Iba preparado para pegar un frenazo a su vida en
cualquier momento, sorteando los huecos y las piedras, derrapando con la rueda
delantera y los caprichos que cada vez se le antojaban más innecesarios.
Ya había
probado con alistarse en cascaras de nuez y otras utopías, se había desollado
los pies escalando guijarros, viajando a las calderas de la inconformidad y
restregándose una tusa de maíz por las entendederas, tratando de atrapar con la
punta de la nariz, la zanahoria prometida.
Y cada
día se alejaban más los caramelos, los cachitos de chocolate y arreciaban las
tormentas. Más frenazos y menos brisa que le diera un poco de esperanza en el
recodo venidero.
Probó a
restregar mucosas con desparpajo, se durmió en el cogote de la lujuria e hizo
un fardo tras otro, huyendo siempre del aburrimiento, usando un catalejo roto
para descubrir el faro.
Y el
sendero cada vez más desgarbado y abrupto, más incierto y con más recodos. La
pendiente más peligrosa y la promesa más inalcanzable. Cada mañana menos
sombras de arbustos debajo de las cuales sentarse unos minutos a tomar aire.
Mas
sembrados de tristeza los campos solitarios, más miedos revoloteando atraídos
por el crujir de los huesos.
Allá
afuera huía una liebre asustada, un relámpago escapado de las nubes, un siseo
misterioso en el mar tragándose a la reina de las mandarinas y al carro de
vapor sin leños nuevos, ni una gota de confianza en las alacenas.
De
pronto el caminante se detiene, mira en las alforjas de su bici y allí
reluciente, al alcance de la mano, hace consciente que lleva un manojo de fe
para sembrarlo.
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Autor: José Miguel Vale (josemiguelvale@gmail.com)
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