Agenda completa de actividades presenciales y online de Emilio Carrillo para el Curso 2024-2025

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29/12/20

Aterrizaje forzoso (Memorias de un descarnado: 1 de 29). Por Deéelij

 

“Puesto que soy imperfecto, necesito la tolerancia y la bondad de los demás, también he de tolerar los defectos de este mundo hasta que pueda encontrar el secreto que me permita ponerle remedio”

Mahatma Gandhi. Político, abogado y pensador indio (1869-1948)

 

Sólo aquellos que nada esperan del azar, son dueños del destino”.

Matthew Arnold. Poeta Inglés (1822-1888)

 

 

     En la actualidad. 08:01 horas. Base Aeronaval de Bulk

 

    Aquella mañana, no tan lejana, marcaría un nuevo camino. Una transición en la que cualquier persona podía inmiscuirse sin previa advertencia. Sin embargo, en tal ocasión, los hechos, y los acontecimientos, se encarnarían en su propio ser.

    Las primeras luces del alba promovieron, en su ascenso, una acostumbrada mañana, como tantas otras, con los destellos habituales; nada en particular la singularizó. No hubo datos que anticiparan un afrontar el día con un cariz distinto al normal, no existía sospecha al respecto. Sí, en cambio, presentía que durante las siguientes horas acertaría a resolver los inconvenientes en los cuales estaba inmerso. Problemas que él suponía controlar y para los que durante años se había preparado. Estaba seguro, al menos así opinaba su fuero interno; sería el final de las pruebas, y el comienzo de los ensayos definitivos hacia el logro perseguido. Hoy, gracias a su ayuda, pericia y arrojo, quedaría solventado el proyecto del F-1000. Pese a todo, su juicio se conducía hacia el punto adecuado sin que intuyera que iba a ser por una vertiente tremendamente distinta a la planeada en un principio.

 

      Primera jornada. 13:14 horas.  Complejo Aéreo de Nairda      

 

     Apenas podía abrir los ojos. Creía estar haciéndolo. Sólo el derecho ejerció tal acción. Empezó a percibir su posición en medio de un trigal dorado. El dolor se extendía por el cuerpo como el rocío de la mañana. Con prudencia, sobre la base de la experiencia e instrucción recibida, ordenó a los dedos el movimiento. Reaccionaron. Inmediatamente después comunicó un impulso idéntico a las extremidades inferiores. Se obtenía la misma respuesta. Luego movió las muñecas con un consiguiente y no deseado gemido. No estaban rotas, sí afectadas. Continuó con los codos y hombros, llevando su mano derecha hasta las cervicales comprobando cierto daño en ese perfil. Finalmente procedió a ejecutar gemelas acciones con piernas, rodillas y cadera. En general parecía estar en buenas condiciones, exceptuando el mono de vuelo desgarrado a jirones por diversas partes. Lo mejor fue asegurar el buen estado de la columna vertebral. Sólo le alarmó, cuando comenzó a ser más consciente, la ausencia del casco de vuelo. Inmediatamente palpó su cabeza cerciorando la ausencia de heridas o rasguños. Tal hallazgo produjo un gran suspiro de alivio.

    Estoy herido, maltrecho, pero entero se dijo procurando convencimiento y ánimo-. Debería acudir cuanto antes al hospital y someterse a un chequeo completo. Lo inexplicable era que las asistencias no hubieran hecho acto de presencia. Ni siquiera se oía el clamor de las sirenas de ambulancias y bomberos.

     Su último recuerdo era el intento de aterrizaje en Bulk con el F-1000, y la parada fulminante de los motores. Sus doce mil quinientas libras de empuje se esfumaron de golpe. Volaba en la fase final antes de llegar a la pista; quedarían unos mil setecientos metros, pero aquél fallo en el sistema impedía alcanzarla. Estaba seguro de haber dado la señal de alarma. También recordaba, con rotundidad, la respuesta insistente de tranquilidad ofrecida por la oficial del control aéreo. Pero el hecho actual de estar en un campo sembrado de trigo era lo más desconcertante. Su base aeronaval estaba implantada en las estribaciones del desierto de Luces, y en aquella zona no se cultivaba nada. Era terreno estéril.

     ¿Qué era aquello? ¿Dónde estaban los restos de su avión de combate? Estaba seguro de no haber saltado, no hubo tiempo, ni altura para que el paracaídas se pudiese abrir con el margen de seguridad adecuado para salvar la vida. Se aferró a la cabina, seguro de poder tomar tierra con la panza, frenando de esa forma, sobre la tierra plana, la impulsión.

     No era la primera vez que aquello ocurría. Esos aparatos tenían problemas que no acertaban a resolver los ingenieros. Tenían fallos estructurales desde los primeros prototipos; y los motores de cuádruple inyección ampliada no estaban a la altura de las circunstancias, sobre todo cuando se forzaban en maniobras muy concretas. Pese a ello él, como la mayor parte de los pilotos, arriesgaban en exceso. Actitud que le importaba poco, pues siempre se creyó por encima del bien y del mal. Se sentía capaz de dominar cualquier circunstancia sólo con los conocimientos adquiridos y la pericia que el tiempo enriquecía por el cúmulo de horas de vuelo. Ser indómito, atrevido y arriesgado son características fundamentales para un piloto de combate; especialmente sí, además, lo es de pruebas.

     Él se creía eso; y, por supuesto, mucho más.

     Pudo sentarse con gran esfuerzo. Las cinco primeras vértebras manifestaban, con reiteración, el único quejido que le intranquilizaba. Uno de sus mayores miedos lo había constituido siempre la posibilidad de quedar paralítico. Prefería perder cualquiera de los cinco sentidos, o varios, antes que tener que pasar el resto de sus días encastrado en una silla de ruedas.

     Tras meditar sus intenciones un escaso minuto, a lo sumo, con suavidad, se inclinó hasta ponerse de rodillas. Ladeó la cabeza preparando el esfuerzo calculado para pasar a la posición de erguido desde la inicial. Entonces, su torpe visión alcanzó a percibir un pequeño charco rojizo sobre el que caían gotas del mismo tono. Evidentemente, debían proceder de su cuerpo. Entonces abortó el intento premeditado, dejando caer su peso neto sobre los cuádriceps fatigados. La mano derecha localizó al tacto el origen del problema: una hemorragia procedente de la fosa nasal soltaba un pequeño hilillo de sangre. No es grave, supuso. Sólo el dolor del cuello era su principal preocupación. Desenguantó la mano izquierda rompiendo de cuajo un trozo del tejido verde camuflaje que lo conforma para taponar la nariz en sendos orificios. Un problema resuelto momentáneamente – se dijo. Luego examinó si otra parte del cuerpo reclamaba una pronta atención y determinó que un nuevo intento para levantarse detectaría cualquier herida.

     Inició con absoluta intención la decisión. Lo hizo despacio sin perder un segundo y sin considerar los posibles lamentos que surgieran de cualquier otra parte de su orgullosa constitución de atleta.

     A media altura, sin forzar la acción, aún con las rodillas postradas y ligeramente hundidas en un surco algo húmedo, conseguía colocar la espalda recta y la cabeza alta, cuando su quebrada vista perfiló, por encima del cultivo, un espectáculo que no podía ser verosímil. El panorama sin error, constituía un espejismo. ¿Esto es real? Indagó su mente. No podía negar lo evidente, aunque tal contemplación simulaba lo absurdo. Simplemente no albergaba cabida en una lógica juiciosa como la suya.

     No obstante, algún padecer seguía aquejando su ser, pero esto ya no parecía importar. Antes de atender al raciocinio, hizo un recuento exacto de las dolencias: un ojo inflamado, y seguramente amoratado; la nariz, quizá, rota; aunque la esperanza de tener en perfecto estado el cuello era su máxima prioridad.

     Terminó de incorporarse, hecho coincidente al rumor del encendido de un motor de pistones. Ese lejano ruido estaba prácticamente olvidado en su memoria. Aquel tipo de motores hacía años que no hablaban. Quedaban pocos, y estaban en manos de particulares, los menos, o alojados en museos aeronáuticos, la mayoría. El petardeo producido en los escapes debido a la expulsión de los gases y las consiguientes vibraciones que excitaba el fuselaje de un avión como ese, fue algo que pudo experimentar en una concreta ocasión. Consiguió rememorar aquel suceso. Pero seguía sin creer lo que vislumbraba con gran dificultad.

     A lo lejos, frente a uno de los hangares se divisaba un aparato pintado de rojo incendiario empezando a deslizarse por una de las calles que corrían paralelas a lo que debía ser la pista de aterrizaje, a unos escasos cincuenta metros delante de su cuerpo sollozante.

     Si todo esto parecía tan cierto, su curiosidad reclamó confirmación inmediata. Entonces, ordenó a la suma de sus músculos y articulaciones se dispusieran a acatar cualquiera de sus órdenes sin replicar protesta posible. 

     Empezó la andanza con paso decidido, aunque algo patoso, aplastando en su deriva el fruto crujiente que emergía de la tierra. El aeroplano continuaba rodando hacia lo que parecía ser el final del aeródromo para encarar el inicio de la pista. Era evidente que pretendía despegar. Siguió avanzando, levantando algo de polvo al tropezar con algún terrón de tierra, curiosamente seco. El paso era cada vez más firme y seguro. De pronto empezó a sentirse inexplicablemente mejorado. Ninguna de sus células consintió en reclamar alguna petición de auxilio. Sabían que no serían atendidas en esos momentos.

     El biplano encrespó sus seiscientos caballos de potencia al aire cortándolo con su hélice, comiendo metros sobre el asfalto negro en su principio de avance sin visión frontal debido a la posición de sus ruedas Ello forzaba a mirar por uno de los laterales en los inicios del despegue para impedir que se desviase de la línea central. El piloto lo hacía por babor. El herido, sin embargo, entraba en la pista por la zona opuesta lanzándose en una carrera acalorada e inusitada hasta instalar su posición justo en la intercepción en que ambos seres, uno de carne y hueso, el otro mecánico, cruzarían sus trayectorias. Quería comprobar cuánto de verdad tenía todo ese sueño en el que creía estar encallado. De serlo, nada ocurriría. De lo contrario, no perdería mucho, pues si después de estrellarse con su reactor, aparecía en medio de un paisaje desconocido, con su cuerpo maltrecho y trastornado, el simple hecho de ser seccionado por la hélice de madera de un viejo cacharro, concluiría con un absurdo caos que había desbordado su comprensión sobre una realidad incógnita. Los efectos de la desorientación habían atrapado su voluntad y raciocinio.

     Ya estaba enfrentado al teórico destino: un motor encastrado a una estructura de tubos cruzados y asidos por cables tensados que sustentaban la doble ala entelada. El ciego furor avanzaba hacia un encuentro a gran velocidad. Él, elevó los brazos como si quisiera espantarlo, pero sin previo aviso, a unos diez metros de distancia, el biplano elevó su posición vertiginosamente escrutando el cielo en un ángulo de cuarenta y cinco grados, realizando un viraje a izquierda muy ceñido.

     El resultado de esa locura fueron unas gotas de glicol y aceite llovidas desde el limpio y celeste cielo que se estamparon unas en el rostro; otras, salpicaron el increíble e impecable uniforme que portaba.

     Al percibir el detalle de la nueva vestimenta, su entendimiento fue todavía más insoluble en el bullicio alocado de las neuronas que aún parecían funcionar. Empezó a tocarlo con incredulidad. La situación constituía una voraz paranoia. Quería interiorizar en un acto de reflexión. ¿Aquello era racional? Hacía unos instantes renqueaba tirando de su cuerpo herido enfundado en un mono de combate verde oliva; ahora vestía un traje azul, condecorado con los restos de la combustión de un arcaico avión, y las flamantes insignias de Guardia Marina de primer año sobre las hombreras.

     Se miró las manos. Estaban limpias. Lo hacía con ambos ojos. Tenía los dos abiertos; le pareció increíble. Se tocó la nariz, antes sangrienta, ahora seca, perfecta. Del resto de los dolores, y la alarma imperiosa del cuello, no existía rastro alguno.

     ¿Qué estaba sucediendo? Acababa de estrellarse. ¿Serían los resultados del impacto? ¿Habría quedado mermado mentalmente?

     - ¿Se puede saber qué pretendía hacer en medio de la pista? – gritó alguien, desde atrás.

     El tono correspondía al de una mujer. Al dar la vuelta pudo divisar una figura esbelta de cabellos rubios recogidos en una graciosa coleta. Vestía un mono de color naranja al que acompañaba la típica cazadora de vuelo en cuero ajado, color marrón, con solapas de pelo suelto y botas negras muy lustradas.

     No sabía qué decir, ni cómo reaccionar. Siguió mirándola. Sin duda era una mujer atractiva, pero no era éste el motivo del pasmo. Continuaba sin dar crédito a aquél cuadro. Simplemente, todo aquello se le antojaba imposible.

     La chica enfrentada al brillante sol que lucía, y mantenía la mirada bajo su palma recta apoyada en la frente dando sombra a sus ojos color miel.

     -¿A qué espera alumno? ¿No pretenderá que vaya a por usted? ¡Vamos! ¡Sígame! Hay mucho que hacer.

     ¿Mucho que hacer? ¿A que se referiría? Se cuestionaba inspeccionando el uniforme en el que estaba enfundado mientras ella giró ciento ochenta grados sin prestar mayor atención, alejándose. En ese instante, pudo leer la inscripción bordada en el reverso de su cazadora: Instructora de Vuelo. Lo más curioso es que lucía las insignias de Coronel Mayor. Otro hecho relevante. En su ejército aún no existía mujer alguna con tal graduación.

     No supo a qué impulso obedecía, pero la siguió.

     El silencio reinaba en todo el escenario. Una torre de control hexagonal con cristales tintados en verde, e inclinados treinta grados hacia el suelo, marcaba el estilo propio de las que se construyeron al inicio del siglo pasado, cuando la aviación empezó a existir de forma tangible. Multitud de barracones inmensos, todos en color metal, configuraban una formación grandiosa de gigantes construidos a ambos laterales. Al fondo, a donde parecía se dirigía la recién aparecida, que no dejaba de andar a un paso cada vez más forzado, se levantaba un edificio de tres plantas de ladrillo rojizo provisto de un sinfín de ventanas.

     Parecía tener prisa. Era algo que ya había manifestado. Su paso sinuoso y decidido, al compás de un redoble encantador de caderas, ofrecían otro síntoma de confusión.

     -¡Oiga! – dijo en voz baja sin poder continuar al percibir el extraño tono de su emisión.

     Tocó su garganta carraspeando y tragando saliva. Esa no podía ser su voz, se dijo.

     -¡Oiga! – proclamó de nuevo, dudando.

     Otra vez ese sonido gutural, irreconocible. Volvió a aclarar todo su aparato vocal e inició de nuevo la llamada de atención.

     -¡Oiga! – alcanzó a gritar con idéntica modulación – ¿Le importaría pararse?

     La instructora reaccionó. Inmediatamente detuvo su inercia girando y mostrando una hermosa sonrisa mientras liberaba su pelo al compás del viento sujeto por un coletero verde limón. Ese gesto perturbó aún más su entendimiento. La distancia entre ambos disminuía en su avanzar presto y serio. Ella, parada, mantenía su sonrisa algo altanera y sugestiva; sus brazos en jarra mostraban una actitud retadora, mientras la gracia de la brisa atizaba sus cabellos haciendo que el pequeño oscilar pareciera una gasa transparente y sugestiva.

    Evidenciaba la treintena según su diagnóstico al frenar a un escaso metro de ella. Demasiado joven para ostentar tal rango, enjuició.

     -¿Puede decirme dónde estoy? – indagó con rigidez, como si emitiera una orden.

     -¿Acaso no es evidente? – contestaba alegre y divertida –. Esta es la Escuela Superior de Vuelo Nairda.

     La respuesta no convencía. Más bien seguía desconcertando toda su esencia.

     -Fíjese bien– dijo él de manera enfática –Aunque tenga esta apariencia de alumno zoquete de primer curso, en realidad mi grado es el de Teniente de Navío, equivalente al de Capitán, y soy piloto de pruebas. Acabo de estrellarme, o creo que eso he hecho. Hace un momento estaba allí, envuelto en mi traje de vuelo, ensangrentado, magullado y tremendamente dolorido. Ahora… bueno…. no sé qué es lo que parece... – por un momento no supo lo que quería decir –. Da igual. ¿Dígame de una condenada vez dónde estoy? ¿Acaso he muerto? ¿Estoy en el cielo? ¿Qué es esto? – concluía compungido, resignado. Vencido.

     Ella soltó su risa con desparpajo mientras procedía a recoger nuevamente su cabello en una cola prominente y juguetona.

     -Bueno – exclamó acercándose a su derecha sin dejar de mirar fijamente con sus ojos escrutadores –. Son las preguntas que todos hacen. Es lo normal. Por un momento pensé que teníamos a alguien distinto sin dejar de ser único. Quizá alguien con traumas de difícil resolución. Pero es usted otro como tantos, o al menos eso parece. Acompáñeme, le mostraré sus aposentos – ordenaba con suavidad al tiempo que le asía del brazo –. Verá, le estábamos esperando desde el instante en que emitió por radio el Mayday de auxilio. Cuando eso sucede, sabemos que tenemos otro estudiante listo para la enseñanza.

     Ante la incoherente respuesta, sin entender cómo, se dejó engatusar. No parecía quedar más remedio. Casi sin voluntad se abandonó en un arrastre a alguna parte. Ella continuaba con su explicación. Al menos era habladora, y ante una pregunta, su exposición era amplia, algo que le solía agradar.

     -Como le mencioné, su llegada era inminente, aunque no sabíamos por dónde lo haría. Cada cual aparece de una forma distinta. Ese es el único problema con los novatos. Por eso, Pitt, ha salido con el viejo Gloster Gladiator, esperando poder divisarle desde el aire. Pero casi se dan de bruces los dos en la pista. ¿Cómo se le ha ocurrido ponerse delante del biplano? ¿Acaso su cordura no le permitió atender al hecho de que podía haberle sesgado en mil pedazos?

     Aquello constituía el colmo, pensó. ¿Sabían de su llegada y salen en vuelo a buscarlo? Esto era aún algo aún más embrollado y absurdo. No pudo, ni quiso aguantar más el dilema. Paró fulminante y en seco a la mujer.

     -Escuche– prorrumpió, soltando el brazo que le aferraba –. ¿Quiere decirme quiénes son ustedes y qué hago aquí? Esto ya está pasando de ser algo más que una estúpida broma de mal gusto –. Entonces la asió por los hombros mientras advertía que ella era unos quince centímetros más baja que él. Recapacitó momentáneamente recomponiendo el ánimo, procurando ser algo más sumiso, menos impaciente –. No quiera conocer mi faceta desagradable – continuó diciendo – pues estoy a punto de perder el control. La razón ya no me asiste… respiró hondo, contando hasta diez, mentalmente – Repito. ¿Quiénes son ustedes y qué hago aquí? Responda congruentemente de una vez, ¿quiere?

     Ella miró con desafío, simulando enojo. Su sonrisa había desaparecido de golpe, algo que le produjo en su interior confusión instantánea. Cerró la cremallera de su cazadora. Le escrutó de arriba abajo y de abajo arriba. Cruzó sus brazos y soltó unas andanadas de palabras contundentes.

     -Entiéndame, si es posible. No creí que fuese usted tan torpe como para no darse cuenta de la situación. Está claro que no está donde normalmente suele estar. ¿No es evidente? – esgrimía con las manos abiertas –. Tampoco está muerto o en el cielo como es la ilusión alucinadora de muchos. ¿Acaso ve alitas en mis espaldas? – indicaba acompañando el gesto con sus pulgares –. No soy ningún ángel dándole la bienvenida. Simplemente está aquí porque olvidó volar, y, por tanto, vivir. Usted está, y le creía lo suficientemente inteligente para deducirlo, en otra dimensión, en otro instante, en otro plano, en otro espacio alternativo, como prefiera encajarlo en su conciencia – explicó algo seria –. Pero por si aún no le ha quedado claro, se lo repito: Está aquí porque dejó de volar, dejo de vivir; esa es la auténtica verdad. No hay otra. Usted mismo lo ha dicho: se ha estrellado. Y también sabe que no es la primera vez que le ocurre ¿Estoy equivocada? – inquirió sin esperar respuesta –. Aunque esperamos que sea la última. ¿Satisfecho?

     Todo aquel discurso le había sacado del momento presente. Dejo de considerar a su interlocutora. Su mirada estaba ahora perdida mientras indagaba en su interior una resolución a las explicaciones.

     Ella captó la perturbación. Tendría que sacarlo de tal introversión zarandeándole. No reaccionaba al modo usual. Estaba afectado, y era posible que permaneciera bloqueado durante algún tiempo. Decidió algo drástico. Algo que solía funcionar con los militares

     -Atención. Capitán. ¡Firmes!

     Surtió efecto. De inmediato adoptó el papel marcado.

     -Condúzcase al barracón número uno. Ala norte. Habitación número veintiuno. 

     -Señora. Sí, señora. – Su voz sonaba como la de un autómata.

     -Diríjase allí. Es su alojamiento mientras dura su curso. Encontrará toda la impedimenta necesaria. Aséese si lo necesita y póngase el traje de vuelo. Dentro de treinta y cuatro minutos, exactamente – ordenaba, mirando su reloj, calculando el tiempo –, le veré en el comedor. Imagino que tendrá hambre. Así que dispone de poco tiempo. Aprovéchelo, si es que quiere volver a volar. ¿Ha entendido Capitán Jano?

     ¿Jano? No recordaba que ese fuera su nombre, aunque tampoco recordaba cuál sería de no ser ese. Otro nuevo elemento para alimentar el barullo mental y emocional, ya de por sí enmarañado. ¿Quién era él, además de lo poco que podía recordar?

     Emprendió la marcha, caminando, obedeciendo sin razón a un programa que no era capaz de dominar. Computaba una orden dada. ¿Dónde se encontraba el control sobre su vida, si es que a eso se le podía denominar vida y control? ¿Qué es esto, y quién soy? La cuestión se marcaba omnipresente. No obstante, sus pies persistían en recorrer la distancia que le restaba al lugar indicado.

     Encontró la habitación sin dificultad. La estancia era sobria, pero confortable. Sobre la cama, bien dobladas y adecuadamente dispuestas, numerosas prendas. Colgado en perchas, dentro del armario, varios monos de vuelo que tenían cosido, sobre el bolsillo superior izquierdo, un parche con su nombre. En la derecha un escudo redondo de fondo azul sobre el cual había superpuestas tres alas solapadas en color dorado; bajo ello, el nombre de la escuela: Nairda.

     Una puerta abierta descubría el aseo. Dentro, justo frente a él, algo le sorprendió: un espejo reflejaba una imagen desconocida al recuerdo que poseía de sí mismo. Un semblante distinto de idéntica estructura craneal. Su cabellera se veía rasurada, brillante. No se atrevió a moverse, exclusivamente se llevó las manos a la cabeza comprobando que no era un espejismo lo contemplado. Algo más no se situaba en su habitual lugar: su querido bigote había desaparecido. La nueva fisonomía produjo estupor. Se acercó hasta quedar a pocos centímetros del brillante cristal. Allí sostuvo la mirada, penetrando en el iris, buscándose, intentando creer lo que veía. Tardó unos minutos en el reconocimiento. No sólo no recordaba que se llamara Jano, sino que, además, algunos de sus más sobresalientes rasgos físicos habían, literalmente, desaparecido.

     Sin saber el motivo, una especial fortaleza se apoderó de su incertidumbre, haciendo que recuperara el equilibrio. Tampoco esta faceta era parte de su carácter, simplemente aceptó lo que veía y sentía, suponiendo, sin razón aparente, que todo se iría aclarando sin más. Dejó de pensar en ello disponiendo sus actos para cumplimentar el horario estipulado.

     ¿Qué estaba sucediendo? Nada en su razonar atraía alternativas que ilustrasen con un mínimo de sentido común cualquiera de las circunstancias que, como un torrente desbocado, confluían sin orden ni concierto.

      Mejor no discurrir más, se ordenó, pero era complicado corresponder tal auto dictado.


Posdata:

En el artículo del día 1 de diciembre (Rojo octubre, peligroso noviembre y brillante diciembre. III Parte) comuniqué que personalmente había recibido por psicografía una serie de técnicas y procesos para aplicar en psicoterapia, que solucionaba el 80% de los problemas psicológicos del ser humano. La explicación resumida de esta psicoterapia es que elimina el ego, te reconecta con tu alma (conecta la Particularidad con la Singularidad) y tienes control emocional, siendo feliz en tu vida actual; al mismo tiempo dije que lo había transferido a dos Almitas maravillosas (psicólogas) que os los podía ofrecer mediante terapia, obvio que, con remuneración, pues es su trabajo, y que además ellas lo harán, pues mis tiempos están contados, para seguir en esa labor. No se trata de dar una formación, sino de recibir terapia para quien lo necesite. Durante un tiempo os habéis puesto en contacto conmigo para luego realizar el contacto con ellas (Rosario y Yesenia), pero ahora ya podéis hacerlo de forma directa mediante su correo profesional:  terapia.psico2@gmail.com También podéis visitar su Web: http://www.psico2-internacional.es

 

Para las actualizaciones de Todo Deéelij y preguntas sencillas: deeelij@gmail.com

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