Advertíamos hace unas semanas contra esa creencia mentecata que
pretende que hoy somos más inteligentes que nuestros antepasados de hace cien o
mil años; aunque, desde luego, incurriríamos en una mentecatez semejante si
concluyéramos que somos menos inteligentes. Sin embargo, no logramos sacudirnos
la penosa impresión de que nuestra época no brinda genios comparables a los que
brindaron épocas pretéritas; una impresión que se vuelve especialmente incómoda
si reparamos en ámbitos en los que antaño florecían las figuras geniales de
forma más ‘ostentosa’, con un brillo más llamativo (pensemos, por ejemplo, en
el ámbito político, pero también en el de las artes). Puesto que no es
verosímil una ‘pérdida de inteligencia’, hemos de concluir que hemos perdido
por el camino otras cosas que actúan como fermento de la inteligencia; y hace
unas semanas señalábamos, por ejemplo, el empobrecimiento del lenguaje, que
inevitablemente dificulta la expresión de pensamientos complejos.
Pero esta explicación, aunque válida, es
demasiado limitada y ‘materialista’. Leyendo la magnífica antología de
Concepción Arenal que en un anterior artículo me atreví a recomendar
encarecidamente –La pasión por el bien, con edición de Anna
Caballé–, me tropiezo con una reflexión preclara. Observa Arenal que el hombre
(ella siempre utiliza esta palabra para referirse a la especie humana) se
compone de elementos físicos, intelectuales y morales: los dos primeros los
recibe al nacer con una desigualdad que no está en su mano evitar; los
elementos morales, en cambio, son obra suya. Es decir, todo ser humano nace con
idéntica capacidad de discernimiento moral (salvo que tenga una grave tara),
con idéntica libertad para elegir el bien o el mal. De modo que podríamos decir
que las diferencias en la esfera moral son obra humana, fruto de nuestras
elecciones, a diferencia de las diferencias intelectuales, que son obra de la
naturaleza.
Resulta evidente –prosigue Arenal– que para ser un ‘genio’ no basta
con unas facultades intelectuales superiores; hace falta cultivarlas, pues de
lo contrario terminan atrofiándose. Pero la pensadora ferrolana no cree que ese
‘cultivo’ de las facultades intelectuales se logre únicamente mediante el
estudio, la lectura o cualesquiera otras actividades de índole intelectual.
Cree que los hombres verdaderamente grandes son hombres morales; y, por lo
tanto, que los hombres eminentes que se entregan a la vanidad, a la codicia, al
amor propio exagerado, no pueden ser propiamente geniales, porque esos vicios o
lacras morales limitan su horizonte, les obligan a ofrecer puntos de vista
mezquinos, les impiden elevarse a las grandes alturas «desde donde solamente se
descubre la verdad». Y añade todavía algo más: aparte de su incapacidad para
alcanzar la verdad de las cosas, el hombre eminente pero inmoral carece de amor
suficiente para ir en su búsqueda, carece de los impulsos nobles que le
permitan ascender, sobreponiéndose a sus propósitos mezquinos o sectarios. Sin
esta energía o inspiración moral, a juicio de Concepción Arenal, se puede ser
un virtuoso de cualquier arte o disciplina; pero «nada grande se crea, se
comprende ni se adivina». De ahí que haya muchos hombres que, aun naciendo con
facultades eminentes, nunca llegan a ser grandes; y otros que, teniendo menos
dotes naturales, pueden elevarse más que ellos, si son profundamente morales.
Nada más natural, pues, que una época inmoral como la nuestra
apenas pueda brindar genios. Pues los hombres eminentes, para poder ser
geniales, tienen que desprenderse del espíritu de su tiempo; y, al
desprenderse, la mayoría de sus contemporáneos no los pueden percibir como
genios, sino en el mejor de los casos como ermitaños díscolos, cuando no como
elementos peligrosos e indeseables. Porque, además, allá donde el
discernimiento moral se oscurece, acaba ocurriendo un fenómeno sobrecogedor que
también señala Concepción Arenal de forma clarividente: «Observando bien
–escribe–, llegamos a convencernos de que los grandes males son aquellos que se
hacen ignorando lo que son, que se consuman con tranquilidad de conciencia y
que, en vez de vituperio, reciben aplauso de la opinión pública. Por cualquier
página que abramos el libro de la Historia, vemos que los pueblos sufren
principalmente, no por los ataques de los malhechores, que las leyes condenan y
la opinión anatemiza, sino por aquellos […] que destrozan el cuerpo social con
la tranquilidad de la conciencia y beneplácito de la comunidad». Hay épocas
que, en lugar de genios, brindan monstruos que, sin embargo, son percibidos por
las masas cretinizadas tanto más geniales cuanto más inmorales son.
:::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::
Autor: Juan Manuel de Prada
Fuente: XL Semanal (22/05/22)
https://www.abc.es/xlsemanal/firmas/juan-manuel-de-prada/donde-estan-los-genios.html
:::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.