La Religión y el temperamento
La Filosofía perenne plantea un problema que está íntimamente
asociado a la personalidad, es la relación que existe entre el
temperamento de las personas y el grado de crecimiento espiritual. No existe
respuesta afinada, salvo la que procede de la experiencia de los directores
espirituales.
Todo conocimiento es moldeado por el temperamento de cada cual. Por
ello, el temperamento es una variable independiente que mediatiza la expresión
religiosa.
Nuestra constitución psicofísica es un vasto territorio que va de
la imbecilidad a la genialidad, de la debilidad a la fuerza agresiva, de la
benevolencia a la crueldad.
Este plano vertical entre lo sublime y lo rastrero y deleznable, lo
recorremos las personas continuamente. Hoy somos personas encantadoras, mañana
unos huraños, pasado podemos salvar la vida a alguien en un acto heroico y al
otro cometer un acto de crueldad, todo esto con intensidad de fluctuación que
depende de lo que ahora abordaremos, el plano horizontal. No es lo mismo las
fluctuaciones de ánimo de alguien colérico que las de un flemático.
El plano horizontal es diferente. El carácter, el temperamento,
viene casi genéticamente dado. Somos como somos por genotipo, además de cómo
nos hacen, pues el fenotipo del ambiente en el que crecemos también aporta un
peso importante en cómo somos.
En el mejor de los escenarios familiar y social, a lo más que
podemos aspirar es a sacar lo mejor de nosotros mismos y evitar que emerja lo
peor que ocultamos, dentro todo ello del corsé de nuestra personalidad.
De las varias clasificaciones del temperamento humano, la Filosofía
perenne expone el sistema tripolar de Sheldon: endomorfico, mesomósfico
y ectomórfico.
El endomórfico es viscerotónico, es amable y huye de la soledad. El
mesomórfico es atlético, somatotónico; expresa el amor en actividad y ama el
poder y la competitividad. El ectomórfico es cerebrotónico, introvertido,
atento pero no emotivo.
El temperamento moldea el dharma o naturaleza esencial del
ser humano, su ley intrínseca.
El temperamento de los líderes
Las religiones en su manifestación final a las gentes están
mediatizadas por el temperamento de sus líderes. Así un líder somatotónico
considerará que las conversiones deben ser por brutales experiencias de metanoia
descomunal. Un líder cerebrotónico predicará el camino contemplativo. Esto da
un sello personal a los mensajes.
Jesús de Nazareth, dentro de esa incapacidad de
clasificarle caracteriológicamente, presenta su persona como hombre delgado y
proclive a la oración (muchas veces se retiraba al monte a orar). Se
podría decir que se comportaba como un cerebrotónico. Pero ni siquiera como tal
era un carácter extremo. Nadie tiene un carácter químicamente puro. Se dice que
Jesús estaba en el centro de los nueve trazos del eneagrama, en el centro
perfecto, equidistante de los extremos. Una persona así es la antítesis de un
líder, pero su capacidad de atracción era tal (acaso por el hecho de que hacía
milagros), que la gente le hizo líder y le recibió con palmas en Jerusalén
(aunque luego le matara) y le convirtió (le convertimos) en un extremista. Pero
alguien que aconseja ser “cándidos como palomas y astutos como serpientes”,
no puede ser un extremista radical. La Sabiduría jamás puede estar basada en
dogmas cerrados y excluyentes.
El Evangelio es el mensaje de un cerebrotónico. Jesús insiste en que el Reino de los Cielos está en
el interior de nosotros (allí, en lo escondido). Jesús ignora los ritos y hace
entender su desapego al legalismo judío, a las rutinas ceremoniosas
de la religión organizada, los días y lugares sagrados. Jesús ensalza lo
extraterreno, insiste en la contención de los apetitos, no enarbola el banderín
de acción, no quiere soldados legionarios, todo lo contrario, lo que exasperaba
a los zelotes. Muestra casi desprecio a los esplendores de los reinos humanos,
ensalza la pobreza, el desapego a las cosas materiales y a la devoción
obsesiva, incluso para los más altos fines, que como el caso de los fariseos,
lo califica de idolatría, fuera de Dios.
Este mensaje, jamás se le hubiera ocurrido a un extrovertido
viscerotónico o somatotónico, amigo del poder el primero y del lujo el segundo.
Esta misma característica cerebrotónica se muestra en el budismo y
en el Vedanta de Shánkara que es la disciplina metafísica que llena el
corazón del hinduismo.
El confucionismo, sin embargo es
viscerotónico, familiar, ceremonioso y totalmente mundano, un código de buenas
costumbres para conseguir la estabilidad personal, familiar y social entre los
seres humanos. Como dice Alan Watts, el confucionismo sirve para vivir en este
mundo, mientras que el Tao – Zen prepara para la trascendencia.
El Islam es un ejemplo perfecto de religión basada en
un temperamento somatotónico. De ahí la negra historia del islam en guerras
santas, persecuciones y en la actualidad en el terrorismo yihadista; todo ello
comparable al cristianismo posterior al triunfo como religión oficial del Imperio
Romano, que eclosionó dramáticamente en las cruzadas, iniciativa absolutamente
antagónica a la filosofía de vida de Jesús de Nazareth.
El triunfo político del cristianismo con la conversión de
Constantino hizo que la Iglesia cristiana pasara de ser profundamente
cerebrotónica a somatotónica (iglesia militante) y viscerotónica (el esplendor
imperial del Vaticano).
De la ignorancia como enfermedad
La ignorancia es una severa enfermedad que conduce a
una conducta irreal. La superación de la ignorancia es para la Filosofía
perenne equivalente al despertar de un largo sueño.
El motor de la ignorancia es el temor, sentimiento que sólo se
neutraliza por el desvanecimiento del “yo”.
“En otras criaturas vivientes, la ignorancia de sí es naturaleza; en el hombre, es vicio”, que diría el
filosofo romano Severino Boecio, allá por el Siglo V.
Y el vicio es esencialmente malo, porque aparte de ser dañoso en sí
mismo, eclipsa a Dios. En esencia el vicio es hijo de la ignorancia, pues desconoce las
consecuencias directas e indirectas del erróneo proceder. Esta ignorancia, en
sus orígenes es voluntaria, pues todos disponemos de medios suficientes para
neutralizarla. Pero preferimos ignorar muchas de nuestras acciones y
comportamientos, porque no nos conviene ventilar aquello que en el fondo
hacemos porque creemos nos conviene o apetece, a pesar de la carga moral que
conlleva. Es como un amiguito mío de la infancia, más malo que el veneno, que
se justificaba diciendo que “yo quiero ser bueno, pero es que no me sale…”
Pero la ignorancia es mala porque conduce a una conducta irreal.
Esto emerge como una falsa humanidad y la ocultación, en suma, de nuestra divina
base.
El conocimiento de uno mismo es tan antiguo como la filosofía
clásica, con Sócrates y Platón. G (nosce te ipsum,
conócete a ti mismo). Esta inscripción, puesta por los siete sabios en el
frontispicio del templo de Delfos, es clásica en el pensamiento griego. En
todos los tiempos muchos pensadores han reflexionado sobre ella con variados
matices siguiendo el ejemplo de Sócrates y Platón. La sabiduría de Occidente
comienza, en su vertiente filosófica, con este pensamiento, intentando alejarse
de adivinanzas y supersticiones.
Antes que Sócrates, los expositores indios de la Filosofía perenne, expusieron el tema. Y de
igual modo los cristianos.
Chuang tse hace referencia a la alegoría del despertar de un sueño,
una constante en la Filosofía perenne. Es el despertar de la
necedad, pesadillas de placeres ilusorios, y la serena certidumbre de la
beatitud al despertar.
El progreso espiritual se logra sí, y solamente si reconocemos al
“yo” como nada, y a la Divinidad que lo abarca todo. Es la comparación entre el
cero y el infinito, que refiere Carlo Carreto. "Hemos de
desplazar el temor por la Caridad mediante la práctica de la humildad”; he
aquí en qué consiste toda la ascesis de San Bernardo, su comienzo, su
desarrollo y su término. O dicho de otra forma, tememos aquello que no
conocemos y sobre todo, aquello en lo que no confiamos, ante la duda de que
pueda poner en riesgo nuestro particular castillo de naipes, que es en lo que
convertimos toda nuestra vida. Y sólo una actitud oblativa (amor oblativo,
agapé, donación incondicional), puede vencer ese temor mediante la práctica de
la humildad.
Esto suena a la sucesiva superación de retos que nos ponemos todos
en la vida. Decía George Sheehan, un conocido médico estadounidense, famoso en
el mundo del deporte como promotor, junto con Kenneth Cooper del deporte
popular en los años setenta, que podemos vivir de dos formas, a la ofensiva o a
la defensiva. El que vive a la defensiva, teme y da pocos pasos pero con
seguridad y, avanza poco. El que vive a la ofensiva (en el sentido de arriesgar
y aceptar desafíos), da grandes pasos, avanza mucho, pero corre el riesgo de
fracasar. De alguna forma, vencer el temor es confiar, bien en las capacidades
de uno mismo y en los otros y en suma, en la Divina Realidad. De esta forma
vamos poco a poco conociendo nuestros propios límites, si sólo confiamos en
nosotros mismos, o nos sorprendemos de “lo que Dios y yo, podemos hacer
juntos” que me dijo una vez un buen amigo mío. Es lo del vuelo del pardillo
él solito o a lomos del Águila. Pero para que el pardillo se suba a lomos del
Águila, ha de ser consciente de hasta dónde puede subir volando él solito.
Por eso, el motor de la ignorancia es el temor. El temor es un
sentimiento que no puede eliminarse por sí mismo, ni con nuestras capacidades.
Sólo se neutraliza por la absorción del “yo” en una causa más grande que mis
propios intereses y capacidades, aceptando volar a lomos del Águila. Si ese “mas
grande”, ese Águila, es la Divina base, que no puede ser amenazada por nada, el
temor se diluye en confianza, a pesar de todos los avatares de la vida.
En pocos hombres y mujeres es el amor de Dios lo bastante intenso para eliminar
estos proyectados temores y ansiedades por personas e instituciones amadas. Y
la razón radica en que pocos hombres son lo bastante humildes para ser capaces
de amar como donación total.
La humildad no consiste en ocultar nuestros talentos y virtudes, en
considerarnos peores y más ordinarios de lo que somos, sino en poseer un claro
conocimiento de todo lo que falta en nosotros y en no exaltarnos por lo que
tenemos, puesto que Dios nos lo dio generosamente y que, con todos Sus dones,
nuestra importancia es aún infinitamente pequeña, que diría Lacordaire, el religioso francés del
Siglo XIX.
Catalina de Siena escribió el ejemplo de las dos celdas, la física
y la espiritual, la primera para hacer silencio exterior y la segunda para hacer silencio
interior. En realidad las dos celdas son una sola, pues responden a la misma
actitud. No puedes estar en una sin estar en la otra, pues el ruido entra por
cualquier rincón. Alguien podría pensar que esto es sinónimo de autismo, de
aislamiento sensorial y afectivo. Aquel que así piense, está claro. No ha
comprendido nada.
Dharma
El Dharma es una palabra sánscrita, clave para la
Filosofía perenne en la India. El dharma de un individuo es su
naturaleza esencial, la ley intrínseca de su ser y de su desarrollo.
Dharma es también la ley de la rectitud y la piedad.
Esto significa que el deber de un hombre, cómo debería vivir, está condicionado
por su constitución y temperamento.
Contrasta este planteamiento con la visión católica de las
doctrinas de las vocaciones, pues los indios admiten el derecho de los
individuos con diferentes dharmas a adorar diferentes aspectos de lo divino.
Por eso entre budistas e hindúes no hay persecuciones, ni guerras santas, ni
tribunales inquisitoriales, ni proselitismo.
Dicho esto, dentro de la religión católica hay casi tanta
tolerancia como en el budismo mahayánico. En realidad el catolicismo es una
constelación de religiones, individuales y grupales, que van desde el
fetichismo y fanatismo religioso más exacerbado, pasando por el
politeísmo enmascarado de la adoración a las imágenes de santos y vírgenes,
hasta, comenzando por el respeto y aceptación de la Filosofía perenne, llegar a la mística más
elevada.
La tolerancia a tan amplio espectro devocional no va acompañada de
la aceptación de cada manifestación religiosa por igual. Se sabe y se acepta
que la finalidad última es la unión con Dios y la mística se acepta como la vía
directa.
Todas las almas –dice el padre Garrigou-Lagrange-, sienten remotamente la
llamada a la mística, y si todas trabajaran por evitar pecar y vivieran lo
suficiente, alcanzarían la perfección. Así piensan los orientales, pero no como
probabilidad ideal, sino afirmándolo absolutamente. Todas las almas alcanzan
definitivamente la perfección, el nirvana, tras vivir en diversos planos de la
realidad, tanto física como espiritual. Todos son llamados, pero pocos los
elegidos porque pocos son los que se reconocen a sí mismos, los que se
encuentran, los que se arriesgan a la aventura oceánica. Tras el pecado
original, se escondieron de Dios por miedo, y no se han encontrado a sí mismos
todavía.
La existencia, según la filosofía oriental, no se limita a esta
vida, para acabar en un juicio definitivo que nos condena a sufrir eternamente
o nos premia a gozar eternamente; sino que la serie de existencias corpóreas o
incorpóreas es indefinidamente larga, de modo que hay oportunidades todas las
del mundo para crecer y así alcanzar la perfección.
Periódicamente hay descendimientos de la divinidad. Surgen Budas
que renuncian a la beatitud para bajar a este mundo como salvadores y maestros,
para lograr definitivamente la salvación de todo ser humano.
La conclusión es clara. Las formas inferiores de religión no son
aceptadas como definitivas. Son debidas al dharma de cada cual. Y cada cual no
debe afincarse en una religión que le venga bien a su dharma, sino
trascenderla, no negando su temperamento (cómo ha sido creado… esta vez), sino
utilizándolo positivamente, regenerándolo, usando las potencias naturales de su
propia naturaleza para trascender.
Así, el introvertido ha de usar su capacidad de discernimiento para
pasar del yo al Yo Real unido a la Divina Base. El extrovertido ha de aprender
a odiar a su padre y a su madre (que son todos sus apegos), y el somatotónico ha de cambiar su afán de poder para
regenerarlo hacia el liderazgo de comunidades enteras en aras de una acción
social loable, con la santa indiferencia de San Francisco de Asís, el sendero
que conduce por el olvido del “yo” al descubrimiento del “Yo Real unido, hecho
Uno con Dios”.
Religiones imperfectas
A lo largo de la Historia, se ha tendido a tomar en serio a las
“religiones imperfectas”, tomándolas por buenas, lo que son sólo medios para
lograr el fin. Y los efectos han sido desastrosos.
Se ha insistido mucho en la necesidad de una conversión violenta,
tipo San Pablo, una persona típicamente somatotónica. Todo en este tipo de
experiencias de choque es extremadamente rápido y violento. La metanoia,
descomunal. Este tipo de conversión es un trastorno emocional de primera
magnitud, en el que la persona puede verse engañada por el subidón afectivo que
le supone la experiencia vivida. Pero quedan muchos flecos colgando, muchos
temas por resolver, mucho ruido interior, desconocido, oculto. Es como si en
una casa entrase un viento huracanado y destrozara todos los muebles
viejos. No basta con eso, hay que
reconstruir lo destrozado por el huracán, y eso requiere años. La complacencia
en el terremoto emocional es deletérea para el desarrollo espiritual posterior.
San Pablo, tras la caída del caballo, se pasó tres años de retiro en el
desierto poniendo las cosas en su sitio antes de ser consciente de su misión
apostólica.
Una doctrina que alaba y considera necesarias experiencias brutales
de conversión para poder salvarse, deja totalmente desprotegidos a aquellos que
no experimentan ese shock emocional, poniéndoles en duda de si se salvarán a
no. Discrimina a sus seguidores entre aquellos que han experimentado casi
fenómenos paranormales de los que han llevado una vida normal, sin ningún tipo
de fenómenos místicos extraordinario, lo que por otra parte suele ser lo más normal.
Transforman lo excepcional casi en condición sinequanon para alcanzar la vida
eterna. Esto supone, a parte de una total ignorancia psicológica, un deslizamiento muy peligroso
hacia el fanatismo religioso.
Este fue el caso del cerebrotónico Calvino. Resultó fatal. En
general, las tendencias religiosas suelen inclinarse hacia el temperamento de
sus líderes. Así, si un líder es somatotónico, sus seguidores se verán
arrollados a la acción, y a llamarse algo así como los soldados de Dios, los
legionarios de Cristo, o cosa similar. Si el líder es viscerotónico se centrará en actitudes adoratrices. Es lo
que pasa con los movimientos protestantes, que se centran en Jesús, olvidándose del Padre y
del Espíritu Santo, o a los pentecostales, que se centran en el Espíritu Santo
y se olvidan de lo demás. Y si el líder es un místico, el peso se carga en la
vía contemplativa.
En suma, es bastante frecuente atribuir a Dios cualidades humanas.
Pero si no podemos trascender nuestra propia naturaleza, estamos
perdidos. Filón dice que no aceptar a Dios como el Ser, el Uno, sin atributos,
hace daño a dios, a nosotros mismos y a los demás.
Del conocimiento interior y del por qué y el para qué de los medios
que Dios pone a nuestra disposición para llegar a Él, como son las religiones y
los sistemas de pensamiento, nace la lucidez de dejar de mirar al dedo que
señala la Luna, para centrarnos en ella, que es el objetivo final del ser
humano. No veamos a las religiones como un fin en sí mismo, sino como el medio
(a nuestra elección, según nuestras raíces culturales), para llegar al destino
final de todos nosotros.
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Autor: José Alfonso
Delgado
Nota: La
publicación de las diferentes entregas de La Física de
la Espiritualidad
se
realiza en este blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.
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