Consultando el Derecho romano, queda claro que al derecho de alguien
corresponde siempre un deber por parte de otro. Y ese deber, hasta qué punto
puede ser obligatorio incluso a ser cumplido por la fuerza. A todo deber
obligatorio de cumplir, bajo pena de sanción, se denomina deber perfecto para
un derecho perfecto. Y está codificado en las normativas y leyes del Estado. En
el otro extremo, un deber que no es exigible por el Derecho, es un deber
imperfecto para un derecho imperfecto, que sólo entra en el ámbito de la moral
y, no hay riesgo de sanción o de pena de pérdida de libertad.
Esta reflexión jurídica viene a colación de cómo la religión
establece “prima facies” la relación del hombre con Dios mediante el cumplimiento
de la Ley de Dios. Y tal y como nos lo enseña el catecismo, no se trata de una
obligación moral (imperfecta) sino legal (perfecta), en tanto que el
incumplimiento de esas normas jurídicas relativas a la divinidad, que se ha
dado por denominar “pecado” que significa “pie que tropieza” y lleva penas
asociadas. Es un concepto introducido exnovo en la cultura occidental romana
que sólo entendía de falta a nivel religioso el sacrilegio (robar algo
sagrado). Pero el hecho cierto es que el concepto pecado se ha elevado en el
contexto judeocristiano a un delito gravísimo, solo perdonado por Yavhé o por
un sacerdote representando a Dios.
De tal modo que, en el ámbito de la religión, la relación del ser humano
es la de un infame pecador, delante de un severo Rey que “sí lleva cuenta de
los delitos”, con un código legal tan severo, que el sólo hecho de pensar en el
fuego eterno espanta al alma más piadosa.
Es un derecho perfecto, que exige un deber perfecto, bajo pena de
cárcel en el purgatorio o de muerte del alma en el infierno por toda la
eternidad.
Frente a este durísimo código de conducta, no obstante, el hombre
tiene que amar a Dios sobre todas las cosas, manifestando ese amor en el
respeto y cumplimiento de todos y cada uno de los artículos de la ley, mosaica
para el pueblo judío y de la Iglesia católica para los católicos, o del Corán
para los musulmanes, etc., que a todos los efectos vienen a ser lo mismo. Es
decir, ante un poder bañado de “potestas”, es decir, de temor a infringir la
ley, la respuesta y relación entre Señor y súbditos es con “sevéritas”.
¿Cómo de puede catalogar un amor por el miedo a fallar? ¿O qué significa
el cumplimiento de la ley sino un “cumplo” la ley y “miento” en mi corazón,
porque lo hago no por amor sino por temor al castigo?
Bajo mi percepción de las cosas (y puedo estar equivocado), la vida
religiosa parte del supuesto del Salmo 50, “en la culpa nací, pecador me
concibió mi madre”, con lo cual, todos los seres humanos por aquello del
pecado original estamos por defecto condenados al infierno, por el simple hecho
de nacer. Es decir, o algo sucede en nuestra vida o no hay salvación, nacemos
por definición para la condena eterna, hagamos lo que hagamos, porque además
Jesucristo dice que para el hombre la salvación es imposible.
Así que la vida religiosa es todo un camino de lucha titánica para
no pecar, salvo pena de muerte o purgatorio en el mejor de los casos, y siempre
manteniendo una actitud de respeto bañado de temor, si no de miedo, compensado
con multitud de ritos y liturgias, que dan el aspecto de hacerlas para mantener
aplacada la ira de Dios.
Es una vida de fe basada en el derecho perfecto, que tiene Dios de
que los humanos cumplamos nuestro deber de vivir dentro de un código de
comportamiento por el que nos respetemos los unos a los otros y, de esta forma
demos culto a Dios.
Bueno, todo esto, al final la Teología y el catecismo lo describen
en un código de 2865 artículos. Pero el caso es este, que la relación del
hombre con Dios se basa en un derecho perfecto, cuyo incumplimiento lleva
asociado todo un código de sanciones de consecuencias gravísimas, salvo el
arrepentimiento o declaración de culpabilidad por parte del acusado, en cuyo
caso, la pena, en muchos casos infernal, le será conmutada por otra de cárcel
en el purgatorio; algo así como la prisión permanente revisable.
Y este es el contexto religioso del ser humano que la mente
entiende perfectamente. No es necesaria una inspiración divina para comprender
la gravedad de nuestra existencia. El sólo conocimiento del perfecto derecho
divino que exige nuestro perfecto deber, no tiene vuelta de hoja.
“Pero de ti procede el perdón y así infundes respeto” dice
el Salmo 129. Y bueno, al menos eso nos puede más o menos tranquilizar. Algo
así como la esperanza de un indulto.
Visto así, es como si el cristianismo no hubiera evolucionado lo
más mínimo respecto de la Ley de Moisés. Y, por supuesto que nuestra fe hace
dos mil años que dejó atrás la Torá, pero existe un fuerte principio de
inercia, muy bien aprovechado por las instituciones religiosas para afianzar su
poder ante las gentes que, ha dejado el mensaje de Jesús, no digo en un segundo
plano, pero sí desvanecido frente a la “sevéritas” legal.
Porque Jesús, que para eso se encarnó, vino a nosotros para enseñarnos
cómo resolver el dislate de vida que el pecado nos provoca. Pero lo hizo con
“amabílitas”, “venid a mí los que estáis agobiados, que soy manso y humilde
de corazón”. No vino a enseñarnos los dientes ni a seguir amenazándonos con
penas infernales, aunque haya algunos que no queda otra que la amenaza. No
vino a enseñarnos, a no pecar, sino a amar.
Y al Amor de Dios no se llega mediante el temor de la amenaza, sino
mediante la ilusión y la esperanza de una chica que añora ser despertada
con un beso. A la Iglesia le gusta hacer de poli bueno o poli malo,
según convenga.
Para nuestra mente o, ese elaborado de yo mismo que creemos ser,
está más al alcance de la mano, de su capacidad de comprender el derecho
perfecto; tantas normas que cumplir, tantas sanciones por su incumplimiento.
Perfecto, todo claro. Simplemente hay que cumplir las órdenes como un soldado
obedece las órdenes de su Coronel. Y hasta incluso así, la convivencia humana
es posible.
La relación con Cristo está resuelta desde el punto de vista
religioso, con los rezos y oraciones, con esos códigos de oraciones
distribuidas a lo largo del día en la liturgia de las horas y la celebración
frecuente de la misa. Y con eso, las personas que viven así son denominadas
“católicos practicantes”. Y vive Dios que, si esta rutina religiosa la
practicara todo el mundo, se supone esto sería el paraíso. Entre esta rutina de
práctica religiosa y el respeto de los principios de la moral, no hacer mal y
hacer el bien, perfecto.
Pero qué les pasa a aquellos que “sienten algo dentro de sí, que no
saben lo que es” y aún cumpliendo con todo lo establecido en el catecismo,
cumpliendo los deberes perfectos de un derecho perfecto, sienten como que “algo
falta”.
La pregunta del joven rico. “Señor, todo esto lo he cumplido,
¿qué más me falta?”
“Vende todo lo que tienes y sígueme” es la respuesta de
Jesús.
Es ahora cuando realmente comienza a tener sentido la encarnación
de Jesús.
El sueño de la Iglesia
“Los seres humanos soñamos todo el
tiempo. Antes de que naciésemos, aquellos que nos precedieron crearon un enorme
sueño externo que llamaremos el sueño de la sociedad o el Sueño del Planeta. El
Sueño del Planeta es el sueño colectivo hecho de miles de millones de sueños
más pequeños, de sueños personales que, unidos, crean un sueño de una familia,
un sueño de una comunidad, un sueño de una ciudad, un sueño de un país y,
finalmente un sueño de toda la Humanidad. El Sueño del Planeta incluye todas
las reglas de la sociedad, sus creencias, sus leyes, sus religiones, sus
diferentes culturas y maneras de ser, sus gobiernos, sus escuelas, sus
acontecimientos sociales y sus celebraciones”. (Miguel Ruíz. Los cuatro
acuerdos)
Esta descripción sobre la influencia de la educación que tiene la sociedad
sobre nosotros es lo mejor que he podido encontrar, para comprender, por qué
cada uno de nosotros NO ES lo que desea ser, sino lo que le infunden en su
proceso educativo sus padres, la escuela y la sociedad en la que vive.
Así que, refinando la definición de “yo”, aportada por Buda como un
elaborado de mi mente, hay que añadir que “yo soy” lo que la sociedad ha
elaborado sobre mí y me ha hecho creer; lo cual, ni muchísimo menos es malo,
sino todo lo contrario, porque ese elaborado cultural nos convierte en personas
que nacemos y en muy pocos años adquirimos y hacemos nuestra toda la herencia
cultural de siglos o milenios de evolución de la sociedad. De otra forma, de no
producirse ese proceso educativo, seríamos perfectos y nobles salvajes, regidos
exclusivamente por los instintos primarios.
Siendo por tanto el Sueño del Planeta, lo mejor que nos han podido
transmitir nuestros mayores, existe en todo este proceso, un problema, que es
el componente inercial de todo ese sueño. Quiero decir, mientras cada uno de
nosotros vive según ese sueño aprendido, pero no es asumido como propio, lo
vive de un modo inercial, con toda su carga credencial y vivencial, porque “mi
yo real” no ha hecho aparición. Somos con ello sujetos pasivos de inmensas
corrientes sociales que mantienen a sus súbditos perfectamente adoctrinados
caminando hacia un objetivo o simplemente en una dirección, sin que el conjunto
sepa el objetivo, el por qué ni el para qué, pero como eso es lo que le han
enseñado, eso hacen y transmiten a las posteriores generaciones.
Y esto ya no es cultura, sino adoctrinamiento, ciego
adoctrinamiento de un ejército de seguidores que siguen las pautas que le son
marcadas, sin cuestionarse nada.
En la cultura occidental, la Iglesia católica, en nuestro caso, ha
ido elaborando a lo largo de los siglos, todo un “sueño del Planeta católico”
en relación con el mensaje de Jesús, que es lo que conocemos como doctrina
católica. Es algo así como la hoja de ruta de la trashumancia para llegar a
Compostela y toda la logística establecida a lo largo del Camino, con los
albergues, corrales e indicadores de la ruta, las flechas amarillas, para
evitar que la gente se pierda.
Como buenos pastores del rebaño, ha cumplido su misión perfectamente.
Dicho, así las cosas, todo buen católico lo que ha de hacer es asumir como
propio el adoctrinamiento y seguir las flechas amarillas. Y lo mejor es que no
se cuestione nada, porque así no hay peligro de que ante alguna bifurcación del
camino se pregunte qué alternativa tomar.
Haciendo, así las cosas, la parroquia está tranquila, pasta en las
verdes praderas y si llega la tormenta, o se acerca el lobo, los pastores saben
lo que tienen que hacer para proteger con sus perros al rebaño.
Siguiendo la tradición cristiana de bautizar a los recién nacidos y
dentro de una sociedad cristiana, en principio no caben más cuestionamientos,
ni hay muchas posibilidades de bifurcaciones en el camino, de modo que es fácil
seguir el estilo de vida católico con una inmensa mayoría de gente que también
lo sigue. Siempre habrá algún contestatario, tachado de insolente que se haga
preguntas, pero al ser la megatendencia social la católica, no suele haber
problema.
La cuestión es cuando la sociedad civil deja de ser
mayoritariamente católica y con ello, comienzan a trazarse en el camino de
flechas amarillas, multitud de desvíos, algunos bastante lógicos de tomar. Es
mas, en la actualidad, ya hay tantas alternativas que las flechas amarillas se
confunden con las otras indicaciones que apuntan a otras direcciones.
Y es que el “Sueño del Planeta” es, con todas sus virtudes, un
camino inercial, donde cada cual jamás se ha cuestionado ni su sentido ni su
significado, es decir, no está interiorizado, no se ha hecho personal, propio,
íntimamente suyo, sino que es simplemente seguir la tendencia credencial de sus
padres y de su comunidad.
Al ser el bautismo un sacramento que recibimos nada más nacer,
aunque existan los padrinos y los padres se comprometan y etc., etc., “yo”
no elegí ser cristiano católico, lo decidieron otros por mí. Luego, en el
proceso de adoctrinamiento me darán las claves necesarias para que esa decisión
que tomaron otros por mí, las pueda hacer mías y seguir el camino trazado.
Cuando sólo hay un camino, no hay problema, pero cuando comienzan a aparecer
varios o muchos, es lícito preguntarse por qué el camino católico es el
correcto y no otro. Y, sobre todo, cuando la sociedad civil ya no es mayoritariamente
católica sino mayoritariamente laica o, incluso, contraria a lo católico, terminando
por ser los católicos una minoría sociológica, termina siendo “condición
si-ne-cua-non”, respondernos a nosotros mismos a la pregunta de ¿por qué soy
yo cristiano?
Y la respuesta no es fácil y, tanto menos fácil cuanto la fe vivida
ha sido básicamente inercial. Porque es entonces cuando nos toca comprobar la
solidez de los fundamentos del cristianismo que me infundieron mis ancestros
por mí. Y cuidado, puede ser que la casa esté construida sobre arena, vinieron
los vientos y los torrentes y puede que no quede nada de esa casa.
Es aquí, donde cada cual, si quiere realmente ser seguidor de
Cristo, tiene que enfrentarse con la Verdad, que no es la misa de los domingos
y los deberes perfectos de un derecho perfecto. No. La verdad NO ESTÁ fuera, en
las liturgias ni en los dogmas aprendidos, sino en el interior de cada uno de
nosotros. Descubrir la Verdad es descubrir el grado de vitalidad que tenga
nuestra vida interior, donde Dios habita, lo sepamos o no.
Jesús no vino para continuar la inercia judía basada en el derecho
perfecto, en el cumplimiento de la Ley, en la justicia, sino a fundar una nueva
vida del hombre basada en el derecho imperfecto, que es el derecho en el
que se basa el Amor y la Misericordia, que son los deberes imperfectos que nos
abren la puerta de la vida eterna, una vida que reside en nuestro interior y se
transmite al exterior. Y no al revés.
Tal y como veo yo todo este tema, la Iglesia se ha centrado tanto
en el componente comunitario de la fe, lo ha desarrollado hasta tal extremo,
que parece como si se hubiera olvidado de que, la clave de todo está en lo más
profundo del corazón del ser humano, donde Dios, donde Jesús y el Espíritu
Santo, habitan realmente.
Además, habita en el sagrario, sí, pero de nada sirve el copón consagrado
si el alma no lo está.
El Muro
Y de nuevo “el Muro”, lo que separa, lo que aísla y confina; un
muro que se levanta entre el derecho perfecto del cumplimiento de la Ley y el
derecho imperfecto que sólo se centra en el Amor.
Si os acordáis, Von Newman vaticinó en los años cincuenta que en
algún momento de este Siglo XXI, se producirá lo que él denominó, el “punto de
singularidad”, aquel momento en el que la IA, la Inteligencia Artificial, podrá
tomar decisiones con independencia del ser humano; es decir, dejará de
comportarse cumpliendo las reglas de inferencia de los sistemas expertos, para
tomar ella sus propias decisiones, según su propio código de conducta que se
habrá ido creando sin intervención humana.
Como quiera que, según las tradiciones religiosas, los seres
humanos, nada más ser creados vivimos ese punto de singularidad respecto de
Dios, por el cual comenzamos a tomar nuestras propias decisiones respecto de la
sabiduría con la que Dios nos había creado, ¿qué es lo que intentan hacer las
religiones? Elaborar sistemas credenciales basados en leyes morales, a
semejanza de los sistemas expertos, por los cuales, las posibles bifurcaciones
de comportamiento humano estén perfectamente predefinidas, y con un código de
sanciones abrumador, a fin de que a nadie se le ocurra saltárselo.
Es decir, han levantado un imponente muro entre nuestra capacidad
de obedecer y nuestra capacidad de amar. Han elaborado (acaso sin querer) todo
un derecho perfecto para neutralizar la capacidad del hombre de vivir según la
llamada libre del espíritu.
Y es así como el común de las gente vivimos “una fe tan sincera
como ingenua”, como calificaba el sabio Abul-Ala-al-Maari a la fe de los
frany (los cruzados), gentes que guiadas por esa sincera pero ingenua fe,
enarbolaron la cruz de Cristo, desde su condición de pueblos bárbaros
recientemente bautizados (como los denominaba Ana Comneno, la primogénita de
Alejo I, el Emperador de Bizancio), y que en aras de recuperar los santos
lugares para la Cristiandad, cometieron en nombre de Dios los más atroces crímenes,
como lo que eran, bárbaros, contra los pueblos que habitaban Palestina en los
Siglo XI a XIII, bastante más cultos que ellos. (Ref. del libro “Las
cruzadas vistas por los árabes” de Amin Maaluf).
Jesús de Nazaret vino a derribar el muro que, en su caso, la casta
sacerdotal judía había levantado en la fe de sus gentes. Pero aunque al
principio sí, lo consiguió a costa de su vida, por la total negativa de los
poderes religiosos a que el muro fuera eliminado, finalmente ha vuelto la burra
al trigo, y los sucesores de aquella casta, poco a poco, lentamente, a lo largo
de 2000 años, han levantado otro muro de características similares con el mismo
objetivo, que el rebaño no se espabile y se disperse, como intentaron hacer las
herejías, razón por la que las persiguieron con la hoguera. Que más vale tener
las ovejas en el corral a que se dispersen y se pierdan por las verdes
praderas.
Es el muro del derecho perfecto, de las leyes doctrinales, del
Camino de Santiago perfectamente diseñado con flechas amarillas, hojas de ruta
y una perfecta logística de avituallamiento, para que los peregrinos de la vida
no se pierdan, ni les de por seguir caminos alternativos.
Es el muro del Sueño del Planeta, del Sueño de la Iglesia que nos
es implantado en la mente y corazón, en el adoctrinamiento doctrinal. Todo para
evitar que nuestra particular IA (Inteligencia Autónoma) no haga su aparición y
se cuestione el por qué del muro.
Todo está bien
Cualquiera podría pensar que estoy haciendo una despiadada crítica
a la labor de las religiones, en especial de la católica. Y nada más lejos.
¿Qué pasaría si, estando en Roncesvalles, quisiéramos dirigirnos a Finisterre,
al final de nuestro Camino en la vida, pero no estuviera trazado el Camino de
flechas amarillas. Con sólo saber que se encuentra en el Oeste, no es
suficiente para realizar el recorrido. Si es con las flechas y a veces los
peregrinos nos confundimos y desviamos, imaginaos sin las flechas.
Las flechas están bien puestas, nos indican el camino recto. El problema
es que no desarrollan en nosotros ninguna capacidad más allá de la de obedecer
ciegamente.
Hay naves en el mar que transportan viajeros; son las sectas y religiones,
los dogmas y las organizaciones religiosas. Las naves naufragan y sus restos
(las tablas) se hunden; es decir, incluso las buenas obras que no llegan a la
abnegación total y toda fe que no es el conocimiento unitivo de Dios. La
liberación hacia la eternidad es el acto de lanzarse al mar, a riesgo, de poner
en peligro la propia vida. Porque “el mar” es el Océano de Dios.
Esta reflexión es de Niffari el egipcio, un exponente del sufismo,
la rama mística del Islam. Cuando uno intenta desviarse de las flechas
amarillas, es como tirarse al agua desde el barco de la fe donde vamos todos
juntos capitaneados por nuestro sacerdote capitán.
Pero en el agua, no sabemos nadar y tenemos el riesgo de hundirnos.
Niffari lo describe muy bien. Es arriesgado, y así, nuestros pastores nos
quitan de la cabeza la necia idea de tirarnos al agua, de salirnos del Camino,
donde sólo hay peligros, llanto y rechinar de dientes.
Pero la vida pasa, evoluciona y también nosotros evolucionamos y podemos
llegar a ser capaces de plantearnos caminos alternativos, tirarnos al agua,
superar ese punto de singularidad tan temido por las autoridades eclesiásticas
y explorar nuevos horizontes. O esperar a dónde conducen las flechas amarillas
y ver, una vez allí, si ese es el final del camino (Compostela) o hay algo más
allá, para descubrir que sí, que hay algo más allá que no nos han contado hacia
donde ya no hay flechas amarillas.
Esta fue mi decisión. Alguien me contó, haciendo el Camino de Santiago,
que más allá de Compostela, que marca el final del Camino para la Iglesia, hay
un más allá, Finisterre. Así que tras llegar a Santiago, crucé mi punto de
singularidad y me dirigí a Finisterre.
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Autor: José
Alfonso Delgado
Nota: La
publicación de las diferentes entregas de La Física
de la Espiritualidad
se
realiza en este blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.
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