Para iniciar los primeros pasos en nuestra
relación con Dios, lo primero que debemos averiguar es quién es el sujeto, la
persona que decide iniciar esta aventura. Porque cuando me refiero a que el
alma es una bella durmiente que espera ser despertada con un beso por su amado
desconocido, la pregunta lógica es entonces saber quién es el ser que actúa
conscientemente en este mundo. O sea, quién soy yo, si es que “yo” es alguien o
algo. Y vive Dios que no es una pregunta sencilla de responder, porque en
realidad lo que yo creo ser es la propia historia de ese yo, desde que nací
hasta la actualidad.
Yo soy yo, pero poco
Lo que sea que quiera ser “yo”, es alguien que vive en relación con
otras entidades “yoes”, con las que de alguna forma se relaciona y de cómo sea
esa relación, bueno o mala, voy a ser aceptado o rechazado o ignorado por los
demás. Así que instintivamente, trato de relacionarme con ellos de modo que
puedan aceptarme, para poder recibir de ellos el plácet a sentirme miembro del
grupo, porque necesito cubrir necesidades básicas y sociales que yo solo no
puedo conseguir.
Sin embargo, reconozco que, en mi personalidad, o atributos de mi
comportamiento, he visto que tengo manías o actitudes que veo, desagradan a los
que inicialmente me han aceptado, así que también instintivamente veo que en mi
relación con ellos, se establece algún tipo de circuito de realimentación por
el que aquello que les gusta de mí me esfuerzo por potenciar y lo que no les
gusta, trato de reprimirlo, que no se note, salvo que esto otro, vea yo que ejerce en ellos algún tipo
de temor, por el que, aún no gustándoles, me respetan, lo que me da pie a
“venirme arriba” y mostrar ese aire de autoridad sobre ellos. Y todo esto lo he
desarrollado durante todas las etapas de mi crecimiento, desde mi niñez hasta
la edad adulta.
Así que lo que quiera que sea “yo” es, lo que quiera que sea yo,
más un conjunto de cualidades (o defectos) potenciadas o reprimidos, para
lograr ser aceptado, respetado (o temido) por los demás, de modo que bien por
“auctóritas” o reconocimiento social de mi persona por mis valores o por
“potestas”, aceptación por el poder que ejerzo sobre ellos, me pueda relacionar
con ellos, bien con “amabílitas”, con respeto mutuo o con “severitas”, con esa
influencia de “macho alfa” sobre la manada.
Así que, con el paso del tiempo, se establece en mí la aceptación
de algo que podríamos denominar una especie de máscara o conjunto de virtudes o
incluso defectos, por los que veo que la gente, empezando por mi círculo más
cercano, me acepta y me respeta. Y eso lo potencio hasta el paroxismo,
convirtiendo mis virtudes en caricaturas.
Sin embargo, construir a lo largo de los años esta máscara o esta
armadura para ser aceptado por el grupo, requiere mucho esfuerzo y sacrificio
personal, entre otras cosas, porque salvo cuando estoy sólo, todo mi tiempo me
veo obligado a aparentar lo que no soy, hasta convertir ese yo auténtico en un
lejano recuerdo de mí mismo, una bella durmiente, que añora ser despertada
con un beso por un chico que la quiera.
Al final, realmente, por pretender ser lo que no soy, me he
convertido en un producto de marketing social, que vende y rinde beneficios,
básicamente a costa de mostrar una imagen falsa, que sobreactúa y que al final,
sienta sus bases en la mentira. Y todo eso mientras algo en mi interior me dice
que soy un falso, un dechado de maldades, un engaño, una perfecta basura, que
tapo para que no huela con mi máscara.
Y yo me convierto en el juez más despiadado de mí mismo. Y con el
tiempo y con mucho curro, al final me he convertido en un artificio de mi
mente. Y me miro al espejo y lo que veo es un caballero con una armadura
oxidada, que no me la quito ni para dormir y, la visera, está tan oxidada que
no la puedo levantar para ver mi propia cara, como relata Robert Fisher en “El
caballero de la armadura oxidada”.
Pues ese caballero es lo que yo creo que soy yo, y lo que está
dentro de esa armadura es mi yo real, esa bella durmiente que espera le sea
quitada algún día la armadura o, que su amado la despierte con un beso.
Esa armadura es la que cada día se despierta y se relaciona con los
demás, piensa, interactúa y se dedica incluso a hacer el bien (para ser
permanentemente reconocido por sus buenas obras por los demás), pero siempre
con la segunda intención de sacar rédito a sus obras. Y lo peor es que todo se
basa en una gran mentira, el convencimiento de ser algo o alguien que no es más
que un producto de la imaginación, como dice Ghaitama Buda:
“Yo soy lo que mi
pensamiento ha elaborado sobre mí”
Jesús no lo expresa de forma tan directa, pero viene a decir lo
mismo cuando avisa lo difícil que es para los ricos entrar por la puerta
estrecha o, si no nos hacemos como niños o, nacemos de nuevo, no tenemos opción
en el Reino de los Cielos.
Es decir, y dicho esto “sin anestesia”, lo que cuando me miro al
espejo creo que veo, es un elaborado artificial sobre mí mismo tan pesado, tan
aparatoso, tan rígido que no me deja casi ni moverme. Y, además, desde lo más
profundo de mí, es algo que odio profundamente, porque sé que soy un dechado de
mentira, un cubo de basura. Por eso, dentro de mí sé que late el corazón de una
princesa, una bella durmiente, que añora que algo o alguien la salve y la
despierte con un beso y sentirse realmente amada y no simplemente aceptada por
el grupo bien por auctóritas (que está bien) o por potestas (que es odioso) y
además una pantomima.
La Psicología moderna sostiene esta estructura de nosotros mismos,
mediante la composición ternaria cuerpo – mente – alma. O la teosofía con la
composición física y espiritual: cuerpo
físico, cuerpo emocional, la mente concreta como plano físico, que muere al
morir la persona físicamente y el alma o mente abstracta, que es inmortal.
Así que lo que yo creo que soy (lo que todos creemos que somos), es
básicamente lo que ha dado de sí mi mente concreta y, depende del nivel de
sueño al que haya estado sometida el alma, esa mente habrá construido una
quimera absurda (lo más frecuente) o acaso una imagen razonablemente fiel de lo
que somos realmente.
En el plano religioso, el problema queda resuelto de una forma muy
simple y tonta, el alma soy yo y mi cuerpo es mi enemigo que por obra del
demonio me tienta para pecar. Ese batiburrillo de “yo” es el que me obliga a
luchar contra mi cuerpo para no pecar y etc., etc. Pero sólo, rompiendo estos
estereotipos mentales sobre nosotros mismos que, parece mentira, pero es lo que
vino a hacer Jesús aquí, entre nosotros, podemos tomar consciencia de nuestra
verdadera realidad; de una mente que trata de ser querida por los demás a base
de esa falsa imagen de chico/a bueno, valiente, amable, solidario, responsable,
pacífico, luchador, y todas las virtudes imaginables para ser aceptado, para cubrir
nuestras necesidades básicas de ser amados y sentirnos válidos, frente a
nuestra alma dormida, que simplemente “es” y desea simplemente vivir y
expresarse tal cual, sin ataduras ni escrúpulos religiosos.
Pero la armadura es demasiado pesada y no nos la podemos quitar
nosotros mismos.
Nuestra imagen en el espejo, en el fondo es una falsa o deslavazada
imagen de un yo tan contrahecho que casi es como un muñeco de guiñol que se
cree que es autónomo, que cree que toma decisiones y que es dueño de su vida,
cosa que logra creerse cuando se emporra y por efecto de la artificial
autoestima que provocan las drogas o el vino cree ser como el encantador muñeco
“Pocoyó”, o sea, un “yo” pero poco, que nos contara tantas veces Fidel Delgado
en sus seminarios.
Imaginaos que sostenéis a Pocoyó en su versión muñeco de guiñol,
con vuestra mano metida en el trapo. Movéis con vuestra mano el muñeco e
imaginad que vuestro muñeco toma consciencia y cree que es él el que se mueve y
que con vuestro pulgar y meñique sus manitas se mueven por su propia voluntad.
El no sabe, no es consciente de que está realmente siendo manejado por la mano
y el brazo que le sostiene y le da vida.
Esta historia es uno de los puntos más característicos del discurso
de Fidel Delgado, por el que le conoce casi todo el mundo, por su narrativa de
Pocoyó.
El Muro
Como adelantábamos en la tercera entrega, el drama del ser humano
es, en primer lugar, el artificial muro que el sueño del Planeta (podríamos
decir, el sueño de la Iglesia o de la Religión), ha levantado al separar cuerpo
y alma como enemigos, viendo en el cuerpo una permanente motivación al pecado,
un adversario irreconciliable del alma, encerrando al alma en una prisión
carnal de la que no va a poder salir hasta que no se muera el cuerpo. Esta es
la razón por la que para la religión el cuerpo, lo físico es una permanente
fuente de tentaciones y un motivo constante de lucha contra uno mismo.
Una gran cantidad de chavales de mi sexagenaria generación hemos
salido de la escuela con una tremenda carga de culpabilidad por el hecho de
tener un sistema neuro endocrino que a veces o periódicamente siente
embalamientos emocionales que casi no puede contener. Afortunadamente esa
perversa presión moral, o bien se ha atenuado bastante o bien, las nuevas generaciones
pasan olímpicamente de ella.
En cualquier caso, más allá de las neuras religiosas, el muro es
también un artificio social, que ha enfrentado a la mente y al espíritu como se
ha enfrentado a lo físico de lo espiritual, a la ciencia de las letras, a lo
positivo y tangible de lo sutil e intangible, como si fueran dos mundos
diferentes, el real tangible y el imaginario, fruto de la fantasía.
Así que “entre todos la mataron y ella sola se murió”, es decir,
que entre todos el sueño del Planeta, esa tendencia sutil a inyectar en las
gentes un pensamiento único, ha hecho que seamos todos nosotros seres
esquizoides, mitad buenos, mitad malos, mitad ángeles y mitad demonios, para al
final, al vernos en el espejo mirándonos a los ojos, nos preguntemos quiénes
somos realmente.
De todos los muros impuestos por este mundo dual, este, que nos
parte por la mitad, es el más doloroso para el ser humano, porque los demás,
con ser dañinos, al menos están fuera de nosotros, nos separan del entorno, del
Universo, de todo lo que existe y nos hace ser yo vs lo demás, entendiendo por
“lo demás”, los demás seres humanos, la naturaleza y el Universo en general. De
esa partición se deduce algo muy importante, lo mío y lo que no lo es, lo que
hace que en este mundo todo el mundo trate de atender a lo suyo (excepto yo que
atiendo a lo mío). Esto genera lucha por los recursos escasos y el que se hace
con una mayor parte, será acosta de que otros no alcancen. Y surge el
conflicto, un conflicto generado por un muro que algo o alguien ha puesto entre
cada uno de nosotros y todo lo que existe fuera de nosotros.
Pero con ser este muro fuente de todos los conflictos humanos, el
muro interior, el que me separa a mí de mí mismo, el que me divide en dos, este
es el más peligroso de todos, porque pone en juego nuestra propia identidad. Y
la religión nos avisa de que parte de mí es enemigo de mí mismo. El propio
Jesús nos avisa de que los enemigos de uno mismo son los de su propia casa.
Es por eso que antes de dedicarnos a derribar los muros exteriores
a nosotros, los que nos separan de todo lo demás, hemos de conseguir desmontar,
derribar, destruir el muro que me separa de mí mismo; el muro que divide mi
única naturaleza en dos, la física y la espiritual.
Según indica la Teosofía, cada generación, cada raza raíz parece
que está evolucionando desde una total naturaleza física, natural a una
naturaleza espiritual. Pero en los pasos intermedios, se produce un tránsito
donde primero predomina lo físico sobre lo espiritual, quizás las tres primeras
razas raíces. Después en la cuarta (los Atlantes) y la quinta (nuestra actual
raza) lo natural y lo espiritual tienden a un fifty/fifty, para pasar a
prevalecer claramente lo espiritual en las futuras sexta y séptima razas
raíces.
Creo que hay una gran carga de subjetividad y de creencia en estos
planteamientos, pero nos vale como “modelo mental” sobre cómo está deviniendo
nuestra evolución como seres conscientes y, el paso de la quinta a la sexta
raza, que es en lo que estamos en la actualidad, tiene que suponer un gran paso
para la Humanidad hacia el predominio de la naturaleza espiritual. Es como si
estuviéramos en el proceso de transformar lo físico en espiritual, tal y como
expresa San Juan de la Cruz:
Transformar
el entendimiento en fe.
Transformar
la memoria en esperanza.
Transformar
la voluntad el amor.
Esta triple transformación supone transformar nuestras potencias y
capacidades mentales en virtudes espirituales o, más que eso, pasar el control
de nuestra vida de las primeras potencias a las segundas.
Desde los grandes maestros de la Era Axial, la Humanidad viene
meditando cómo llevar a cabo esta transformación. Leyendo literatura sobre
estos grandes maestros, me llamó la atención “El Canto del Señor”, el Baghavad
Gita, algo así como el Evangelio del Hinduismo.
En él, (dicho esto desde mis básicos conocimientos del tema) el ser
humano parte siempre de una concepción dual de la existencia. "Yo"
frente a lo demás. Esta es la primera dualidad, la derivada del simple hecho de
adquirir una conciencia del "yo" frente a todo lo demás que existe, y
que no soy yo. Y además, se añade la temporalidad, "yo" a lo largo
del tiempo; fui, soy y seré, tres estadios que pueden ser diferentes en su
esencia y en sus atributos. Así existió un "yo" joven que ya no es,
existe un "yo" maduro ahora, y existirá previsiblemente un
"yo" anciano, que aún no es. Y en cualquier caso, lo que existió,
existe y existirá es un elaborado mental, no necesariamente cierto.
De igual forma que el hombre se imagina a sí mismo, se imagina a Dios,
a imagen y semejanza suya. Dios es en principio un elaborado de la mente, que
debe ser erradicado, vaciado de contenido, porque está basado en supuestos que
nada tienen que ver con la Divina Realidad, porque cualquier creación del
pensamiento, y Dios es una de ellas, sólo sirve para "andar por
casa", para hacer un apaño temporal y circunstancial; un concepto envasado
al vacío, en Océano pretendidamente encerrado en una botella. Es por eso que
las teologías son sólo juegos de niños.
Sólo la intuición de un infinito inabarcable es lo que permite
siquiera comenzar el camino de la Unión verdadera, de la "no
dualidad". En el Canto, Krishna personifica a Dios; es el avatar, el sabio
en el que Dios se manifiesta al mundo. No actúa por sí mismo, sino a través de
infundir a Arjuna el valor necesario para enfrentarse a su desafío.
Todo el proceso hacia la unión, hacia la "no dualidad",
comienza con la lucha, entre "yo" y los de mi casa, entre yo y
yo mismo (y todos los fantasmas y personajes que me pueblan). En este sentido,
las similitudes con las enseñanzas de Jesús de Nazareth son asombrosas:
34 «No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a
traer paz, sino espada. 35 Sí, he venido a enfrentar al hombre con
su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; 36 y
enemigos de cada cual serán los que conviven con él. (Mt 10:36)
El segundo paso supone comprender la "Unión", la no
dualidad como una realidad, aunque viole las supuestas leyes de la
naturaleza y la evidencia que perciben nuestros sentidos y nuestra mente. El
tercer paso es la sabiduría del desapego, el yoga sapiencial del
desapego, que culmina con el cuarto y definitivo paso, que es el "olvido
de mi" y de "lo mío". Así Dios resulta ser, en palabras del
Maestro Eckhart, "el fruto de la Nada".
Todo termina en la perfecta y brillante quietud del alma "el
atman", establecida en lo Absoluto. Final de la búsqueda. Dios y el alma,
una misma esencia, un mismo Ser. Krishna y Arjuna, Cristo y el ser humano, uno
solo, un brillante esplendor, la buena gracia, la Eu-caristía. Todos los
términos conducen a una misma Realidad "no dual". Es lo que tiene la
Sabiduría perenne.
Leí todo esto en una edición de Consuelo Martín, expositora del
Vedanta advaita, que incorpora los comentarios de Shankara (788-820 DC) al
Gita. Así, el libro va desgranando los versos del Gita intercalándolos con
comentarios del sabio, lo que permite una mayor comprensión del texto original.
En este sentido, Shankara introduce tres sentencias, al hilo de la narración.
La primera sentencia es: "la
vida centrada en el deseo esclaviza". El que desea lo que posee, al
extremo de sufrir por su pérdida, en realidad no posee el objeto, sino que está
poseído por él, pasando de ser dueño a esclavo.
La segunda sentencia: "el
rechazo o la ambición son subjetivos", y no pueden ser percibidos por
los demás, salvo por el comportamiento que inducen.
La tercera es que "nadie
se libera de la acción por el simple hecho de abstenerse de obrar",
por lo que la renuncia es carencia de deseos ante la acción, y no la simple
inactividad. Por esto, nadie llega a la Libertad mediante un intento de la
voluntad.
La liberación no es el resultado de un plan trazado hacia un
objetivo final pensado por uno mismo. No es un acto de la voluntad, un
"quiero liberarme" y "lo conseguí". Nadie consigue nada. Es
un don gratuito que se recibe, donde tan sólo es necesaria una actitud, la
disponibilidad a desprenderse de absolutamente todo.
Pero esto, dicho así, no parece que sea posible siquiera adquirir
esa disponibilidad a ser despojado de todo. Por ello, Shankara extrae del Canto
tres etapas fundamentales en el caminar.
La primera etapa, expuesta en el Capítulo V, la renuncia a
las obras, supone abrazar "la práctica religiosa, deseando un
resultado". Es el estadio del común de las gentes durante toda su vida, y
además el que está institucionalizado en el conjunto de religiones para el
común de los fieles, la práctica religiosa. Es una etapa muy primitiva, pero
hay que pasar por ella, con el único objetivo de superarla y dejarla atrás. La
segunda etapa es la dedicación a las obras de Dios (Capítulo XII.- el
camino del amor divino). Con esta fase comienza la dura etapa del desapego. La
tercera etapa es la llegada al momento de firmeza en la Verdad, la
disipación de la ignorancia.
Visto de otra forma, se podría hablar de tres sendas, que en
realidad son una sola. la de las obras, la de la devoción y la de la sabiduría.
En terminología cristiana, hablaríamos de la fase ascética o purgativa (obras),
la fase iluminativa (devoción) y la fase mística o unitiva (Sabiduría).
Según este triduo, el Baghavad Gita está dividido en tres
secciones, la primera aborda el hombre como individualidad; la segunda aborda a
Dios como Ser Universal y la tercera, la unión entre ambos, la "no dualidad".
A la senda de las obras (el hombre como individuo, la vía
ascética), el Gita la denomina la senda del karma-yoga (karma significa acción,
deber, actos condicionados, y yoga significa unión, la vía que conduce a la
"no dualidad", a la unión con lo Absoluto). La senda del karma-yoga
supone en esencia "la renuncia al fruto de las obras", el
desprendimiento, quemar el deseo en el fuego de la Sabiduría. Las obras son
acontecimientos que suceden en el tiempo; nacen y mueren en la temporalidad. Su
valor depende de la intención. La acción requiere dejar de ser egoísta. Es la
renuncia al beneficio propio, al fruto de la acción para uno mismo.
No cuentan las obras en sí mismas, sino el desapego al beneficio
propio, que con ellas se puedan conseguir. Porque el egoísmo conduce a la
separación, a lo mío frente a lo tuyo, a mantener la individualidad. Se trata
por tanto de encontrar la "inacción" en la acción, o como reza una
sentencia Tao, no hacer nada, para que nada quede sin hacer.
La senda de la devoción se denomina en el Canto el Bhakti-yoga
(donde bhakti significa "devoción a Dios"). Es la vía realizadora del
que valora los sentimientos. La vía del sentir es más sutil que la de la mera
acción, pero es subjetiva. Arjuna entra en el bucle siento, pienso y en consecuencia,
me comporto. Pero sólo la mente estable puede abrirse al amor, sin distorsiones
reforzadoras. La estabilidad induce serenidad; y la contemplación de la Verdad
es la causa de la estabilidad emocional.
Pongo esta referencia al Gita, como ejemplo de que todo el proceso
de trasformación espiritual del ser humano está básicamente trazado desde la
Era Axial, donde ya habían descubierto los antiguos Vedas “el Muro” que nos
viene partiendo desde nuestros orígenes en dos entidades enfrentadas. Pero todo
es mentira, porque como diría Consuelo Martín, “la verdad une pero la mentira
separa”.
Jesús de Nazareth, vino a dar plenitud a todo esto, que los grandes
hombres y mujeres ya sabían, pero no sabían ni las gentes sencillas ni los
sumos sacerdotes…
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Autor: José
Alfonso Delgado
Nota: La
publicación de las diferentes entregas de La Física
de la Espiritualidad
se
realiza en este blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.
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