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El blog El Cielo en la Tierra publica todos los lunes, desde el 3 de septiembre de 2018, una entrada relacionada con el Proyecto de investigación Consciencia y Sociedad Distópica. Por medio de la web del Proyecto se puede tener información detallada sobre sus objetivos y contenidos y cómo colaborar con él:
http://sociedaddistopica.com/
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No sabemos todavía con exactitud qué repercusión van a tener las
nuevas tecnologías en nuestra forma de vida política, si mejorarán la
democracia, si la modificarán o la harán imposible.
En el Leviathan el Estado
fue definido por Thomas Hobbes como un “automaton”. Organizar políticamente la
sociedad equivale a poner en marcha un conjunto de procesos, dispositivos y
procedimientos que constituyen la tecnología administrativa de la burocracia.
La maquinaria de la democracia moderna fue construida en la época de los
Estados nacionales, la organización jerárquica, la división del trabajo y la
economía industrializada, un mundo que en buena medida ha quedado superado por
la tecnología digital, deslocalizada, descentralizada y estructurada en forma
de red.
¿Qué le pasa a la
política y a sus instituciones específicas cuando cambia de este modo el
entorno tecnológico? ¿Qué transformaciones políticas asociamos a la
robotización, la digitalización y la automatización? Todavía es difícil saberlo
y tal vez esa ignorancia explique el hecho de que se hayan formulado dos tipos
de diagnósticos que implican, aunque por motivos contrapuestos, una cierta
despedida de la política: los profetas del entusiasmo anuncian el poder absoluto
de la tecnología sobre la política, lo que consideran fundamentalmente algo
positivo. El llamado Internet de las cosas va a transformar también las
prácticas políticas y hay quien profetiza que podría incluso cumplir la función
de reparar o sustituir a las estructuras políticas debilitadas o ausentes. La
nueva tecnología vendría a resolver los problemas ante los que ha fracasado la
vieja política. El otro final de la política es pesimista en la medida en que
se asocia necesariamente el nuevo entorno tecnológico a la pérdida de capacidad
de gobierno sobre los procesos sociales y a la desdemocratización de las
decisiones políticas. La tecnofilia y la tecnofobia comparten la suposición de
que la lógica de la tecnología puede sustituir a la de la política; solo se
diferencian en considerarlo una buena o una mala noticia.
En poco tiempo hemos
pasado del ciberentusiasmo a la tecnopreocupación; en vez de entender las
nuevas tecnologías como fuentes de capacitación, cada vez las consideramos más
como artefactos para el desempoderamiento. Hay una cierta revuelta popular
contra la tecnología: pensemos en las protestas anti-Uber, en la preocupación
por los accidentes de los coches automatizados, en la desconfianza frente a los
transgénicos o en las sospechas sindicales frente a la robotización del
trabajo. La Red, que fue saludada como impulsora de la democratización, es
vista ahora como un espacio de intromisión, ya sea en el ámbito de la
privacidad o en los procesos electorales. Cuanto más grandes son los big data,
más pequeños parecen los ámbitos en los que mantenemos nuestra capacidad
autónoma de decisión.
No sabemos todavía con
exactitud qué repercusión van a tener las nuevas tecnologías en nuestra forma
de vida política, si mejorarán la democracia, si la modificarán o la harán
imposible. Cuando superemos el vaivén de la euforia y la decepción tal vez
estemos en condiciones de emitir un juicio ponderado acerca de una
transformación que todavía está en marcha. En cualquier caso, es indudable que
la actual revolución tecnológica hace que nuestras democracias dependan de
formas de comunicación e información que ni controlamos ni comprendemos
plenamente. Desde un punto de vista estructural, esas tecnologías están dañando
elementos centrales de nuestro sistema político: el control parlamentario ha
dejado de ser lo que era cuando no existía Twitter; la financiarización de la
economía se sustrae de la forma de regulación política que ejercían los
Estados; no sabemos qué puede significar una ciudadanía crítica en un entorno
poblado por basura informativa; la democracia es lenta y geográfica mientras
que las nuevas tecnologías se caracterizan por la aceleración y la
deslocalización.
Que automaticemos ciertas
decisiones, individuales o colectivas, debería ser considerado en principio
como un alivio, pero esa posibilidad constituye una amenaza si implica una
entrega absoluta de nuestra soberanía. Las máquinas inteligentes parecen
capaces de reemplazar las decisiones humanas, los algoritmos invisibles
establecen nuevas fuentes de poder e injusticia, las autoridades tecnocráticas
gozan de excesivas prerrogativas. A este paso puede llegar a plantearse que
Siri nos diga —atendiendo a nuestros likes, a lo que consumimos, las redes
sociales de las que formamos parte, nuestras preferencias habituales— qué
debemos votar, como ha imaginado Bartlett en un libro reciente en el que
contrapone el pueblo a la tecnología.
¿Siguen teniendo sentido
la información razonada, la decisión propia, el autogobierno democrático en
esos nuevos entornos tecnológicos? De entrada no deberíamos minusvalorar el
riesgo de que el tecnoautoritarismo resulte cada vez más atractivo en un mundo
en el que la política cosecha un largo listado de fracasos. Hay quien sostiene
que los algoritmos y la inteligencia artificial pueden distribuir los recursos
más eficientemente que el pueblo irracional o mal informado. Sería algo así
como una versión digital de la clásica tecnocracia coaligada ahora con las
grandes empresas tecnológicas con irresistibles ofertas de servicios,
información y conectividad. El problema es que no tiene sentido hacer frente al
poder de estas empresas con legislaciones antitrust. La idea de que los
monopolios son malos porque suben los precios y perjudican al consumidor ha
sido central en la organización del espacio económico analógico, pero ahora nos
encontramos con empresas tecnológicas que bajan los precios —algunas incluso
son gratuitas, como Google y Facebook— y son excelentes para los consumidores.
Su amenaza para la vida democrática no tiene que ver con los precios sino con
la concentración de poder, la disposición sobre los datos y el control del
espacio público.
Es difícil que el
empoderamiento digital no tenga alguna contrapartida inquietante, que la
posibilidad de escapar del control centralizado no implique un debilitamiento
de la autoridad política en general. Pero la idea de unos actores perversos que
combaten por quitarnos la soberanía es demasiado humanista para la era digital,
una era en la que se realiza un intercambio inédito de accesibilidad y control,
de capacitación individual y puesta en común.
Un ejemplo cotidiano de
las ventajas y los inconvenientes de la automatización son los correctores
ortográficos automatizados, que nos hacen un gran servicio y al mismo tiempo
nos llevan a cometer ciertos errores. Un pesimista es alguien que considera que
esos correctores son los culpables de que cada vez escribamos peor; un
optimista es aquel que, en vez de quejarse, dedica ese tiempo a revisar lo
escrito. Pues eso es precisamente la política: la institucionalización de un
nivel de reflexividad para que nuestros dispositivos automatizados se diseñen
conforme a lo que hemos decidido que es una vida común lograda. Siri no puede
sustituirnos a la hora de tomar esa decisión, pero sí en todo lo demás.
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Autora: Daniel Innerarity (Catedrático de Filosofía
Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. En Galaxia
Gutenberg ha publicado el ensayo “Política para perplejos”)
Fuente:
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