Este verano hemos vuelto al Camino, en realidad siempre estaremos volviendo al Camino, tal es su magia y embrujo, su poder de cautivarnos. Lo seguiremos haciendo mientras que el Inombrable nos guarde con salud y mueva nuestras piernas más torpes, sin embargo cada vez será preciso buscar itinerarios más olvidados. La masificación sobre todo del Camino Francés y del Norte, obligan a perderse por sendas más ignotas.
Hemos visto a lo lejos las ya familiares torres de la catedral
desde todos los ángulos, entrado en la Ciudad Santa, desbordados de contenida
emoción, por todas sus puertas. Desde el año 1991 que pusimos por primera vez
rumbo a Santiago, mochila a la espalda, muchas cosas han cambiado en esa
singular Senda. Se manifestaba entonces una autenticidad casi sin excepción en
el peregrino o la peregrina con que topabas. Cada uno de esos gratos encuentros
era determinante, pues tan viva era la fe, en su mayoría sin color ni etiqueta,
que se percibía en la mirada de cuantos caminaban.
Nos preocupa que hoy la masificación y comercialización vayan en
detrimento de la esencia centenaria. En nuestros días cuesta hallar la
motivación profunda, al margen de la aventura fácil, del plan económico, de la
popular mezcla de encuentro, deporte y cerveza. Nada más lejos del juicio, sólo
pedimos un carril más callado. No criticamos la superficialidad en el caminar,
echamos en falta la confluencia con otras soledades, el encuentro que nos
conmueva, la reunión con otros silencios andantes. No cuestionamos el río de
peregrinos, sólo sugerimos una oportunidad para quien quiera avanzar en un
silencio inherente a la ancestral Senda. Al fin y al cabo, muchos trenes ya
cuentan con sus vagones para quienes quieren viajar en silencio.
Cuando el último día de este pasado agosto llegamos a Santiago por
el camino sanabrés, no reunimos paciencia suficiente para ponernos al final de
una de las interminables colas que se hacen para entrar a la catedral. Nos
dirigimos a una solitaria iglesia adyacente por nombre San Paio de Antealtares.
El templo barroco y abigarrado de viejas esculturas estaba vacío de almas. En
medio de él había sólo un devoto peregrino canadiense con su libro de rezos en
la mano. El peregrino que busca recogimiento deberá prescindir de ver volar el botafumeiro
sobre su cabeza, renunciar al “Spotify” en sus oídos al penetrar la Ciudad
Santa, procurará no ser englutido por la atmósfera y conversación banal.
El Camino es un patrimonio común que no debiera salir de la
custodia del altruismo. Convendría que el Camino, en cuanto ruta espiritual,
estuviera, siquiera en alguna medida, libre del mercadeo. Hemos dormido en
albergues que eran “latas de sardinas”, saunas en las que tenías que elegir
entre el ruido de la calle o la asfixia en el interior. El negocio no debiera
acompañar lo sagrado, el uso comercial de la Senda debiera limitarse. El hacinamiento que procuran ciertos hospitaleros/comerciantes
puede ser cuestionado. El metro cuadrado a su vera no debiera ser motivo de
especulación. Al Camino no le conviene reducirse a una mera opción de caminar
en “modo barato”. La democratización del mismo no difumine su sentido, la
cantidad no debiera engullir la calidad. Calidad al fin y al cabo sólo
representa intencionalidad. Basta una intención elevada, no necesariamente la
adhesión a un credo, para calzar las botas y ponerte buscar las flechas
amarillas.
He visto muchos peregrinos terminar su andadura a las once de la
mañana al lograr asegurar a esa temprana hora su cama. Sin embargo, el
peregrino está en el Camino, no entre las cuatro paredes del albergue o el
restaurante. Vive, ora, medita, come, escribe, lee, siestea... en el Camino. No
le interesa llegar antes, sino en irremplazable Compañía. No tiene un avión que
le aguarda. Su Canción es la dentro, no la de los auriculares. No sabe de
kilometrajes, no lleva pulseras digitales. Sólo le interesa el GPS que le
conduce más profundo en sus adentros. No corre jamás a pillar cama. El colchón
no ocupa su mente. Si lo halla bendice a Dios y lo agradece, si no disfruta al
raso de la contemplación de las estrellas infinitas.
El Camino es el espacio, la vía plural e integradora en la que
podemos encontrarnos y convivir todos, por supuesto también Macarena Olona,
pero los focos que deslumbran y despistan debieran apuntar en otra dirección.
La elevada estadística tiene sus evidentes "pros", pero también sus
inevitables "contras". La post-pandemia y las ganas de campo abierto
han disparado las cifras, los albergues rebosan y tiran colchonetas por los
suelos, pero la paz y el recogimiento quedan cada vez más arrinconados.
Nadie podrá dudar de que el Camino ha cobrado nueva y a veces abrumadora vida, ahora prima preguntarnos qué vida queremos para el Camino. Cuando la Xunta llame a la Senda Compostelana no se olvide de apagar las luces de neón, de esconder alguna flecha, de señalar la bifurcación entre gastronomía y espiritualidad. La compostelana sólo será un cartón más en el escritorio, mientras no pongamos conciencia, atención y agradecimiento a cada paso.
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Autor: Koldo Aldai (koldo@portaldorado.com)
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