Cuando leí la alegoría oriental del carruaje, el cochero, los caballos y el amo, se me ocurrió escribir una versión lo más sencilla posible y salió este relato que comparto amorosamente.
El Príncipe era una de esas briznas de paja que mueve el viento en
los campos de trigo durante la cosecha estival, porque viajando lograba
atesorar experiencias y él sabía que era eso, lo realmente importante.
Antes de emprender aquel viaje, seleccionó al cochero entre varios
aspirantes, se encargó personalmente de elegir el carruaje y hasta el caballo,
un ejemplar hermoso de pura sangre.
Unos segundos antes de la partida, le dio al cochero las
instrucciones que le parecieron importantes: “Quiero llegar al país de las
sombras eternas”, le dijo sin más detalles. Puso el pie en el estribo y se
acomodó en su asiento.
El cochero tomó las riendas y arreó al corcel que salió disparado
por el camino polvoriento: “Ya veré a dónde nos lleva el viento”, pensó el cochero,
que no tenía nada claras las instrucciones del amo. En cuanto me equivoque,
seguramente me irá corrigiendo.
Pero el Príncipe estaba demasiado asombrado y curioso con cada
detalle del paisaje, era muy humilde y no decía nada.
Casi al anochecer, el cochero decidió detenerse en una taberna para
mitigar la sed y tomar un descanso; y el Príncipe, como estaba tan entusiasmado
observando cada piedra del camino y mariposas que volaban, se dio cuenta de
todo y no dijo nada.
Entonces el cochero se dejó llevar por la tentación del vino y
terminó ebrio como una cuba, el caballo se asustó mucho por los disparos de
unos cazadores y rompió los arneses y las varas que le permitían tirar del
carro.
Las riendas también se quebraron por los brutales tirones, así que,
a la mañana siguiente, cuando el cochero recobró un poco de cordura, encontró
el caballo sediento y malhumorado; el carro maltrecho, con los arneses y las
varas rotas; y, lo peor de todo, sin riendas para seguir conduciendo.
Y de repente el Príncipe, que era muy sabio, se bajó del carruaje y
siguió su camino andando hasta el próximo pueblo, donde estaba seguro que
podría elegir una nueva cáscara de nuez para continuar el viaje.
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Autor: José Miguel Vale (josemiguelvale@gmail.com)
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