo que es demasiado peso para ti. La madre se lo dio sin decir nada y salieron.
A poco andar salió de entre una mata de arbustos un chiquillo harapiento y endeble cuya sola vista encogía el corazón.
-¡Jhasua! -le dijo- vine a esperarte aquí porque en el patio de la abuela Ruth son muchos los que te esperan, y como yo no tengo fuerzas para abrirme paso, siempre me vuelvo a casa con un solo panecillo y somos cuatro hermanos.
Con los ojos llenos de lágrimas, Jhasua miró a su madre que tenía también los suyos próximos la llanto.
-Ven con nosotros hijito – del dijo Myriam al niño tomándolo de la mano- no podemos abrir los fardos a mitad de camino, pero yo cuidaré que no vuelvas a casa con sólo un panecillo. ¿Has comido hoy?
-Yo cociné el trigo que me dio Abi días pasados, y tenemos todavía para mañana – contestó el niño que sólo tendría nueve años de edad.
-¿Y porqué no cocina tu madre? –pregunto Myriam.
El chicuelo miró a Jhasua como asustado.
-Madre, ésta es la familia del hombre aquel que había tomado un saco de harina del molino. La madre está enferma y Santiaguito que es el mayor cuida de todos. El padre perseguido como ladrón, no puede volver a su casa.
Estas palabras de Jhasua hicieron explotar la ternura en el alma de Myriam que comenzó a llorar sin tratar de ocultar su llanto.
-¿Ves madre? -continuó Jhasua- . Por eso, no era mi gusto que tú vinieras conmigo a ver de cerca el dolor que yo estoy bebiendo hace tiempo. Volveos madre, que yo solo me basto para sufrir por todos.
-No, no hijo mío, ya me pasó. Yo quiero ir contigo a donde tú vayas- contestó la madre continuando la marcha, llevando siempre de la mano al pobre niño que a hurtadillas pellizcaba unos higos secos y duros que sacaba de su bolsillo.
Todavía tuvieron otros encuentros parecidos antes de llegar. Por fin esto hizo reír a Myriam que decía:
-¡Cómo brotan los chiquillos de entre los matorrales y las piedras de las encrucijadas!
Los más fuertes -decía Jhasua a los niños- llevad de la mano a los más pequeños y andad delante de nosotros para que mi madre y yo veamos que sois buenos compañeros y no os peleáis.
Y en el alma pura de Myriam, se reflejó con maravillosa diafanidad todo el gozo que su hijo sentía cuando le era posible en la tierra “amar a su prójimo como a sí mismo”.
Cuando por fin llegaron grande fue la sorpresa de Jhasua cuando se encontró con los tres Ancianos que habían llegado esa mañana desde el monte Tabor, cuyo Santuario era el más cercano a Nazareth.
-Te he cumplido mi promesa Jhasua -le dijo al abrazarle el Servidor-. Te prometí visitarte, y aquí estamos.
-Pero tardasteis tanto que todas las luces que encendisteis en mi alma se apagaron, o acaso convertidas en luciérnagas se me escaparon del corazón- contestó el niño con un dejo de amarga tristeza.
-Permitidme -dijo reaccionando de pronto- que atienda a mis amiguitos desamparados, y luego estoy con vosotros.
-Mi hijo padece mucho, lejos de vosotros -dijo Myriam a los Ancianos cuando el niño se alejó.
-Ya lo sabemos y por eso estamos aquí.
-¿Qué pensáis hacer? –preguntó ella.
-Curarle las heridas que el egoísmo humano le ha hecho antes de que llegue su hora -le contestaron los Ancianos.
-Descansad en nosotros Myriam, que el Altísimo nos enseñará a hacer con vuestro hijo lo que debemos hacer.
La pequeña Abi, llena de alegría se acercó a Myriam.
-Venid madre Myriam, que yo os guiaré a donde la abuela Ruth y Jhasua os esperan.
Myriam entregó a la niña la preciosa cestilla que le traía llena de frutas azucaradas y pastelillos de miel, y a Jhasua le mandó abrir el fardo que había traído y que contenía gran cantidad de pañuelos, calcetines, gorros y túnicas de diversas medidas y colores.
Cuando hubieron repartido equitativamente todos los regalos, Myriam entregó a la abuela Ruth en nombre de su hijo, el bolsillo que ella traía bajo su manto y que contenía la tercera parte del producto de la dote que ella había llevado al matrimonio, para aliviar las necesidades de las familias menesterosas que su hijo socorría.
Jhasua que estaba allí presente, abrazó a su madre mientras le decía a media voz:
-Yo sabía madre buena que tú comprenderías mis sentimientos.
-Los olivares y plantaciones que en Jericó tuvieron mis padres –continuó Myriam-, son actualmente administrados por uno de los hermanos de Joseph mi esposo, y él traerá aquí cada año, la tercera parte de la cosecha para el mismo fin que os di ese bolsillo. Abuela Ruth, pongo como única condición que nadie sepa si no vos, de donde viene el beneficio. ¿Me lo prometéis?
-Os lo prometo por la memoria de mis padres muertos -dijo la anciana enternecida.
Jhasua no cabía en sí mismo de gozo. Era su primera gran alegría como futuro apóstol de una doctrina de amor y de fraternidad entre los hombres, y como un chiquilín de pocos años, abrazaba y besaba una y otra vez a su madre, mientras decía con la voz temblorosa de emoción:
-Empiezo de nuevo a creer que soy mensajero del Dios Amor y que eres tú madre mía la primera de mis conquistas.
-Soy dichosa con tu dicha hijo mío –le decía ella dejándose acariciar por su hermoso adolescente, que parecía tener dentro de sí mismo toda la dicha de los cielos.
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