Me desperté cerca del
mediodía como una mina sin espoleta, un remolino de rabia que bajaba del cielo
con los puños apretados, la garganta seca y una imperiosa necesidad de pelear
con alguien, preferiblemente a puñetazo, a cuchilladas o con aquellas lanzas
con que los guerreros romanos destripaban a cualquiera.
Seguía sin saber de
Alina, la única bocanada de aire fresco en el bosque ardiendo de mi vida. Mi
padre me había echado de la casa e hizo trizas con el tacón de su zapato la
tarjeta de crédito que me había dado, cuando el sargento de la policía le
mostró mis últimos pagos por cocaína de la buena. Y no me había quedado
más remedio que mudarme a la buhardilla del asqueroso apartamento en Overtown,
propiedad de la borracha de mi abuela, y ahora, tirado en un camastro, asándome
con el calor pegajoso de La Florida. Y lo peor de todo era que recién entrado
en la vuelta veintiuno del circuito de carrera de mi vida, todo me importaba un
carajo.
Me quedé boca arriba con
los ojos encaramados en el techo, sudando a mares e incapaz de moverme,
paralizado de repente por una fuerza desconocida. Sintiendo en el hocico la
radiación del calor que emanaba del tejado y un deseo creciente de aniquilación
que pusiera fin a tanto sufrimiento, sin embargo algo me empujaba a sentir la
andanada de sensaciones y no resistirme.
Comenzaron a pasar por mi
cabeza los primeros años de la infancia, envuelto en el celofán de tener padres
ricos y una mucama negra, juguetes, caprichos y todo lo que no fuera un regalo
de hospitalidad de mis padres para jugar un rato, ni un caballo de palo como me
contaba el abuelo, antes que un cáncer le extendiera un boleto misterioso hacia
ninguna parte y sin regreso.
Sé que se escapó de esta
vida para no seguir mirando como mi padre se iba metiendo en la crisálida de
sus negocios, al revés que el proceso natural y acababa convirtiéndose en
gusano, ahogado en su dinero. Y mi madre asfixiándose sin afectos, desnuda para
atravesar el desierto de los canales de la tele y fumando el opio de
seleccionar lo más caro en los supermercados.
Entonces aprendí la
filosofía de las ballenas que salen a alcanzar una bocanada de aire fresco y se
sumergen en un nuevo descontento. Ya a los diecisiete tuve el primer accidente
sin carnet de conducir y le dejé una lesión a una señora, por la que mi padre
tuvo la desfachatez de indemnizar un cuarto me millón, como si una cojera de
por vida, se pudiera pagar con eso.
Y luego a descubrir otras
formas de hacer que las suprarrenales segreguen adrenalina, una desenfrenada
carrera hacia el estremecimiento de los primeros segundos, de un salto en
paracaídas, otro chupito de hormonas salidas de las gónadas en la suite de lujo
de los mejores hoteles, usando la vagina de chicas tristes, como esos insectos
que se achicharran en las farolas, huyendo de la oscuridad y el miedo.
Y la falsedad de
amistades que tienen un récord guinness en adulonería, la efímera carnada que
pone la tristeza en las fiestas de no celebrar nada, los remiendos de alegría
que proporcionan los objetos, sobretodo cuando caen del cielo, cuando tapan
goteras en el tejado de vidrio de los apegos.
Y de pronto se llena el
carro de dinamita y la mecha entre zanahoria y zanahoria se va volviendo
demasiado corta, las quejas se adueñan del gargüero y el descontento planta su
bandera en la cresta de tu vida, cada media hora. El miedo se disfraza de
soberbia, la rabia se alía con la tristeza y paren un monstruo que sube con un
fusil a la azotea de una escuela y asesina sin miramientos a la oportunidad que
le ha dado la vida, de vivir este sueño.
Y entonces ocurrió la
magia, el asombro del sudor que no me molestaba y pude ver que por la rendija
de la ventana del cuarto un rayo de sol se mezclaba con el viento.
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Autor: José Miguel Vale (josemiguelvale@gmail.com)
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