Un día
hice mis maletas y me fui del pueblo hacia una gran ciudad, donde encontré
cines, teatros y grandes comercios, autobuses locales y playas repletas de
gente. Cuando pasó un tiempo comencé a extrañar los sonidos del campo, el olor
a tierra húmeda después de los aguaceros.
Un día
fundé un hogar y tuve hijos,
responsabilidades nuevas y retos de convivencia, y al poco tiempo
empezaron las quejas: comencé a echar de menos la libertad de no rendir
cuentas, me sentí atado e incomprendido, esclavo de obligaciones y decidí
romper lo que había construido y buscar algo nuevo.
Luego
cambié de ocupaciones para probar en otras olas de lo profesional, porque tenía
llagas en los pies por los grilletes del ejército, la disciplina y las ordenes
de los jefes.
Seguí
mi carrera hacia lo desconocido, pisando los talones a una dicha efímera, que
me duraba semanas, meses o como mucho un par de años. Seguí cambiando de
filosofía y religiones, visité iglesias y templos con gente buena, pero en las
noches acababa destrozado entre las fauces de una soledad miserable, una falta
de aire increíble.
Y puse
un día dos camisas en una valija, unos calcetines y muchos sueños, pedí un
préstamo de autoestima al Universo y recé por primera vez en mi vida. Y una mañana
más fría que de costumbre, me bajé de un avión a descubrir otro mayo diferente
al mío, sin que nadie me estuviera esperando.
Entonces
la vida puso en la proa de mi barca las olas más grandes que pudo, sopló
vientos homicidas y me hizo morder el polvo de la soledad y el miedo. Y cuando
justo parecía que se habían acabado los lugares nuevos a donde plantar mi
última morada, cuando no me quedaban parques donde instalar una miserable casa
de campaña, me di cuenta.
Y de
repente hice consciente que nunca me había propuesto emigrar hacia dentro,
echar un vistazo a esa mansión donde late la aceptación y el agradecimiento.
Entonces supe que mi viaje no era para atravesar fronteras, para cambiar de
parejas, de ocupaciones ni de otros fantasmas de afuera.
Encontré
por fin el hogar de donde vengo con las puertas abiertas, el sitio de donde
nunca me he ido, el trono donde reina la humildad de saber quién soy a ciencia
cierta, la curiosidad que alimenta mi ser y hace las preguntas trascendentes,
el asombro que traía en mi zurrón como único equipaje cuando llegué a esta
Tierra. Desde entonces hasta hoy, trato de emigrar más y más hacia dentro.
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Autor: José
Miguel Vale (josemiguelvale@gmail.com)
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