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9/1/22

Hay dinero público para las vacunas ante el Covid, el que haga falta, pero no para paliar el hambre en el mundo, que origina muchas más muertes

A 31 de diciembre pasado, el número de dosis inyectadas en todo el planeta de la vacuna contra el Covid-19 superaba ya los 9.000 millones. Si se multiplica esta ingente cantidad de dosis por el coste de cada una, se constata que, con el dinero que los gobiernos han pagado a la industria farmacéutica (subvencionada, a la vez, con recursos públicos en sus investigaciones para "diseñar" la vacuna), habría fondos suficientes para acabar durante lustros con la hambruna que se sufre en tantas partes del planeta y mata a muchos millones de personas cada año, entre ellas 2.700.000 niños.

En parte, se reproduce lo vivido con la crisis de los bancos en 2008, que terminó siendo una crisis general y ocasionó el endeudamiento masivo de los Estados cuando no menos de 13 billones de euros de dinero de los contribuyentes fueron a manos de la banca privada para “salvarla”. Un montante que habría sido suficiente para financiar durante 200 años los programas de alimentación, salud y educación que el Tercer Mundo necesita.

El informe El estado de la inseguridad alimentaria en el mundo 2021, elaborado por cinco agencias de Naciones Unidas, concluye que 811 millones de personas no saben qué comerán hoy. A las que hay que sumar aquellas que no alcanzan a tener una alimentación mínimamente adecuada, que son más de 2.300 millones. Tan atroz situación está motivada por las sequias -cada vez más frecuentes debido al cambio climático-, los conflictos bélicos y sociales, los desplazamientos masivos de refugiados que huyen de una muerte segura y, muy especialmente, la explotación y expoliación de los recursos naturales por parte de las grandes corporaciones transnacionales -propietarias, por cierto, de la citada industria farmacéutica-.

Cifras que, siendo tremendas, parecen no sobresaltar a nadie, menos a quienes las sufren, claro. Eso sí, cuando un virus causa la mortandad en dos años de no más del 0,07 por 100 de la población mundial (con una media anual, 0,35%, inferior a la que representan esos niños muertos por hambre), los mismos gobiernos y ciudadanos, que miran a otro lado ante la hambruna y la mortandad que año tras año provoca, sí se alarman y muchísimo… ¡porque les afecta a ellos!

Es un claro exponente de dos cosas: por un lado, de la iniquidad que impera en esta esta sociedad y con la que convivimos a diario -convivencia que, en demasiados casos, se convierte en connivencia-; y, por otro, de que todo lo que estamos viviendo a propósito de la pandemia tiene y tendrá, ineludiblemente, consecuencias álmicas para cada uno. Porque sabiendo –y todos lo podemos saber, a poco que nos importe- que la desnutrición origina muchas más muertes que el virus del Covid, ¿cuántos de los inoculados estarían dispuestos a renunciar a la vacuna para que el dinero que cuesta se usará para paliar el hambre en el planeta? Y esto no es demagogia, sino veracidad, esa cualidad que ahora tildan de locura. 

Para colmo, los hay que pretenden acallar sus conciencias firmando manifiestos para que la vacuna llegue a todos los rincones del planeta: ¿lo hacen pensando en el bienestar de los que viven en pobreza extrema o como modo de evitar que gente tan vulnerable sea foco de nuevas “variantes” del virus que les puedan afectar a ellos?

Desde luego, puestos a elegir, sin duda que tantos desfavorecidos preferirán que se les proporcionen alimentos para evitar un fallecimiento indudable a que se les inyecte una vacuna que les libre de una hipotética muerte. Máxime cuando, en el no va más del disparate, los efectos inmunes de la inoculación son discutibles, pues no les evitará el contagio propio ni que contagien a otros, y de escasa duración, no más de unos meses.

En lo que a mí respecta, la decisión es obvia. Por mi edad, me debería haber puesto ya tres dosis, creo. Agradeciendo a las instancias oficiales su “preocupación” por mi salud y garantizándoles que estoy muy sano -no gracias a las farmacéuticas, sino a la paz interior que gozo-, les pido que no se molesten en perseguirme -o en "joderme", que dice el pobre hombre que preside lo que aún se autodenomina República Francesa- con tanto certificado Covid y tantas restricciones absurdas; y dediquen el coste de las dosis que se ahorran conmigo cual modesto grano de arena para financiar programas de alimentación dirigidos a mis congéneres, que, literalmente, se están muriendo de hambre. 

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