Sin saber
cómo, vino a su mente la palabra confianza y esa noche la pasó con los ojos
encaramados en el techo, dando vueltas a la idea de confiar en qué:
¿En mis
padres que me quieren tanto, pero no han encontrado el camino para estar
alegres y en paz? Los adoro, pero si no han encontrado para ellos el sosiego y
el gozo de vivir ¿cómo podrían enseñarme a mí?
¿En mi
marido, que arde en la hoguera de sus días convulsos, cual cervatillo que no ha
visto el lobo, pero lo presiente al doblar de cada esquina, que no se atreve a
soltar una carcajada desde que éramos novios, no vaya a ser que se le escape el
aliento?
¿En Iván,
que aún va gateando a alcanzar la pelota que le compramos por el día de reyes,
limpiando el suelo con su pañal blanco y el aire del cuarto con su inocencia?
Daría la vida por él, que es agua donde soy cascada, semilla donde soy tierra,
pero sólo puedo confiar en su mirada sin falsedades y su risa tan espontánea
como un relámpago en las noches de tormenta.
¿En la
familia, que no se dan cuenta que respiran, no se han detenido jamás a sentir
que la sangre fluye por sus venas, inmersos en el carrusel de las cosas
banales, entretenidos en las pompas de jabón que salen de la colmena, en el
humo misterioso que desprenden los semiconductores de la tele?
Si no sé
en quién confiar, no podré perseverar en la confianza, porque sería empeñarme
en surfear una ola que todavía es mar en calma, calentarme con un rayo de sol
que aún no ha llegado a la tierra.
Y la
amargura empezó a crecer en su alma como la yerba en los sembrados de tomates,
la impotencia y desesperación que empujan el corcho de una botella de sidra
vieja.
Entonces
el desánimo llegó sin avisar y trajo a la grupa otras alimañas como la
desolación que siempre se alista en las emboscadas, la rabia y una comadreja
arrugada y coja, llamada miedo.
Cuando los
ojillos de las hienas brillaban en la oscuridad de una madrugada, ella decidió
salir de la cueva, fue como un impulso de quien desea regalar al bosque la
postrer mirada, sumar su último aliento a la suave brisa que mueve la copa de
los pinos y los almácigos.
Y anduvo
los trillos donde se enreda la malva silvestre, jugó con las olas que se rompen
sin quejas en los acantilados, se dejó seducir por el concierto de un sinsonte
enamorado, la asombró el vuelo de las abejas en los campos de girasoles, una
gota de rocío que acariciaba una hoja.
De repente
el corazón le hizo un guiño, los cinco sentidos se emborracharon de Valium y el
misterio descendió de las estrellas para repetir una frase muy corta en su
oído:
-
¡Confía en la
vida!
Y las
piezas del puzle comenzaron a volar solas hacia el sitio exacto que les
correspondía en la figura.
-
El único
compromiso que tiene sentido es con esa esencia divina que soy, cuando dejo de
mirarme en el lago de lo manifestado, cuando vuelvo la atención hacia lo que no
se ve.
Y cada
minuto del resto de mi vida lo disfrazaré de ninja cazador de oportunidades,
para ejercitar esa confianza.
Con una
tela de araña ató los cabos que faltaban y para tirar del carro puso delante
seis corceles de confianza en la vida, de riendas tomó al compromiso con la
divinidad descubierta y sentó en el pescante de su carro a la madre perseverancia,
comadrona de todos los empeños, juego ancestral que hace desaparecer al tiempo.
Desde
entonces la fe se lo pasa jugando a que la encontremos en los ojos de ella.
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Autor: José Miguel Vale (josemiguelvale@gmail.com)
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