El pasado de estricta moral y el presente de creciente nihilismo que batalla por deshacerse de ella, pareciera no querer dejar espacios a opciones intermedias, al mismo tiempo ponderadas y esperanzadas. El tema de la eutanasia ha irrumpido abruptamente en la campaña electoral, pero quizás éste no sea el marco más adecuado para encarar unas cuestiones tan fundamentales. Prima una reflexión más sosegada, liberada de ideología y de intereses banderizos, sobre grandes cuestiones como la eutanasia, el derecho a morir, la dignidad de la muerte... Estos temas gordianos han vivido a lo largo de la historia el secuestro de la tradición religiosa y hoy, en buena medida, el de la asepsia nihilista.
En la actualidad nuestro código penal castiga con de dos a cinco años el caso del suicidio asistido y de seis a 10 años el de la eutanasia. Dicen las crónicas que ya hace tiempo que el piano que tocaba María José Carrasco había enmudecido, que los pinceles con los que pintaba se habían secado. A sus 61 años tenía esclerosis múltiple desde hacía 30 años. Albergaba su derecho a morir, sin embargo, defender ese derecho, no significa necesariamente comulgar con el gesto.
Ángel Hernández nunca debiera haber sido detenido por ayudar a su mujer a morir. La libertad siempre por delante. Deseamos que la fiscalía no presente cargos en su contra, pero tampoco somos fans del “cloruro potásico”, ni del “pentobarbital sódico”, ni de cualquier método que acorte nuestro tiempo en la tierra. Este debate es bastante similar al del aborto. Estamos por la plena libertad de ejercer el aborto y la eutanasia, pero no estamos ni por el aborto, ni por la eutanasia.
Nada más lejos del juicio. Sólo si es caso comprensión, si es caso compasión, si es caso pena de una sociedad que bascula entre una religión en exceso moralizante y un ateísmo rampante. Las asociaciones en pro de una “muerte digna” hablan, con su parte de razón, de “gesto de amor”. Sin embargo, el sufrimiento no resta dignidad a la muerte, el sufrimiento valientemente asumido la dignifica. En realidad, todas las muertes son dignas. Hay que abrazar todas las interpretaciones del amor, pero personalmente prefiero quedarme con ese amor que ayuda a vivir, a apurar la copa, que con aquél que prepara la huida. Nos referimos a huida con todos los respetos, pero también con la conciencia de que cada vez a la “casualidad” le va quedando menos espacio. Somos cada vez más quienes no creemos en esa injusta lotería que a unos les depara esa muda y dolorosa postración y a otros un final plácido.
“Le provoqué la muerte porque creo, ante todo, en la vida”, afirma Marcos Ariel Hourmann, el primer médico en España condenado por practicar la eutanasia. A veces la vida cuesta vivirla, pero ello no suma argumento rechazarla. Quizás conviene abrazar la vida, tanto cuando es amable, como cuando lo es menos, cuando nos paraliza los miembros y nos calla los labios. “Agarré la jeringuilla, la llené con cloruro de potasio y se lo inyecté en vena a la paciente. Su sufrimiento desapareció en cuestión de minutos...” Al cloruro potásico no se le debieran añadir propiedades extras, no puede solucionar lo que no hemos logrado solucionar en vida.
No somos nadie para restar amor a gestos que son calificados como generosos, pero personalmente me quedo con Richard Simonetti cuando afirma que “La dolencia de larga duración ofrece un auténtico tratamiento de belleza para el alma”. Hay que haber sufrido mucho para llegar a la respetable decisión de María José Carrasco, pero también considero que no deberíamos privarnos de esos tratamientos destinados al abrillantamiento de nuestra alma.
Permitir que la casa se vacíe sin echar al morador antes de que el alquiler expire. Permitir que el soplo se agote, que el corazón ya no bombee, que la envoltura se enfríe. Dejar que la vida física se apague sola, por supuesto sin estirarla más allá de lo debido, pero tampoco sin acortarla. Hay relojes que nunca se adelantan. Al enfermo le pueden sobrar tubos, máquinas y fármacos que prolongan su sufrimiento, pero no le sobra un segundo del tiempo que ha de permanecer de forma no mecánicamente asistida sobre la tierra.
Libertad siempre, pero podamos avanzar hacia otros usos de esa libertad. El “buen morir” no viene necesariamente de una inyección letal que rompe todas las programaciones. El “buen morir” es también paz y serenidad en compañía de los seres queridos y puede venir de la sana aceptación de lo que nos corresponde. El “buen morir” no lo representa necesariamente la eutanasia, sino la esperanzada y altruista resignación ante el lastre que hemos ido recogiendo por nuestros caminos. No conviene adelantar unas manecillas siempre sujetas a una precisión que nos desborda. El “buen morir” es también esperar a que esos brazos tiernos de la muerte vengan a recogernos en el momento acordado.
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Autor: Koldo Aldai (coordinacion@foroespiritual.org)
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