Para la Filosofía perenne, el libre albedrío no consiste en la
capacidad de hacer lo que se quiera, sino en la decisión de aceptar o no
aceptar la presencia de la Divina realidad en nuestra vida. Al describir las
aventuras de Marta y de María, veíamos cómo el alma, María, es femenina, es la
chica que sueña con ser despertada con un beso de su Amado. Pero en
terminología perenne, Marta, la mente, el “yo” pequeño, no es la hermana mayor,
sino que le atribuye el género masculino, asociándolo con el pecado; la Gracia
es femenina, el pecado es masculino. Se acepta lo femenino como débil y lo
masculino como fuerte.
Se definen tres tipos de gracias. La gracia animal, que
mantiene la homeostasis del organismo; la humana que procede de la propia
capacidad del ser humano de organizar una convivencia pacífica y tercero, la solidaria,
la espiritual que es la que se acepta procede de Dios.
Pero la gracia espiritual no se consigue con ritos y prácticas
sacramentales (por sí mismas), sino por la actitud de aquellos que eliminan su
obstinación por el “yo”. Ya no soy yo, sino Él en mi. Y repitiendo de nuevo a
Eckhart, cuanto más haya de mí en mí, menos podrá haber de Dios en mí.
Y así, de este modo, Dios, en no pocas ocasiones, se manifiesta en
medio de tremendas tragedias humanas. Es lo irracional de Dios, lo
incomprensible.
Los opuestos
Y así, una de las formas más irritantes en las que se manifiesta
Dios es en una continua sucesión en nuestra vida de opuestos, de hechos
considerados como buenos y hechos considerados como malos. El deseo es el
primer dato de nuestra conciencia; al nacer entramos en la esfera de la
simpatía y la antipatía, del anhelo y la voluntad. Inconscientemente al
principio, luego conscientemente, evaluamos: "Esto es bueno, aquello es
malo." Y un poco más tarde descubrimos la obligación. "Esto, que es
bueno, debería hacerse; aquello, que es malo, no debería hacerse." El
sueño del Planeta.
Con el tiempo, nos damos cuenta de que nuestros juicios de valor no
son siempre correctos, como las sentencias de un juzgado de primera instancia
no siempre son ratificadas por un tribunal superior.
La penetración moral de las personas no es una cuestión estrictamente
personal. Hasta el juez más sabio se guía de la legislación (en realidad lo que
hace es aplicarla), y si hay duda, tira de jurisprudencia. Somos miembros de
comunidades humanas, las cuales han descargado en cada uno de nosotros, por la
educación, todo el peso de la cultura y tradiciones anteriores a nosotros. Son
pocos los que no aceptan a priori, al menos, el código legal, ético y moral de
la comunidad en la que han nacido y crecido.
En terminología cristiana, digamos que las personas no suelen cometer,
pero cometen pecados mortales, los que atentan contra todo eso, y cuando los
cometen, suelen arrepentirse. Otra cosa son los veniales, que ya no son
delitos, sino faltas. Eso abunda.
Filósofos y teólogos han procurado establecer una base teórica para
los códigos morales existentes, mediante los cuales los individuos juzgan sus
evaluaciones espontáneas.
Desde Moisés a Bentham (un pensador inglés del
XVIII, padre del utilitarismo, que acuñó el término “deontología” o teoría del
deber), pasando por todas las doctrinas religiosas, la Humanidad ha
desarrollado principios y códigos de conducta para hacer esta vida
razonablemente respirable. Los expositores de la Filosofía perenne han coincidido en el sistema de principios
éticos al juzgar las valoraciones propias y ajenas. Los principios son simples,
su aplicación, complicada.
Concedido que la base del alma individual es afín a la divina Base
de toda existencia, o idéntica con ella, y concedido que esta Base divina es
una inefable Divinidad que se manifiesta como Dios personal, o aun como el
Logos encarnado, ¿cuál es la naturaleza final del bien y el mal, y cuál el
verdadero designio y último fin de la vida humana?
En este punto, Aldous Huxley se confiesa abiertamente admirador de
William Law, según él, un
extraordinario exponente de la espiritualidad y mística de la iglesia anglicana
en el Siglo XVIII. Es prácticamente desconocido en España y mucho más, en el
entorno católico.
Es interesante el comentario de Huxley respecto del olvido de Law (que se podría extender a cualesquiera de
nuestros místicos): “Nuestro ordinario
olvido de Law es aún otra de las muchas indicaciones de que los educadores del
siglo XX han cesado de preocuparse por cuestiones de verdad o significación
final y (fuera del mero adiestramiento profesional) se interesan solamente en
la diseminación de una cultura sin arraigo ni pertinencia y en el fomento de la
solemne tontería de lo docto por amor a lo docto”.
Buda dice que en el infierno arde el “yo”, la mente, los
pensamientos desviados; y todos ellos arden en el fuego del egoísmo y la codicia, del rencor, del apasionamiento, los
apegos, nacimiento, vejez y muerte, y en el fuego de la desesperación. Y Rumi afirma que si no has visto al diablo, mírate
al espejo.
El descenso a los infiernos
Dice Law que la diferencia entre un hombre bueno y otro
malo no es en el hecho de que uno hace cosas buenas y el otro malas, sino que
el primero se deja llevar del “viviente”, la divina realidad que hay en él. El
otro se resiste. Esto concuerda con el aserto de Eckhart, que afirma, deberíamos
preocuparnos más en ser que en hacer. Porque de la bondad o maldad de lo
primero, se expresa la realidad en los actos de lo segundo. O lo que es lo
mismo para Oriente, “lo que crees ser, es lo que en realidad eres”, en
frase del Bhagavad Gita.
La naturaleza del ser de un hombre determina la de sus actos, y se
manifiesta en su mente, en su modo de pensar. La belleza y la fealdad de sus
actos depende de la intensidad con la que esté su pensamiento centrado en Dios,
o en su “yo” personal.
Como la piedra hace constantemente su trabajo, pues hasta cuando no
está cayendo, tiene el peso que le haría caer, en su caso, el ser de un hombre
es energía latente hacia Dios o lejos de Él.
Para William Law la codicia-egoísmo, el orgullo, la envidia y
la ira son cuatro elementos inseparables del “yo”. Los cuatro determinan el
infierno en el que nuestro “yo” convierte la vida, y generan su propio
tormento. La codicia, la envidia y el orgullo no tienen causa externa, son
inherente al ser humano. La ira surge de momentos en que las tres primeras son
negadas por las circunstancias. El alma está atrapada en ellas cuatro, sin
posibilidad de liberarse.
No podemos, según el teólogo francés del Siglo XVII Charles de
Condren, conocer el grado concreto de nuestra perversidad, ni representar
nuestros pecados en su verdadera fealdad, excepto si son iluminados por la luz
de Dios. Dios da a las almas una impresión de la enormidad del pecado, mediante
la cual les hace sentir que el pecado es incomparablemente mayor de lo que
parece.
“Y descendió a los
infiernos”. Esta frase es suficientemente importante para los cristianos
católicos, como para haber sido incluida nada menos que en el Credo. Formulado en el siglo V, se refiere al descenso del alma de
Cristo, ya separada del cuerpo por la muerte, al lugar que también se llama
"sheol" o "hades". El Cuarto Concilio Lateranense, en el
1215, definió esta doctrina de Fe. O sea, que con esta frase, tonterías las
justas.
Pero, de nuevo volviendo a la literalidad de
la frase, parece como que ésta se refiriese al hecho temporal de que, desde las
15:00 horas del viernes de Pascua judía del año 33 (o 26 AD, según cuando haya
nacido Cristo, si en el año uno o siete AC), en el que Jesús murió en la cruz hasta
las cero horas del Domingo, contó con 33 horas para bajar al hades para ir
diciendo a los que esperaban la salvación, algo así como “venga chavales, despertaos
y espabilad, que os he abierto las puertas del Cielo”, y todos en tropel,
nos los imaginamos saliendo del hades y subiendo por las escaleras celestes.
No hay nada que objetar a este escenario, algo
precipitado eso sí, no obstante; para rescatar nada menos que a toda la
Humanidad, o acaso sólo a los venerables del pueblo judío, como el propio San
José, que murió antes de que Jesús redimiera a la Humanidad en la cruz, eso no
se especifica.
Pero, con el debido respeto a las autoridades
eclesiásticas, que de esto saben mucho más que yo, de aquí a Japón (y mira que
está lejos Japón), me atrevería decir, junto con la Filosofía perenne, que el
descenso a los infiernos, liberado el hecho de la tiranía de Cronos (el
Tiempo), es el descenso de Dios a todos y cada uno de nosotros, en respuesta a
la frase de Buda, que hemos referido:
En el
infierno arde el “yo”, la mente, los pensamientos desviados
En el fondo, es para cada uno de nosotros, la venida del
Espíritu Santo, de Dios inmanente a nuestra vida. Cuando Rasa canta ese “Todo
lo que ves, soy Yo” (Everything you see, is Me), es verdad, Dios está en
todo lo que ves, pero con el pequeño detalle de que lo que ves es nuestro
infierno personal y comunitario, a donde Jesús ha descendido para tratar de
anunciarnos que es posible salir del infierno en el que vivimos… “si vendes
todo lo que tienes y me sigues”, que le diría al joven rico. Es ver a Jesús
crucificado por nuestra negativa a seguirle y, con ello, a tratar de eliminarlo
de nuestras vidas.
Tiene, por tanto, sentido ver a Dios en todo lo que
vemos, tanto si lo que vemos son los paisajes idílicos de la naturaleza, con
los pajarillos cantando como ruiseñores o cuando vemos las imágenes de las
noticias con las que nos desayunamos todos los días o cuando vemos los dramas
que cada uno de nosotros vive en su propia vida.
¡Todo
lo que ves, soy Yo!
Soy Yo llenando de luz la Creación o dando esperanza al infierno de
nuestras vidas. Ahí está Él, en lo bueno y en lo malo, radiando de luz y Amor
en lo bueno y aportando un rayo de esperanza en los peores acontecimientos de
la vida. Hasta en los campos de concentración nazis estaba Dios en el alma de
cada uno de los reclusos que fueron a parar a la cámara de gas.
De la Creación y la caída
Los ángeles caídos, los hombres caídos, los demonios, vivimos en el
infierno que han generado nuestras actitudes y nuestras obras, hijas de
aquellas. No hay ningún infierno más allá del que experimentamos con nuestra
vida de pecado. No hay venganza. La decisión, el libre albedrío de separarnos
de la Divina realidad supone nuestro personal juicio, cuya sentencia obedece a
nuestra propia decisión, y el estado en el que nos sumerge ya, ahora, es el
infierno tan temido. Vivimos en el ambiente espiritual en el que hemos decidido
vivir. Si en la virtud (con-versión: ir hacia… la Gracia) viviremos en
Gracia; si en el pecado (per-versión: ir en contra de (en sentido
contrario)… la Gracia), el infierno en nuestras vidas está servido.
Sólo uno es bueno, y este es Dios, porque sólo viviendo en Él,
podemos experimentar la luz y la belleza. Sin embargo, ¿A cuántas invenciones
no ha de recurrir cierta gente para ahuyentar cierta inquietud íntima que les
asusta y no saben de dónde viene? Hay en ellos un espíritu caído, un oscuro y
doloroso fuego que nunca tuvo su adecuado alivio y está intentando descubrirse
y gritando socorro cada vez que cesa el gozo mundano. Primero Plotino -Siglo
III y después San Agustín (IV)- advirtieron en el universo cristiano de esta
verdad universal, conocido en Oriente y en la que Jesús basó su mensaje, pero
de lo que en el cristianismo no se tomó consciencia hasta estos dos místicos,
Plotino y San Agustín, en el viaje de Marta y María al interior de uno mismo,
donde Dios habita y, ese viaje interior, esa con-versión, ir hacia la Gracia,
es la garantía de salvación de este infierno en el que vivimos y que hemos
creado nosotros con la prevalecía del pensamiento egoísta, mediatizado por algo
que las religiones denominan demonio, que no es sino la personificación de ese
pensamiento centrado en el “yo”. El efecto final de una tentación del demonio
es igual que el de caer en la tendencia natural al egoísmo. Es lícito,
culturalmente, hacer como que existe una desaforada batalla entre el bien y el
mal, con ejércitos de ángeles buenos y malos enzarzados en singular batalla por
conseguir atrapar o liberar a las cándidas e inocentes almas humanas, a ver
quién adquiere más botín en la batalla de los dioses. Es la gran parábola para
que sea comprendida por el común de las gentes. El Bhagavad Gita narra esa
descomunal batalla en la que Arjuna, harto de lucha le dice a Krishna que no
quiere luchar más, pero se ve obligado a hacerlo; tiene que tomar la dolorosa
decisión de luchar con sus más íntimos allegados para mantener el equilibrio,
la armonía, el “dharma”. Para luchar hay que hacerlo contra algo o alguien. Es
más comprensible luchar contra un enemigo externo, el demonio, que contra uno
interno, contra los fantasmas interiores, contra uno mismo. Como en esta vida
todo se plantea en clave de lucha, es la lucha contra algo o alguien, ayudado
por otro Alguien, lo que da sentido a ese arcano combate.
En la tradición judeocristiana, la caída sigue a la Creación,
debida al empleo egocéntrico del libre albedrío, que debería haber permanecido
centrado en la Divinidad y no en el “yo”. Pero la Creación, según Huxley, no es
el preludio de la caída, sino la caída en sí, pues ofrece las condiciones para
que la caída se dé. De hecho, Dios sabía lo que iba a suceder, nada más crear
al ser humano, no le cogió de sorpresa. Aunque el Génesis lo presenta como un accidente imprevisto,
motivado por un ser no referido en el relato de la creación, toda la epopeya
humana entraba de lleno en los planes de Dios. La Historia de la Salvación no
puede ser sólo el relato de cómo Dios se las tuvo que apañar para corregir el
estropicio de la serpiente, aparentemente no tenido en cuenta en el diseño de
la Creación.
Que el paso de la unidad de la existencia espiritual a la
multiplicidad de lo temporal es una parte esencial de la caída se expone
claramente en las versiones hindú y budista de la Filosofía Perenne. El dolor y
el mal son inseparables de la existencia individual en el mundo dominado por
Cronos, el tiempo; y, para los seres humanos, hay una intensificación de este
dolor y mal inevitable cuando el deseo se vuelve hacia el yo y los muchos, más
bien que hacia la Base divina. Es decir, el dolor y el mal son parte de la
Creación de Dios de un mundo de multiplicidad y sujeto al tiempo. “Y vio
Dios que “todo” era muy bueno”.
La visión judeocristiana de la Creación supone que exceptuando el
hombre, el resto de la Creación, que queda a su servicio y disfrute, está
condenada o bien a permanecer tal y como está, sin posibilidad de evolucionar a
formas de vida mejores y más inteligentes, o a involucionar, es decir, toda la
Creación se encuentra en un callejón sin salida.
En resumen, la Filosofía perenne afirma que el bien es la conformidad del
separado “yo”, con la Divina base que le ha dado el ser, y su final
aniquilamiento en Ella. Los estados equivocados del espíritu con incompatibles
con el conocimiento unitivo de la Divina base, o Bien supremo. No obstante,
existe una diferencia significativa entre Oriente y Occidente en esto de la
aniquilación. En Oriente, esa aniquilación es total, de modo que en el Nirvana,
el yo desaparece en el Todo, la ola de disuelve en el Mar. En Occidente el yo,
como consciencia mental desaparece, pero el alma sigue siendo consciente de sí
misma, gozando eternamente de la presencia de Dios.
Sobre el más allá de todo esto
La duda es, por tanto, si en el Cielo o en el Nirvana, seremos
conscientes de nosotros mismos o simplemente seremos Dios, uno sin segundo.
Pues la verdad es que no lo sé, ni creo que nadie lo sepa. Es fantástico como
somos tan dados a imaginarnos el más allá con un despliegue de detalles
absolutamente fantástico. Es todo un Universo paralelo donde suceden cosas
protagonizadas por infinidad de actores, sujetos al tiempo, a Cronos, el
primigenio, el que envuelve a todo lo demás, Saturno, el planeta más lejano
para los romanos, dentro del cual se desenvuelve la existencia. En fin, todo un
follón espiritual y celestial, fruto de la exuberante imaginación de las gentes
que han ido montando a lo largo del tiempo, de Cronos, toda una mitología
celestial, por lo demás interesantísima, pero que, afincada firmemente en todas
las culturas, inclusive la cristiana, han arraigado creencias sobre el más
allá, que realmente nadie conoce de primera mano, aunque existan experiencias
cercanas a la muerte que algo nos han revelado. Pero son simple indicios, sobre
los que no se puede impartir doctrina ni sentenciar dogmas de fe.
No obstante, todas estas mitologías están tan arraigadas, que no
creo, sea procedente ponerlas en duda, aunque stricto sensu, sólo sean
mitologías, porque la única certeza es su existencia en la intimidad de Dios.
Negar esto, que es lo que afirma el ateísmo, es simplemente no ver más allá de
las cosas. Pero afirmar lo trascendente es una cuestión de fe.
La resurrección de Jesús es la fe en lo imposible, una fe que
requiere aceptar la muerte, como forma de quedar liberados del lastre material
del alma; es la aceptación del más allá de las cosas, que requiere el proceso
vital de transformación del ser humano en Dios.
El Apocalipsis habla del rapto de los justos, de esos 144.000
benditos que serán raptados, hecho que ha sido llevado al cine por Nicolas Cage
en la película Left behind (desaparecidos sin rastro) en 2008, donde
literalmente desaparecen todos esos benditos, quedándose el mundo en un
lastimoso caos de todos aquellos que tienen cuentas pendientes.
No sabemos nada, nos consolamos, en relación con el más allá, con
nuestros modelos de realidad, tanto celestial como infernal, como si así
tuviéramos garantías de ir, tras la muerte física a un mundo más o menos
conocido, por haber sido imaginado. Pero no es así.
Sólo nos queda la fe, acordar con Jesús o con Dios trascendente,
situaciones imposibles, en las que la mente humana es incapaz de dar la
solución, como el episodio de la hija de Jairo, en el que el milagro no lo
realizó Jesús con su “talita cumi” (levántate niña), sino Jairo, con su
inmensa fe en Él.
Jesús, al encarnarse en María, descendió a nuestros infiernos
particulares, a nuestro confinador, para darnos la posibilidad de salir de él.
La historia de Marta y María es el proceso que define nuestro propio juicio
final, nadie más nos juzgará, sino nosotros con nuestro libre albedrío y
nuestra opción de seguir dando vueltas una y otra vez en nuestro particular
infierno, atados a nuestro karma, nuestras cuentas pendientes, o salir de él.
Esta heterodoxa visión de los novísimos es tan extraña para las
doctrinas, especialmente la católica, como desafiante para nosotros, porque,
esta vez sí que indica cómo somos dueños realmente de nuestro destino.
Es lo que tiene el libre albedrío.
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Autor: José Alfonso
Delgado
Nota: La
publicación de las diferentes entregas de La Física de
la Espiritualidad
se
realiza en este blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.
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