Descalzarse y encender varillas de incienso, juntar las manos y postrarse en silencio, desde el vacío, porque "llegamos arrastrando nubes de gloria", dice Wordsworth, porque la más cara frescura vive en lo hondo de las cosas.
Pretender escribir sobre el Tao es desconocer el Tao y, sin embargo, no hay realidad fuera del Tao, por eso “quien sabe, no habla y quien habla, no sabe”. Sin límites ni substancia, sin adjetivos ni definición, sin arriba ni abajo, sin adentro ni afuera, sin bueno ni malo, justo o injusto, yang o yin, la mayor felicidad consiste en no hacer nada para obtener la felicidad porque “el gozo perfecto es carecer de él”.
Si uno está en armonía con el Tao cósmico, la respuesta llegará en el momento de actuar, pues uno actuará con arreglo al modo espontáneo del wu wei que, según Merton, es el modo de acción propio del Tao y es la fuente de todo bien, “hacer sin hacer” y plegarse a la naturaleza de las cosas sabiéndose uno con ellas.
Acercarse a los textos sagrados del I Ching, o libro de las mutaciones; al Tao Te King, de Lao Tsé; a El Camino, de Chuang- Tzú; o a las obras de Li- Chi o de Lie-Tzu, es abismarse en la esencia del pensamiento taoísta que, como el sabor del té, no puede explicarse pero puede alcanzarse. Y “saber cuando detenerse”.
El Taoísmo adquiere enorme relevancia en nuestro tiempo porque puede resolver la crisis ecológica creada por la visión de antagonismo a la naturaleza del pensamiento judeo-cristiano que pretendió “dominarla”, y ayudarnos a recuperar el contacto con los ritmos de la naturaleza y con el fluir de las energías en el cuerpo. Lo que el Zen denominará “recuperar el rostro originario”, la identidad perdida.
Pocas lecturas habrá superiores al Tao Te King y a El Camino de Chuang Tzú. Podría eliminarse gran parte de la literatura universal sin que la echáramos de menos si podemos gustar con la punta de la lengua la sabiduría del Tao, nada digamos si acertamos a tragarla.
El Taoísmo, como otras profundas sabidurías, admite que lo real es, en el fondo, Uno: hay un principio de orden y de unidad que es misterioso e inefable, trascendente e inmanente, al que “por no saber su auténtico nombre, sólo lo llamamos Tao”, o el Camino.
“Hay algo que lo contiene todo. Es antes que el cielo y la tierra, es inmóvil, incorpóreo, en sí, inalterable, lo penetra todo, por siempre moviéndose. De modo que puede actuar como Madre de todas las cosas. Si ha de ser nombrado, que su nombre sea Grande. La grandeza significa seguir adelante, seguir adelante significa llegar lejos, y llegar lejos significa regresar”. El Taoísmo es la realidad suprema que reabsorbe todas las contradicciones, es principio de liberación para quien lo capta.
Después de la época de los emperadores Han, se constituyó el Taoísmo religioso. Por desgracia, posteriormente se mezclaron prácticas mágicas y supersticiones populares que lo desvirtuaron.
Pero su esencia está ahí, aquí, en el silencio, en el vacío, en el ritmo y en el caminante que se sabe Camino, Verdad y Vida. Como dirá el shivaísmo de Cachemira, “el secreto es que no hay secreto”. Por eso, saberse Krishna, Buda, Tao, Cristo es saberse necesario como el hueco vacío del eje en donde confluyen los radios de la rueda, o el vacío que da su ser a la olla de arcilla, o el de las puertas y ventanas que se lo dan a la casa.
El Taoísmo excluye el concepto de Ley, tan querido para Confucio y no digamos para el Judaísmo, y prefiere el de Orden, como ritmo que armoniza una infinidad de ritmos menores.
El sabio ve todas las cosas a la luz de la intuición. Está en el centro del círculo y ahí se mantiene mientras el “sí” y el “no” se persiguen en torno a la circunferencia. “Los hombres verdaderos no tenían miedo cuando se encontraban solos en sus puntos de vista... respiraban profundamente desde los talones”.
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Autor: José Caros García Fajardo (fajardoccs@solidarios.org.es)
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