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El blog El Cielo en la Tierra publica todos los lunes, desde el 3 de septiembre de 2018, una entrada relacionada con el Proyecto de investigación Consciencia y Sociedad Distópica. Por medio de la web del Proyecto se puede tener información detallada sobre sus objetivos y contenidos y cómo colaborar con él:
Parece
que todos estamos obsesionados últimamente con las profecías, tal vez porque
ahora sí vivimos en una suerte de distopía. Varias pancartas en la Marcha de las Mujeres en Washington
de 2017 decían:
“¡Que Margaret Atwood vuelva a ser ficción!” y “Octavia nos lo advirtió”. Las
noticias sobre el aumento de las prohibiciones al aborto legal en Estados
Unidos y de recortes al presupuesto de la organización de salud femenina
Planned Parenthood sí parecen escenas directas de la novela Cuento de
la criada de Atwood (1985). Asimismo, la serie novelística Parable,
de Octavia Butler y publicada en los noventa, curiosamente habla de un
candidato presidencial que promete “hacer grandioso a Estados Unidos otra vez”.
En The
Dreams Our Stuff Is Made Of: How Science Fiction Conquered the World,
Thomas Disch le llama a este intercambio entre ficción y realidad
“visualización creativa”. El mundo de los negocios ha empezado a aprovecharla.
Los diseñadores del iPhone y Kindle mencionan que se han inspirado en algunas
obras de ficción. Boeing, Nike, Ford e Intel han contratado empresas
de prototipos, de proyección del futuro o de construcción de mundos para
desarrollar productos. El autor Brian Merchant, en una publicación en la
plataforma “Medium”, bien lo dijo hace poco: estas compañías “hacen lo que la
ciencia ficción siempre ha hecho: construir mundos suntuosos y especulativos,
describir la abundancia y los peligros de esos mundos y, finalmente, vislumbrar
cómo se derrumbaría ese futuro”. Es ficción “especulativa” en el sentido
financiero, una nueva manera de apostar con el futuro de las personas.
La
ironía detrás de este nuevo y valiente modelo de negocios, o lo que comprueba
su valor, es que la ciencia ficción ya lo había visto venir. Las distopías
desde hace mucho han retratado el reclutamiento de artistas para llevar a cabo
nefastas labores corporativas. En Blade Runner 2049, por ejemplo,
la Corporación Wallace le encarga a una mujer la tarea de crear recuerdos para
androides, no para los personajes de una novela.
Resulta
algo autocomplaciente que los creadores de ciencia ficción insinúen que son los
diseñadores del mundo que nadie reconoce. Pero sí parecen tener un don para la
innovación. El género ha predicho la comunicación satelital, las tabletas, los
submarinos, los psicotrópicos, las extremidades biónicas, los sistemas de
circuito cerrado CCTV, los autos eléctricos y las videollamadas. Se pueden
encontrar decenas de otros ejemplos de aparatos ideados por la
ciencia ficción en el internet, el cual también es un ejemplo de este fenómeno.
La palabra ciberespacio apareció por primera vez en la novela ciberpunk Neuromancer (1984),
para describir una “alucinación consensual… una representación gráfica de
información abstraída de los bancos de datos de todas las computadoras del
sistema humano”. Su autor, William Gibson, es nuestro Nostradamus predictor:
sus novelas han profetizado los programas de telerrealidad, la mercadotecnia
diseñada para viralizarse en redes y la nanotecnología.
Yo
escribo ciencia ficción del futuro próximo, así que constantemente pongo a
prueba mis propios poderes para profetizar. Una vez escribí un cuento
sobre una pareja con fobia a los gérmenes que quiere tener sexo sin
tocarse. Compran el TouchFeely —mi guiño al sensorama o los feelies en Un mundo
feliz (1932) de Aldous Huxley— un aparato que incluye un dildo
eléctrico y una funda que se comunican de manera remota. El año después de que
se publicó la historia, supe de Hera y Zeus, “los primeros juguetes
eróticos del mundo que funcionan con el internet”. Es curioso cómo estos
dispositivos “teledildónicos” se parecen a mi invención ficticia. Quedé un
tanto desconcertada. Mi historia es una sátira sobre la desconexión burguesa.
Todos mis personajes comienzan a tener aventuras con el bot; uno termina
ahogándose con el dildo. Pero debo confesar: también sentí un placer perverso.
Fue como si hubiese mágicamente creado una realidad, el sueño de todo artista.
Más
recientemente estuve investigando sobre vacunas contra el VIH para mi
novela The Old Drift. Con la ayuda de un biólogo de la Universidad
de Nueva York, se me ocurrió una vacuna que utiliza una técnica para atacar una
secuencia específica de genes. Sentí una mezcla extraña y otra vez perversa de
estupor y asombro cuando hace unos meses leí que científicos
chinos había usado exactamente el mismo mecanismo para su “proyecto de
desarrollo de una vacuna contra el sida”, también conocido como los bebés
Crispr, los primeros humanos modificados genéticamente. He empezado a
preocuparme de que en poco tiempo los microdrones Moskeetoze™ que diseñé para
la novela también cobren vida. The Scarab, cuento de Raymond Z. Gallun publicado en
1936, ya lo había vaticinado y luego la serie Black Mirror introdujo las abejas robot en el
imaginario popular justo antes de que surgieran en la vida real: en marzo de
2018, Walmart solicitó una patente para una flotilla de drones
polinizadores.
Esta
es la parte obscura de la profecía de la ciencia ficción. “¡Vaya, tenía razón!”
puede convertirse rápidamente en “¡Uy, tenía razón!”. Casi llegas a envidiar a
Casandra, la princesa troyana que fue maldecida por los dioses para que sus
predicciones siempre fueran correctas pero nadie las creyera. “Nunca he sido
capaz de predecir”, objetó William Gibson en una entrevista con GQ. “Pero de
alguna manera podía reinterpretar lo que ya había ocurrido”. Cuando se le
informó que parecía que estaban sucediendo los desastres mundiales que había
vislumbrado en su novela de 2014, The Peripheral, desde antes de
que se publicara, Gibson admitió: “Eso me incomoda muchísimo”.
Y
¿qué pasa si no solo vaticinas una mala idea, sino que la inspiras? Frankenstein de Mary Shelly (1818), que suele
considerarse la primera novela de ciencia ficción, en gran parte auguró esto:
“Aprenda, sino de mis consejos, al menos de mi ejemplo, cuán peligroso puede
resultar adquirir el conocimiento”. Pero mientras la ciencia ficción busca
advertir, en el fondo los humanos somos adolescentes: nos encanta hacer lo que
nos dicen que no hagamos. El Frankenstein de nuestra época, Parque
jurásico (1990) de Michael Crichton, quizá hasta impulsó a los
investigadores a tratar de recuperar el ADN de los dinosaurios. ¿Acaso los
creadores de ciencia ficción deberían dejar de dar rienda suelta al deseo de
vislumbrar el futuro?
Pues
no. Para empezar, muchas veces nuestras predicciones no son certeras. Tampoco
es que ya haya gente flotando con mochilas cohete o en aerodeslizadores. Huxley
predijo la existencia de la ingeniería genética —sus bebés de probeta son los
verdaderos precursores de los bebés Crispr—, pero hasta ahora hemos ignorado
sus sensoramas y nos hemos apegado a las películas típicas. Por alguna razón,
hay una serie de películas de ciencia ficción más antiguas que casualmente
están ambientadas en 2019 —Blade Runner, The Running Man, The
Island—, así que hay nuevas pruebas de nuestros desaciertos.
Un artículo de IGN lleva el título Las
películas de ciencia ficción que predijeron 2019 y se equivocaron.
El
escritor Harry Turtledove tuiteó ese artículo con un comentario
bastante exclamativo: “¡La ciencia ficción no predice el futuro! No, no,
¡carajo, NO! Usa el futuro imaginado para comentar el presente real”. Margaret
Atwood suele decir algo similar y hacer eco de las protestas de Gibson. A pesar
de que hay evidencias claras de las predicciones atinadas de Atwood —el
surgimiento de la derecha cristiana, la carne in vitro, bots sexuales hechos a imagen y semejanza de gente
real, el cambio climático apocalíptico, joyería con seres acuáticos
vivos— ella sostiene: “No soy una profetisa. De verdad, no lo soy. Si lo
fuera, hace años que habría vaciado la bolsa de valores… Están diciendo
que Oryx y Crake y MaddAddam se están volviendo
realidad. Pero están basadas en cosas que la gente ya estaba haciendo cuando yo
escribí los libros. Es solo que yo andaba buscando esas cosas y otras personas
no”.
Tal
vez el futuro que se muestra en la ciencia ficción no es más que una lupa sobre
el presente.
A
algunos autores sí les gusta ser profetas. En 1983, Isaac
Asimov publicó una serie de predicciones sobre 2019. Tenía razón en
algunas cosas: “El objeto o robot móvil computarizado ya está inundando la
industria y al cabo de una generación penetrará en los hogares”. Pero es
vergonzoso ver cuánta esperanza tenía en nosotros: Asimov pensaba que las
computadoras nos liberarían de las labores más tediosas. Se imaginó que ya
habríamos solucionado la contaminación, desarrollado tecnología “basada en las
propiedades especiales del espacio” e incluso colonizado la Luna. Esta linda
imagen podría parecer sorprendente, debido al afán de la ciencia ficción por
presentar la fatalidad y la desolación. Sin embargo, dada la caída vertiginosa
hacia la muerte de este planeta, en estos días imaginar cualquier tipo de
futuro parece optimista, pues presupone que, cuando llegue el Apocalipsis,
estaremos aquí para verlo.
Las
historias son una de nuestras tecnologías más antiguas. Nos permiten tener
experiencias vívidas —algunas hermosas y emotivas, otras horribles y oscuras— y
luego cerrar el libro, o la computadora, y seguir sanos y salvos. Nos aportan
una especie de placer perverso a la inversa; no de ver que sucede lo peor, sino
de ver lo peor sin que se vuelva realidad. Y he aquí la razón por la que creo
que los escritores no deberían renunciar al arte de la predicción. Los escritores
no solo vemos el futuro o tenemos una perspectiva especial sobre el presente;
también construimos una especie de máquina para hacer una retrospección
virtual. Creamos una simulación del futuro en la que es posible
sumergirse y que todos podemos experimentar y contemplar. Para que, después de
todo, juntos decidamos si queremos que estos sueños se vuelvan realidad.
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Autora: Namwali
Serpell (Escritora y feminista, imparte clases en la Universidad de Berkeley-California)
Fuente: Infobae.com – The New York Times (14/03/2019)
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