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El blog El Cielo en la Tierra publica todos los lunes, desde el 3 de septiembre de 2018, una entrada relacionada con el Proyecto de investigación Consciencia y Sociedad Distópica. Por medio de este enlace se puede tener información sobre sus objetivos y contenidos y cómo colaborar con él:
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Algunas de las mentes más brillantes del
planeta llevan años investigando cómo piratear el cerebro humano para que
pinchemos determinados anuncios o enlaces. Y ese método ya se usa para
vendernos políticos e ideologías
La democracia liberal se
enfrenta a una doble crisis. Lo que más centra la atención es el consabido
problema de los regímenes autoritarios. Pero los nuevos descubrimientos
científicos y desarrollos tecnológicos representan un reto mucho más profundo
para el ideal básico liberal: la libertad humana.
El liberalismo ha logrado
sobrevivir, desde hace siglos, a numerosos demagogos y autócratas que han
intentado estrangular la libertad desde fuera. Pero ha tenido escasa
experiencia, hasta ahora, con tecnologías capaces de corroer la libertad humana
desde dentro.
Para asimilar este nuevo
desafío, empecemos por comprender qué significa el liberalismo. En el discurso
político occidental, el término “liberal” se usa a menudo con un sentido
estrictamente partidista, como lo opuesto a “conservador”. Pero muchos de los
denominados conservadores adoptan la visión liberal del mundo en general. El
típico votante de Trump habría sido considerado un liberal radical hace un
siglo. Haga usted mismo la prueba. ¿Cree que la gente debe elegir a su Gobierno
en lugar de obedecer ciegamente a un monarca? ¿Cree que una persona debe elegir
su profesión en lugar de pertenecer por nacimiento a una casta? ¿Cree que una
persona debe elegir a su cónyuge en lugar de casarse con quien hayan decidido
sus padres? Si responde sí a las tres preguntas, enhorabuena, es usted liberal.
El liberalismo defiende la
libertad humana porque asume que las personas son entes únicos, distintos a
todos los demás animales. A diferencia de las ratas y los monos, el Homo
sapiens, en teoría, tiene libre albedrío. Eso es lo que hace que los
sentimientos y las decisiones humanas constituyan la máxima autoridad moral y
política en el mundo. Por desgracia, el libre albedrío no es una realidad
científica. Es un mito que el liberalismo heredó de la teología cristiana. Los
teólogos elaboraron la idea del libre albedrío para explicar por qué Dios hace
bien cuando castiga a los pecadores por sus malas decisiones y recompensa a los
santos por las decisiones acertadas.
Si no tomamos nuestras
decisiones con libertad, ¿por qué va Dios a castigarnos o recompensarnos? Según
los teólogos, es razonable que lo haga porque nuestras decisiones son el
reflejo del libre albedrío de nuestras almas eternas, que son completamente
independientes de cualquier limitación física y biológica.
Este mito tiene poca
relación con lo que la ciencia nos dice del Homo sapiens y otros animales. Los
seres humanos, sin duda, tienen voluntad, pero no es libre. Yo no puedo decidir
qué deseos tengo. No decido ser introvertido o extrovertido, tranquilo o
inquieto, gay o heterosexual. Los seres humanos toman decisiones, pero nunca
son decisiones independientes. Cada una de ellas depende de unas condiciones
biológicas y sociales que escapan a mi control. Puedo decidir qué comer, con
quién casarme y a quién votar, pero esas decisiones dependen de mis genes, mi
bioquímica, mi sexo, mi origen familiar, mi cultura nacional, etcétera; todos
ellos, elementos que yo no he elegido.
Esta no es una teoría
abstracta, sino que es fácil de observar. Fíjese en la próxima idea que surge
en su cerebro. ¿De dónde ha salido? ¿Se le ha ocurrido libremente? Por supuesto
que no. Si observa con atención su mente, se dará cuenta de que tiene poco
control sobre lo que ocurre en ella y que no decide libremente qué pensar, qué
sentir, ni qué querer. ¿Alguna vez le ha pasado que, la noche anterior a un
acontecimiento importante, intenta dormir pero le mantiene en vela una serie
constante de pensamientos y preocupaciones de lo más irritantes? Si podemos
escoger libremente, ¿por qué no podemos detener esa corriente de pensamientos y
relajarnos sin más?
Animales pirateables
Aunque el libre albedrío
siempre ha sido un mito, en siglos anteriores fue útil. Infundió valor a quienes
lucharon contra la Inquisición, el derecho divino de los reyes, el KGB y el Ku
Klux Klan. Y era un mito que tenía pocos costes. En 1776 y en 1939 no era muy
grave creer que nuestras convicciones y decisiones eran producto del libre
albedrío, y no de la bioquímica y la neurología. Porque en 1776 y en 1939 nadie
entendía muy bien la bioquímica, ni la neurología. Ahora, sin embargo, tener fe
en el libre albedrío es peligroso. Si los Gobiernos y las empresas logran
hackear o piratear el sistema operativo humano, las personas más fáciles de
manipular serán aquellas que creen en el libre albedrío.
Para conseguir piratear a
los seres humanos, hacen falta tres cosas: sólidos conocimientos de biología,
muchos datos y una gran capacidad informática. La Inquisición y el KGB nunca
lograron penetrar en los seres humanos porque carecían de esos conocimientos de
biología, de ese arsenal de datos y esa capacidad informática. Ahora, en
cambio, es posible que tanto las empresas como los Gobiernos cuenten pronto con
todo ello y, cuando logren piratearnos, no solo podrán predecir nuestras
decisiones, sino también manipular nuestros sentimientos.
Quien crea en el relato
liberal tradicional tendrá la tentación de restar importancia a este problema.
“No, nunca va a pasar eso. Nadie conseguirá jamás piratear el espíritu humano
porque contiene algo que va más allá de los genes, las neuronas y los
algoritmos. Nadie puede predecir ni manipular mis decisiones porque mis
decisiones son el reflejo de mi libre albedrío”. Por desgracia, ignorar el
problema no va a hacer que desaparezca. Solo sirve para que seamos más
vulnerables.
Una fe ingenua en el libre
albedrío nos ciega. Cuando una persona escoge algo —un producto, una carrera,
una pareja, un político—, se dice que está escogiéndolo por su libre albedrío.
Y ya no hay más que hablar. No hay ningún motivo para sentir curiosidad por lo
que ocurre en su interior, por las fuerzas que verdaderamente le han conducido
a tomar esa decisión.
Todo arranca con detalles
sencillos. Mientras alguien navega por Internet, le llama la atención un
titular: “Una banda de inmigrantes viola a las mujeres locales”. Pincha en él.
Al mismo tiempo, su vecina también está navegando por la Red y ve un titular
diferente: “Trump prepara un ataque nuclear contra Irán”. Pincha en él. En
realidad, los dos titulares son noticias falsas, quizá generadas por troles
rusos, o por un sitio web deseoso de captar más tráfico para mejorar sus
ingresos por publicidad. Tanto la primera persona como su vecina creen que han
pinchado en esos titulares por su libre albedrío. Pero, en realidad, las han
hackeado.
La propaganda y la
manipulación no son ninguna novedad, desde luego. Antes actuaban mediante
bombardeos masivos; hoy, son, cada vez más, munición de alta precisión contra
objetivos escogidos. Cuando Hitler pronunciaba un discurso en la radio,
apuntaba al mínimo común denominador porque no podía construir un mensaje a
medida para cada una de las debilidades concretas de cada cerebro. Ahora sí es
posible hacerlo. Un algoritmo puede decir si alguien ya está predispuesto
contra los inmigrantes, y si su vecina ya detesta a Trump, de tal forma que el
primero ve un titular y la segunda, en cambio, otro completamente distinto. Algunas de las mentes más brillantes
del mundo llevan años investigando cómo piratear el cerebro humano para hacer
que pinchemos en determinados anuncios y así vendernos cosas. El mejor método
es pulsar los botones del miedo, el odio o la codicia que llevamos dentro. Y
ese método ha empezado a utilizarse ahora para vendernos políticos e
ideologías.
Y este no es más que el
principio. Por ahora, los piratas se limitan a analizar señales externas: los
productos que compramos, los lugares que visitamos, las palabras que buscamos
en Internet. Pero, de aquí a unos años, los sensores biométricos podrían
proporcionar acceso directo a nuestra realidad interior y saber qué sucede en
nuestro corazón. No el corazón metafórico tan querido de las fantasías
liberales, sino el músculo que bombea y regula nuestra presión sanguínea y gran
parte de nuestra actividad cerebral. Entonces, los piratas podrían
correlacionar el ritmo cardiaco con los datos de la tarjeta de crédito y la
presión sanguínea con el historial de búsquedas. ¿De qué habrían sido capaces
la Inquisición y el KGB con unas pulseras biométricas que vigilen
constantemente nuestro ánimo y nuestros afectos? Por desgracia, da la impresión
de que pronto sabremos la respuesta.
El liberalismo ha
desarrollado un impresionante arsenal de argumentos e instituciones para
defender las libertades individuales contra ataques externos de Gobiernos
represores y religiones intolerantes, pero no está preparado para una situación
en la que la libertad individual se socava desde dentro y en la que, de hecho,
los conceptos “libertad” e “individual” ya no tienen mucho sentido. Para
sobrevivir y prosperar en el siglo XXI, necesitamos dejar atrás la ingenua
visión de los seres humanos como individuos libres —una concepción herencia a
partes iguales de la teología cristiana y de la Ilustración — y aceptar lo que,
en realidad, somos los seres humanos: unos animales pirateables. Necesitamos
conocernos mejor a nosotros mismos.
Códigos defectuosos
Este consejo no es nuevo,
por supuesto. Desde la Antigüedad, los sabios y los santos no han dejado de
decir “conócete a ti mismo”. Pero en tiempos de Sócrates, Buda y Confucio, uno
no tenía competencia en esta búsqueda. Si uno no se conocía a sí mismo, seguía
siendo una caja negra para el resto de la humanidad. Ahora, en cambio, sí hay
competencia. Mientras usted lee estas líneas, los Gobiernos y las empresas
están trabajando para piratearle. Si consiguen conocerle mejor de lo que usted
se conoce a sí mismo, podrán venderle todo lo que quieran, ya sea un producto o
un político.
Es especialmente importante
conocer nuestros puntos débiles porque son las principales herramientas de
quienes intentan piratearnos. Los ordenadores se piratean a través de líneas de
código defectuosas preexistentes. Los seres humanos, a través de miedos, odios,
prejuicios y deseos preexistentes. Los piratas no pueden crear miedo ni odio de
la nada. Pero, cuando descubren lo que una persona ya teme y odia, tienen fácil
apretar las tuercas emocionales correspondientes y provocar una furia aún
mayor.
Si no podemos llegar a
conocernos a nosotros mismos mediante nuestros propios esfuerzos, tal vez la
misma tecnología que utilizan los piratas pueda servir para proteger a la
gente. Así como el ordenador tiene un antivirus que le preserva frente al
software malicioso, quizá necesitamos un antivirus para el cerebro. Ese
ayudante artificial aprenderá con la experiencia cuál es la debilidad
particular de una persona -los vídeos de gatos o las irritantes noticias sobre
Trump- y podrá bloquearlos para defendernos.
No obstante, todo esto no
es más que un aspecto marginal. Si los seres humanos son animales pirateables,
y si nuestras decisiones y opiniones no son reflejo de nuestro libre albedrío,
¿para qué sirve la política? Durante 300 años, los ideales liberales inspiraron
un proyecto político que pretendía dar al mayor número posible de gente la
capacidad de perseguir sus sueños y de hacer realidad sus deseos. Estamos cada
vez más cerca de alcanzar ese objetivo, pero también de darnos cuenta de que,
en realidad, es un engaño. Las mismas tecnologías que hemos inventado para
ayudar a las personas a perseguir sus sueños permiten rediseñarlos. Así que
¿cómo confiar en ninguno de mis sueños?
Es posible que este
descubrimiento otorgue a los seres humanos un tipo de libertad completamente
nuevo. Hasta ahora, nos identificábamos firmemente con nuestros deseos y
buscábamos la libertad necesaria para cumplirlos. Cuando surgía una idea en
nuestra cabeza, nos apresurábamos a obedecerla. Pasábamos el tiempo corriendo
como locos, espoleados, subidos a una furibunda montaña rusa de pensamientos,
sentimientos y deseos, que hemos creído, erróneamente, que representaban
nuestro libre albedrío. ¿Qué sucederá si dejamos de identificarnos con esa
montaña rusa? ¿Qué sucederá cuando observemos con cuidado la próxima idea que
surja en nuestra mente y nos preguntemos de dónde ha venido?
A veces la gente piensa
que, si renunciamos al libre albedrío, nos volveremos completamente apáticos,
nos acurrucaremos en un rincón y nos dejaremos morir de hambre. La verdad es
que renunciar a este engaño puede despertar una profunda curiosidad. Mientras
nos identifiquemos firmemente con cualquier pensamiento y deseo que surja en
nuestra mente, no necesitamos hacer grandes esfuerzos para conocernos. Pensamos
que ya sabemos de sobra quiénes somos. Sin embargo, cuando uno se da cuenta de
que “estos pensamientos no son míos, no son más que ciertas vibraciones
bioquímicas”, comprende también que no tiene ni idea de quién ni de qué es. Y
ese puede ser el principio de la aventura de exploración más apasionante que
uno pueda emprender.
Filosofía práctica
Poner en duda el libre
albedrío y explorar la verdadera naturaleza de la humanidad no es algo nuevo.
Los humanos hemos mantenido este debate miles de veces. Salvo que antes no
disponíamos de la tecnología. Y la tecnología lo cambia todo. Antiguos
problemas filosóficos se convierten ahora en problemas prácticos de ingeniería
y política. Y, si bien los filósofos son gente muy paciente -pueden discutir
sobre un tema durante 3.000 años sin llegar a ninguna conclusión-, los
ingenieros no lo son tanto. Y los políticos son los menos pacientes de todos.
¿Cómo funciona la
democracia liberal en una era en la que los Gobiernos y las empresas pueden
piratear a los seres humanos? ¿Dónde quedan afirmaciones como que “el votante
sabe lo que conviene” y “el cliente siempre tiene razón”? ¿Cómo vivir cuando
comprendemos que somos animales pirateables, que nuestro corazón puede ser un
agente del Gobierno, que nuestra amígdala puede estar trabajando para Putin y
la próxima idea que se nos ocurra perfectamente puede no ser consecuencia del
libre albedrío sino de un algoritmo que nos conoce mejor que nosotros mismos?
Estas son las preguntas más interesantes que debe afrontar la humanidad.
Por desgracia, no son
preguntas que suela hacerse la mayoría de la gente. En lugar de investigar lo
que nos aguarda más allá del espejismo del libre albedrío, la gente está
retrocediendo en todo el mundo para refugiarse en ilusiones aún más remotas. En
vez de enfrentarse al reto de la inteligencia artificial y la bioingeniería, la
gente recurre a fantasías religiosas y nacionalistas que están todavía más
alejadas que el liberalismo de las realidades científicas de nuestro tiempo. Lo
que se nos ofrece, en lugar de nuevos modelos políticos, son restos
reempaquetados del siglo XX o incluso de la Edad Media.
Cuando uno intenta
entregarse a estas fantasías nostálgicas, acaba debatiendo sobre la veracidad
de la Biblia y el carácter sagrado de la nación (especialmente si, como yo,
vive en un país como Israel). Para un estudioso, esto es decepcionante.
Discutir sobre la Biblia era muy moderno en la época de Voltaire, y debatir los
méritos del nacionalismo era filosofía de vanguardia hace un siglo, pero hoy
parece una terrible pérdida de tiempo. La inteligencia artificial y la
bioingeniería están a punto de cambiar el curso de la evolución, nada menos, y
no tenemos más que unas cuantas décadas para decidir qué hacemos. No sé de
dónde saldrán las respuestas, pero seguramente no será de relatos de hace 2.000
años, cuando se sabía poco de genética y menos de ordenadores.
¿Qué hacer? Supongo que
necesitamos luchar en dos frentes simultáneos. Debemos defender la democracia
liberal no solo porque ha demostrado que es una forma de gobierno más benigna
que cualquier otra alternativa, sino también porque es lo que menos restringe
el debate sobre el futuro de la humanidad. Pero, al mismo tiempo, debemos poner
en tela de juicio las hipótesis tradicionales del liberalismo y desarrollar un
nuevo proyecto político más acorde con las realidades científicas y las
capacidades tecnológicas del siglo XXI.
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Autor: Yuval Noah Harari (Historiador y autor, entre otros libros, de Sapiens. De animales y dioses)
Fuente:
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