Como he tratado de dejar claro en la entrega anterior, la espiritualidad NO ES una experiencia inefable, que sí lo es, porque cuando uno ama, eso no se puede expresar con palabras. Tampoco es una experiencia sobrenatural, que sí lo es, porque nos eleva por encima de las cosas de este mundo. Y por supuesto NO ES (ni de coña) una práctica regulada por las autoridades religiosas.
No hay reglas, no hay ritos, no hay jaculatorias que proclamar como
si fueran sortilegios.
Sólo hay “una relación de amistad con Alguien que sabemos nos
ama” en una atmósfera de silencio elocuente.
Esta frase es de Teresa de Jesús, frase que descubrió como forma de
sintetizar, de resumir la más pura experiencia mística, lo que da sentido pleno
a la Espiritualidad, el descubrimiento, absolutamente fabuloso, de ver cómo
todo se reduce (y al decir todo, digo “TODO”) a entablar una sincera relación
de amistad con Aquel que sabemos nos ama; y nos ama mucho antes de que cada uno
de nosotros ni siquiera fuéramos un proyecto. Y nos ama hasta el punto de dar
la vida para protegernos de todo aquel que nos quiera hacer daño.
Si esto se entiende, se entenderá lo que sigue y si no, pues es
hacer como hizo el joven rico, que regresó triste a sus asuntos, porque estaba
tan hinchado de sí mismo que no fue capaz de comprender qué significa amar.
De la vida interior
Si os acordáis, los que leísteis la entrega 49 de “Visión sistémica
del mundo”, publicada el día 21 de diciembre, hablaba de las siete puertas de
salida del confinador en el que nos han convertido nuestra vida. Y hablábamos
de la séptima puerta (la sexta es la huida por los enfoques de las religiones),
una puerta que es la menos aparente, que no es hacia el exterior del avión,
sino hacia el interior de uno mismo, lo que hace todo el intento incomprensible,
pero cierto y real.
Para continuar con aquella narrativa, empezaré por tomar prestados
los versos del que yo creo, mejor lo ha sabido expresar, mi buen amigo y
compañero, San Juan de la Cruz.
Aun sin ánimo de emborronar la pureza de estas palabras, trataré,
no de explicar, “aunque es de noche”, sino de expresar cómo estoy viviendo yo
la senda que conduce a la eterna fonte que, ni tiene origen, pero todo se
origina en ella.
Vuelvo a advertir algo
que no me cansaré de repetir. Esto no va de aprender conocimientos, sino de
vivir, de “experienciar” en carne propia qué es una relación de amor, ese “porque
tuviste hambre yo te di de comer”.
Así que lo que menos me preocupa es violentar las normas y las
doctrinas de esta o de aquella religión al uso. El primer muro que quiero tirar
abajo es aquel que separa a los “católicos practicantes” (¿qué diablos será
eso?) de los que no lo son (que tampoco sé qué significa no serlo, aunque me lo
malicio).
Sigamos…
Voy a poner un ejemplo que, aunque sacado de la vida física y de la
materia, nos introduce perfectamente en el sentido o alegoría de la vida
interior, salvo que alguien, al leerlo, considere que me deberían ingresar en
una UCI psiquiátrica, no sea que yo haga una barbaridad. (Esto lo expliqué en
la entrega 49).
Las cosas de menos de un milímetro de grosor empiezan a ser
invisibles al ojo humano. Si iniciáramos un camino hacia lo cada vez más
pequeño, nos encontraríamos que la célula no tiene más grosor de 10-5 metros.
Las bacterias miden en torno a 10-6 m, los virus no superan los 10-8
m, el ADN 10-9 m y el átomo de Hidrógeno 10-10 m. El
núcleo atómico 10-13 m y los quarks 10-17 m. Si esta
infinitud es inconcebible por la mente, la mecánica cuántica ha logrado
profundizar hasta la denominada “longitud de Plank”, que se supone es el tamaño
de las cuerdas o “algo” que se supone es la vibración del vacío, la nada, cuyo
tamaño es un inimaginable “10-10 yoctómetros” o 10-34
metros. Con lo que nos damos cuenta de que, en esencia, la materia no existe y
somos simple información, somos únicamente información o cantidades
inimaginables de vacío vibrando, es decir de nada. Pero de esa nada está
constituido todo el Universo.
Curiosamente, en este terreno de lo físicamente inimaginable, no
son pocos los autores que afirman que la Ciencia y la Mística se dan por fin la
mano. Pues el recorrido que he mostrado desde lo más pequeño para la vista
humana, el milímetro (o la décima de milímetro) hasta la longitud de Plank es
como mejor puedo expresar el increíble viaje hacia la vida interior que cada
ser humano.
Cada uno de nosotros reconocemos fácilmente que vivimos una vida
exterior a nosotros, en relación con los demás, pero también todos tenemos
nuestra propia intimidad, aquella parte de nosotros que tenemos el derecho de
no compartir con nadie o, a lo sumo, con nuestra almohada. Esa intimidad
personal, al abrigo de los demás, ese yo conmigo mismo, es como si dijéramos,
la puerta de entrada a nuestra vida interior, de modo que esa vida íntima es
como un castillo, que ya describió magistralmente Teresa de Jesús en su obra
principal, “Las Moradas del Castillo interior”, o la puerta de entrada al
desconocido Monte Carmelo de San Juan de la Cruz. En cualquier caso, ambas
obras describen como el alma ha de recorrer un largo camino hacia la cumbre del
Carmelo o hacia las profundidades de esa séptima morada, donde simple y
llanamente, Dios habita, porque es Dios el que “es Todo”.
En el fondo. Avanzar en la vida interior (bien ser un castillo o un
monte), es avanzar en el conocimiento de uno mismo. Pero como he explicado en
el ejemplo de la materia, la mente no puede profundizar más allá del milímetro
o décima de milímetro. Mas allá, ya no alcanza. Pero de 10-3 a 10-34,
hay 31 órdenes de magnitud, que supone, si el viaje lo hiciéramos hacia fuera,
ir infinitamente más allá de los 1016 metros donde la ciencia
establece los límites del Universo conocido.
Es decir, avanzar en la vida interior, en esa búsqueda de uno
mismo, del núcleo, el hondón de nuestro ser es un viaje hacia el Misterio que,
no es donde está Dios, sino que es el propio Dios. Es por eso por lo que, para
realizar este viaje a la intimidad del Ser, no sirven nuestros apegos ni materiales
ni espirituales. Ni siquiera sirven nuestras creencias, no sirve nuestra
capacidad visual del intelecto, que se queda en ese ridículo 10-3 o
10-4 para los que tengan gran agudeza visual. Es decir, es un viaje
que no podemos hacer nosotros ni con nuestra capacidad, ni con nuestra
voluntad. Bastante logramos al descubrir la puerta de entrada, de 10-4
metros de ancho (la Puerta estrecha).
Cuando Jesús le dijo al joven rico “déjalo todo y sígueme”, el
joven, a parte de tener que dejar sus bienes materiales, tenía que dejar
también sus propios bienes y apegos espirituales, que no caben por el “ojo de
una aguja” de 10-4 metros, ojo por donde la mente simplemente no
cabe, sólo cabe el alma desnuda; solo cabe María.
Es por eso por lo que la vida interior, más allá del ojo de la
aguja espiritual es un entorno de silencio (el oído no puede oír), oscuridad
(el ojo no puede ver), vacío (desnudez total) y sobre todo soledad, porque
entras en tu propia intimidad personal, en lo más profundo de ti, donde la
amada ha de someterse a su unión con el Amado.
Cuando descubres todo esto, lo primero que piensas es que estás
trastornado, enfermo mental, que tu imaginación ha entrado en otra dimensión
ajena a la conocida y que pudiera ser toda una fantasía. Pero cuando lees a los
místicos y de alguna manera es eso mismo que describen lo que vives, empiezas a
tomártelo en serio. Pero lo que sientes y experimentas es todo, algo que escapa
a tu control. Es como la barca sin timón a merced del viento y sin saber a
dónde te va a llevar.
Y me he dado cuenta de que, de alguna forma, así cómo en la materia
todo está unido por algo que hemos denominado “energía”, que no sabemos lo que
es, pero que muestra la apariencia del mundo tal y como la vemos. Así también,
en la vida espiritual, todo está unido por esa energía que “emana de la fonte”,
sin origen, pero origen de todo, que se llama “Amor”.
Así que la “vida interior”, es algo infinitamente más grande (o
pequeño) y misterioso, que nuestras fantasías, nuestra intimidad y nuestros
compartires personales con la almohada. Y es por esto, por lo que compartir
esta personal realidad con otros, resulta ser extraordinariamente difícil, si
no inefable.
De la vida de Marta
En condiciones normales mantenemos un permanente monólogo con
nosotros mismos cuando pensamos, cosa que hacemos continuamente, porque la
mente es especialmente lenguaraz; no se calla ni debajo del agua, que se dice.
Estamos permanentemente pensando en esto y en aquello. Es instintivo. Pensamos
sobre las tareas que estamos haciendo; pensamos sobre cómo resolver los
problemas; pensamos cuando nos acordamos de cosas o de personas; pensamos en
todo momento sobre los múltiples asuntos de la vida, tanto los cotidianos, como
los más trascendentes.
Pensamos y experimentamos sentimientos de alegría, de enfado, de
tristeza o de temor y, todo eso sucede en tiempo real en el interior de nuestra
mente. Y así, construimos nuestra personalidad, nuestro comportamiento, en un
permanente ciclo de sentimientos, que provocan pensamientos y a la larga o a la
corta, la toma de decisiones que condicionan nuestro comportamiento, donde
intervienen nuestras tres potencias, la memoria que inducen sentimientos, el
entendimiento que los transforma en pensamientos más o menos simples o
rebuscados para finalmente, dar paso a las decisiones de nuestra voluntad. Y
con este ciclo “siento-pienso-me comporto”, perfectamente estudiado por la
Psicología, desarrollamos nuestra vida en este mundo.
Es la ley de los condicionamientos y son de dos tipos, el
condicionamiento clásico, que todos conocemos como el reflejo de Pavlov o
típica respuesta condicionada biunívocamente a un estímulo. Y luego está el
condicionamiento operante, bastante más elaborado, en el que se basa el
siento-pienso-me comporto.
Sirva este apunte para ver lo que permanentemente se cuece en
nuestra vida interior. Porque todo esto sucede en la vida interior de las
personas que se basa en ese permanente y lenguaraz monólogo de uno con uno
mismo que va desde qué comida preparar hoy hasta la reflexión sobre el sentido
de la vida. Y todo eso lo podemos compartir con otra persona, caso de tenerla
cerca o no, y que se quede para nosotros, en nuestro interior.
No es infrecuente que, para eliminar esa sensación real de soledad
en nuestros monólogos, nos inventemos amigos imaginarios, personas en el
recuerdo que fueron importantes para nosotros o, héroes de capa a los que pedir
consejo y cualquier otra fantasía que alivie nuestra crónica soledad
existencial. Es lo que, según los ateos, nos hemos creado los creyentes, un
personaje imaginario con quienes compartimos nuestra vida, al que llamamos
Dios. Y como esta realidad no se puede demostrar ni su falsedad ni su certeza,
ellos a lo suyo, nosotros a lo nuestro y todos tan contentos, supongo.
Yo no sé cómo se lo montan los budistas cuando hacen su meditación
trascendental, si se relacionan con algo o alguien, porque no lo he hecho
nunca, pero los cristianos, cuando rezamos repetimos oraciones y jaculatorias
fabricadas o pre fabricadas para diferentes súplicas y peticiones (a ver si hay
suerte), pero cuando hacemos oración, introducimos en nuestros pensamientos a
una segunda persona (el dios imaginario que suponen los ateos), con quienes
entablamos un determinado tipo de relación.
Sin querer tocarle las narices a los teólogos, que de esto saben
bastante más que yo, diría que, en la vida religiosa, estamos acostumbrados a
centrar nuestras prácticas religiosas en rezos y celebraciones perfectamente
definidas en los misales y breviarios, donde poca o ninguna libertad de expresión
se le deja al alma, en aras de una uniformidad expresiva comunitaria, que queda
muy mona y solemne y, tanto mejor si se añaden cánticos inspirados. A mí me da
siempre la sensación de que, si sólo nos quedamos en esas manifestaciones
religiosas, es como si se enjaula a un pardillo en una jaula de oro, cuando el
pardillo, por muy pequeñajo que sea, necesita volar libremente.
Ese vuelo en libertad, sin el corsé del breviario lo necesita el
alma como el aire que respira. Y esa sensación de alas desplegadas es lo que
supone vivir la vida interior, esa realidad en la intimidad con Dios de la que
casi nadie sabe nada y es donde puedes experimentar en silencio la intimidad
con Aquel que sabes te ama.
Sucede que todos los monólogos que nos montamos en nuestro interior,
los expresa y elabora la mente, nuestro intelecto, en sus tres capas visceral,
emotiva y racional. Inclusive en los rezos, tanto los codificados en los
misales, libro de las horas y breviarios, como las reflexiones y meditaciones
en el ámbito de la oración mental, son cosa de la mente, de Marta que, atareada
con las cosas de la casa, le cuesta un montón hacer silencio (no se calla ni
debajo del agua), y tan sólo acierta en hablarle a Dios como una cotorra de
esto y de aquello, de sus cuitas y preocupaciones, a ver si hay suerte y recibe
ayuda celestial.
Que nuestra vida de fe se reduzca a esto, a las llamémosle,
oraciones mentales (porque sólo interviene la mente) es merodear por las
murallas del castillo interior de Santa Teresa, o tratar con los objetos y con
la profundidad visual de la que es capaz la mente, que no acierta a distinguir
nada más allá del medio milímetro. Así que por muy íntima que sea esta
“actividad”, no deja de ser mera práctica religiosa, que está muy bien,
mantiene contentos a nuestros intermediarios religiosos, sostiene la parroquia,
pero no tiene mayor recorrido que el de contribuir a la comunidad y garantizar
que cumplimos con los mandatos religiosos. Pero hasta el joven rico, tan
apegado a lo suyo y, satisfecho de ser un buen practicante, se preguntó si esto
era todo o habría algo más y, ya puestos, que Jesús pasaba por allí fue a
preguntarle.
Y aquí es donde los curas me van a correr a chorrazos, al decir que
todo este conjunto de prácticas religiosas sólo son ritos y liturgias tuteladas
y dirigidas por ellos, todas ellas muy importantes, sobre todo por el
componente comunitario de la vida de fe, pero sólo permiten hacer “navegación
de superficie” o “vuelo de baja cota”, donde el ojo puede ver, el oído puede
escuchar, la mente puede comprender y sobre todo decidir y actuar. Y aunque el
catecismo nos explica que somos también una trinidad, cuerpo, mente y alma, en
la práctica, realmente, el alma no cuenta en nosotros absolutamente para nada.
Es la vieja historia de Marta y de María, Marta como el conejito de Alicia
“tengo prisa, tengo prisa”, que no para y María, más dormida que una marmota.
Esta es la cotidiana historia de los creyentes, totalmente dominada
por Marta, la mente que, entre sus muchas cosas en las que tiene qué pensar, a
lo sumo, dedica piadosamente unos minutos para rezar las horas o un rosario o
incluso la misa diaria y, por supuesto, incapaz de putear al vecino, aunque a
veces pues en fin, algo cae, pero no importa porque para eso está la confesión.
Este es el escenario normal de nuestra vida interior, la organizada
perfectamente por la mente, que sabe y es consciente de que debe alabar al
Señor, cumplir los mandamientos, mientras el alma, María, sigue durmiendo el
sueño de los justos, como un lirón.
Hasta que un día va la mente y se pregunta…
¿Hay algo más?
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Autor: José
Alfonso Delgado
Nota: La
publicación de las diferentes entregas de La Física
de la Espiritualidad
se
realiza en este blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.
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