Agenda completa de actividades presenciales y online de Emilio Carrillo para el Curso 2023-2024

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24/5/10

Comarte con nosotr@s: “Elena”, de Teresa López

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ELENA

La niña había dejado de jugar con las muñecas que yacían escondidas en un rincón de su cuarto, ya no quería ser más la mamá de su antes querido pepón, y que ahora dormía abandonado sobre la cuna de palitos de madera que le hizo su hermano mayor. No hacía ya papillas con harina y agua ni le limpiaba los imaginarios pises, los mocos o los restos de papilla a su muñeco mientras lo abrazaba maternalmente y le llamaba cariñosamente cochinito.

Ahora rehuía estar sola con sus muñecas, le daba miedo de sus ojos grandes y redondos que la miraban fijamente; no sabía cómo jugar de nuevo con ellas, no tenía ganas de inventarse fantasías; no quería ser ya mamá ni enfermera ni maestra ni nada. Su hermana sonreía cuando entraba en el cuarto que compartían, veía a todas las muñecas vueltas cara a la pared ajena a lo que ocurría en la cabeza de la niña, pensando quizá que todas las muñecas estaban castigadas por algún nuevo juego de su hermana pequeña.

La niña buscaba la soledad y se escondía entre las paredes de los estantes aún sin enfoscar de la obra que estaban haciendo en su casa; se acurrucaba como un ovillo en los huecos buscando la tranquilidad y el silencio cuando llegaba del colegio y terminaba llorando sin saber muy bien qué le estaba pasando, su entendimiento no llegaba más lejos, hasta que se dormía de cansancio. Muchas veces su hermano mayor la sacó de allí cuando regresaban los albañiles del almuerzo para seguir con el trabajo de la obra y la encontraban dormida como un animalito escondido.

La maestra intuía un cambio en la chiquilla y quería hablar con su madre porque la niña, antes tan jovial y participativa, había dejado de jugar a la hora del recreo en el patio del colegio, no participaba de las actividades y si lo hacía, lo hacía de mala gana. Había dejado de hacer los pocos deberes que le mandaban para casa y los que hacía los hacía mal y sin prestar atención. Su nerviosismo era patente cuando pronunciaban su nombre y la sacaban de su mundo imaginario, entonces, la niña miraba al vacío y esquivaba las preguntas escondiéndose tras alguno de sus compañeros de aula.

Cuando volvía a casa era aún peor, sabía que se encontraría de nuevo con la gente extraña que la rodeaba, tenía que pasar por la puerta de su verdugo y su madre, ignorante de tanto terror, la mandaba jugar con la nieta pequeña de los vecinos de al lado de su casa. Se escondía de todos. Oía a sus hermanos y a sus padres llamarla a gritos a la hora del almuerzo pero ella seguía escondida: en el pajar o en la cámara donde guardaban los aperos de labranza y los embutidos de las matanzas del invierno; escondida entre los sacos de grano y las canastas llenas de lana de oveja aún sin cardar que guardaba su madre para los colchones y las almohadas.

La madre veía como la niña había perdido peso y se negaba a comer en la mesa con el resto de la familia. Había perdido el color sonrosado de las mejillas infantiles que se había cambiado por una palidez verdosa e insana. Los ojillos de la cría no eran capaces de centrarse y quedarse fijos en ninguno de ellos y el brillo febril de éstos asustaron a la madre. La llevó varias veces al médico que la reforzó con vitaminas y calcio, tenía ocho años pero crecía con rapidez y era mejor proveerla de lo necesario para hacerse una hermosa jovencita. No imaginaban nada más.

Su hermana mayor se desesperaba por las mañanas cuando iba a recoger las camas encontrándose con las sábanas mojadas de pis, y en el colchón se había formado el inmenso redondel amarillo difícil de secar en un colchón de lana. Colocaba una manta para que no calara la humedad el cuerpecito de la niña y le escondía a la madre la nueva situación porque temía el regaño y el azote a su pequeña hermana. Escuchaba su respiración agitada durante la noche y los gemidos de sus pesadillas pero no quería darle mayor importancia, tal vez tenía celos del hermanito tardío y recién llegado, y quería llamar la atención de su madre absorta en los cuidados del recién nacido. Ella sólo tenía doce años y tampoco le dio importancia al echo de que la niña se arrancara las pestañas y las cejas hasta dejarlas completamente calvas, suponía que se debía también a los celos.

Nadie podía imaginar el calvario que estaba pasando la niña, nadie se preguntó el porqué de todas sus reacciones, de su soledad y de su silencio. A veces pienso que si las criaturas tan pequeñas fuesen conscientes de lo que es el suicidio y que con él pondrían fin a su tortura, aquella niña se hubiese suicidado sin dudarlo un solo segundo. Sentía tanto terror en su pequeño cuerpo que cuando recordaba lo que le había pasado se le soltaba la tripa hasta hacerse caca en la ropa interior. Ella no quería estar allí, quería diluirse y hacerse invisible para los demás; quería vivir en su universo nuevo, lejos de todos los que pudiesen hacerle daño. Le habían robado su niñez y no sabía dónde se encontraba en ese momento de su vida, ya no volvería a ser una niña, eso lo sabía con adulta lucidez; tampoco era una mujer, entonces ¿qué era?. Le habían robado la inocencia aunque ella no supiera qué quería decir aquella palabra.

Todo sucedió unos meses antes cuando agonizaba el verano. Su vecino la había invitado a dar un paseo en coche junto a la nieta pequeña. En su pueblo aún había muy pocos coches y aquel SEAT 600 azul le gustaba mucho y la ilusionaba poder montar en uno. El viejo le dijo que no dijera nada a su madre porque el paseo iba a ser corto y su mamá igual no la dejaba ir con ellos. La chiquilla le prometió no decir nada a nadie y cuando el viejo se cercioró de su silencio le pidió que lo esperara a la salida del pueblo en un camino de tierra que iba hasta el río. La chiquilla estaba tan nerviosa con la aventura que esperó casi una hora escondida detrás de la pared de una vieja casa en ruinas hasta que vio aparecer el SEAT azul.

El viejo paró el coche y ella se subió en el asiento del copiloto. Tenía el corazón galopando de ansiedad y alegría, pero se dio cuenta rápido de que algo iba mal: la nieta no estaba dentro del coche y preguntó:

-¿Dónde está Marta?

El viejo le argumentó que se había quedado dormida y que la abuela no había querido que la despertara pero, que no importaba, que él iba para el río de todas maneras y que podía acompañarlo si quería. La chiquilla se tranquilizó cuando el viejo vecino le lanzó una sonrisa.

La niña continuó el camino curioseando feliz mirándolo todo a un lado y a otro de la carretera. Cuando llegaron al río saltó rápido del coche para buscar ranas en los remansos que se formaban a los lados del río, y cualquier otra cosa que fuese útil en los juegos de su mente infantil.

En una lata vieja que encontró entre el barro iba metiendo las ranas que consiguió atrapar. Pasó un buen rato de un remanso a otro hasta que el viejo se acercó a ella y le dijo que tenía una cosa que enseñarle, la cría se volvió sin temor a ver qué cosa era aquello que tenía tan interesante y el viejo le pidió que subiera de nuevo al coche porque estaba allí. La chiquilla no dudó en hacer lo que el viejo le pedía y volvió a tomar asiento en la parte delantera. El viejo le dijo que los asientos del coche se iban hacia atrás con un mecanismo de palanca que tenían a la derecha y retrepó el asiento. La niña miraba con curiosidad como se movían los asientos y se deslizaban hacia atrás y manipulando la palanca de su lado retrepó el suyo. El abuelo le dijo que se tumbara a descansar un rato y la criatura obedeció feliz.

Tumbado a su lado comenzó a mirarla de una forma extraña y ella notó cómo la respiración del viejo se hacía más rápida mientras manipulaba algo a través del bolsillo del pantalón. Empezó a halagarla tocándole las rodillas llenas de costras de heridas de juego, a decirle lo bonitas que tenía las piernas y lo guapa que iba a ser de mayor; subió una mano desde sus rodillas hasta las braguitas blancas de punto de ganchillo que le había hecho su abuela y comenzó a acariciarle las ingles. La niña notó cómo se le secaba la garganta por el miedo súbito y a intuir que algo de lo que estaba pasando estaba mal, que algo no funcionaba y que aquello no debería estar ocurriendo, así que intentó apartar las manos del viejo de su inocente cuerpo y bajarse la falda de nuevo pero el cerdo se volcaba encima de ella mientras le inmovilizaba las piernas con una suya. Intentó zafarse pero era imposible, una criatura con apenas ocho años recién cumplidos contra un hombre corpulento y fuerte. El viejo la sujetó por las muñecas y comenzó a besarle la cara, los ojos, intentaba besarle los labios pero la chiquilla retiraba la cara diciendo que no, que por favor la soltara, suplicándole temblorosa y asustada que la llevara a su casa. El ruin animal no la escuchaba, se bajó los pantalones y obligó a la aterrorizada niña a tocarle el asqueroso miembro. Con una sola mano la sujetaba fuertemente por las muñecas para que no se escapara, mientras la amenazaba cruelmente: le gruñía entrecortadamente, que si le decía a alguien lo que estaba pasando mataría a su padre primero y después a su madre, y así a cada uno de los miembros de su familia y que a ella la dejaría viva para que viera como los mataba uno a uno, y que después la llevaría a vivir con él para hacerle aquello todos los días.

Venció la resistencia de la criatura a base de terror y la chiquilla dejó de gritar y se dejó hacer en silencio todo lo que la bestia deseó.

La mente de la niña comenzó a flotar, ya no era ella la que estaba sufriendo todo aquello, vio todo lo que le estaba sucediendo desde otro plano, había conseguido salirse de su cuerpo y miraba desde fuera del coche todo lo que le ocurría a aquella niña laxa que tenía los ojos fijos en el techo y las lágrimas congeladas en las pestañas, que soportaba apenas sin respirar el dolor y las babas, el sudor y el aliento de aquel hijo de puta. La mente de la niña estaba en otro lugar más amable escapando de todo aquello que le estaba pasando a la pobre niña del coche. Ella estaba a salvo en su casa con su familia: jugando con su hermanito pequeño y abrazando a su madre y a su padre; estaba aguantando todo aquel dolor, mordiendo el miedo y aguantando las náuseas por ellos, ella no quería que aquel hombre malo los matase y estaba entregando lo que le pedía por ellos, estaba inmolando su inocencia por los que más amaba.

El viejo cerdo resolló encima de ella como una bestia herida y algo caliente y pegajoso se expandió sobre su barriguita, su pubis y sus braguitas de ganchillo medio bajadas. Cuando el animal recobró el resuello se subió el pantalón y colocó el asiento en su lugar, después le habló sin piedad:

-¿Ves?. No ha sido tan malo, no te ha pasado nada y no hemos hecho nada malo así que no se lo cuentes a nadie. Ya sabes que si le dices a alguien lo que ha pasado te quedarás sin familia. El primero será tu padre.

La niña rompió a llorar desconsoladamente mientras temblaba de miedo intentando cerrar las mandíbulas fuertemente y que sus dientes chocando entre sí no hicieran ruido. Nerviosa ponía su ropa en orden y se secaba las lágrimas a manotazos para no enfadar al viejo. Al final todo había terminado y el viejo cerdo la llevaba de vuelta a su casa. Lo último que vieron sus hermosos ojos antes de marcharse fue cómo las ranas se salían de la lata y saltaban de nuevo hasta el río.

Cuando llegó a su casa se fue corriendo muerta de asco y de angustia al cuarto de baño a lavarse y a quitarse las braguitas; sintió tanto miedo de que su madre pudiera verlas que las metió en una bolsa de plástico para deshacerse de ellas. Se lavó atropelladamente con el jabón negro de su madre, mientras el olor del semen se le metía por la nariz y se gravaba en su memoria para el resto de su vida.

Nerviosa, volvió a sacar las braguitas de la bolsa por si acaso tenía forma de lavarlas pero volvió a ver los churretes de sangre y la humedad gris del semen y decidió que era mejor deshacerse de ellas. Atravesó el corral lleno de animales y salió por el portón trasero de la casa que daba a un arroyo e inmediatamente, al cruzarlo, a un vertedero de basuras y escombros. Cavó un agujero con sus pequeñas manos y enterró las braguitas blancas de ganchillo que le había hecho su abuela. También enterró con ellas su niñez y su inocencia: a partir de aquel día las cosas ya no volverían a ser igual que antes, lo sabía con brutal realismo.

Durante tres años más sufrió el terror de encontrarse a su verdugo día tras día, de soportar sus miradas lascivas y soportar sus fracasados intentos por encontrarla a solas. El miedo a que hiciera daño a los que más quería la seguía manteniendo muda. Se encerró en los libros y en su cuarto lleno de muñecas con las que jamás volvió a jugar y controló su ansiedad cuando el verdugo estaba presente pareciendo más fuerte de lo que en realidad era; era la única defensa que tenía ante la bestia aunque por dentro se estuviera muriendo de miedo. Consiguió salir airosa de todas las intentonas hasta que el viejo marrano se marchó jubilado del pueblo a vivir en otra provincia más cerca de sus hijos. Aquel día el sol volvió a brillar para ella y descansó de nuevo su pequeño corazón. El sentimiento de culpa que arrastraba desde aquel lejano día empezaba a olvidarse ¿Había tenido ella la culpa de lo ocurrido? ¿Qué había hecho mal para que el hombre le hiciera aquello?. Este es un sentimiento muy común en los niños que han sufrido abusos. La chiquilla recuperó poco a poco parte de su vida, su autoestima, y comenzó a sanear su mente que llevaba tres años enferma de terror. Había callado todo el asco y el horror que le había provocado el viejo porque, de alguna manera, ella se sentía culpable y para que sus padres no le faltaran. Era un secreto y no lo diría nunca, jamás nadie sabría nada de lo ocurrido.

Un par de años más tarde su cuerpo floreció y se hizo una mujer; una mujer que ha ido arrastrando las consecuencias de aquella violencia durante toda su vida, pero eso señores, es parte de otra historia.

La mujer madura y hermosa que había contado la indignante historia guardó los folios en una carpeta y se quitó las gafas para dirigirse al público que abarrotaba la sala:

-Bien, señores, con este último caso sobre los abusos a menores, estas jornadas quedan clausuradas. Les agradezco su asistencia y espero que todo lo expuesto pueda ayudarles en su trabajo futuro. ¿Si alguien desea hacer alguna pregunta?.

Unos cuantos asistentes preguntaron y ella respondió profesionalmente a todos de cómo se puede detectar un abuso en una criatura, sea niño o niña. Habló de síntomas y de consecuencias hasta que hubo resuelto todas las dudas.

Cuando se acercaba sola a su coche para marcharse a casa el joven que había estado callado durante toda la exposición, tomando notas y que había puesto cara de asco ante el relato de la doctora, la abordó con sonrisa nerviosa y le espetó:

-Perdone doctora, me gustaría hacerle una pregunta ¿Cómo puede usted saber tanto de la violencia contra los niños?, que yo sepa su rama no es...

La Doctora Fernández miró al joven directamente a los ojos y le cortó secamente respondiéndole antes de que terminara la frase.

-Porque la niña a la que he descrito en ese caso... soy yo.

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