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El blog El
Cielo en la Tierra publica todos los lunes, desde el 3 de septiembre de 2018, una
entrada relacionada con el Proyecto de investigación
Consciencia y Sociedad Distópica. Por medio de la web del Proyecto se puede
tener información detallada sobre sus objetivos y contenidos y cómo colaborar con él:
==============================================Si lo que aquí va a leer le resulta exagerado, envíele un email a su yo de 2007 con un pequeño informe de la situación en las últimas semanas... (Julián Díez sobre Cenital, de Emilio Bueso)
En 2014, treinta años
después de cruzar el 1984 imaginado por George Orwell, las distopías están de
actualidad. Por un lado, se ha producido un boom del género en su vertiente
juvenil, auspiciado sin duda por el éxito de la trilogía de Suzanne Collins Los juegos del hambre. Por otro, la
crisis económica y la desafección política, con su consiguiente desconfianza
hacia el futuro, han alimentado una mirada pesimista, y al mismo tiempo
admonitoria, que encaja perfectamente con las bases del género.
Las cosas aún podrían
ir peor, parece que queremos decirnos, no se sabe si para evitarlo o para
prepararnos. Vamos directos al abismo, gritamos, sin saber si queremos
asustarnos, concienciarnos o fomentar la revolución.
¿Cómo luchar contra
semejante estado de ánimo? ¿Cómo enfrentarnos a unos poderes que parecen
superarnos? Una de las respuestas sería, quizá, mirar la forma en que lo hacen
los antihéroes distópicos: en entornos todavía peores, luchan, pelean, tratan
de resistirse. Pierden, sin duda, pero después de haberlo intentado. ¿No
deberíamos hacer lo mismo nosotros, antes de que sea tarde?
He ahí, en ese
interrogante por supuesto simplificado, parte del éxito actual de las
distopías. En el mismo tipo de entorno y de frustración, de hecho, que generó
los grandes títulos del género (basta acercarse a las consideradas distopías
fundacionales, con permiso de Wells y Zamiátin, para comprobarlo: Un mundo feliz, de Aldous Huxley,
apareció tras el crack del 29; y el 1984
de Orwell y Farenheit 451 de Ray
Bradbury, tras la Segunda Guerra Mundial). No es de extrañar, por tanto, el
auge actual de series televisivas como Black
Mirror, una apoteosis distópica, o el de las adaptaciones al cine de Los juegos del hambre y sus sucedáneos.
Son ejemplos de esa
necesidad catártica que tenemos de enfrentarnos a las derivas de nuestro
presente: derivas económicas, políticas, biológicas, tecnológicas,
medioambientales... Dicho de otro modo: ¿de veras creemos que el hecho de que
la moda zombi, con sus masas desquiciadas, y la moda vampírica, con sus
monstruos de alta alcurnia, hayan precedido a la moda distópica es una
casualidad?
Especulaciones al
margen, el hecho es que nos hallamos, sí, en pleno auge de las distopías. Junto
a la ucronía, con sus pasados alternativos, y junto al retrofuturismo o
steampunk, con su recuperación de una época en la que el futuro era todavía
prometedor, se trata del único subgénero de la ciencia ficción que sobrevive a
la apisonadora de la fantasía, que de J. K. Rowling a Patrick Rothfuss y George
R. R. Martin parece haberse acomodado mejor al signo de los tiempos. Lejos ya
el interés por las aventuras espaciales, las invasiones alienígenas, la ciencia
hard y los grandes avances tecnológicos, lectores y espectadores parecen
sentirse más atraídos por los planteamientos simbólicos, por la magia y las
luchas morales de la fantasía épica, que por la concreción obsolescente de la
vieja ciencia ficción.
En ese contexto,
distopías, ucronías y retrofuturismo, más cercanos a la frontera entre ambos
géneros, tenían las de ganar. Al fin y al cabo, y bien mirado, el éxito de Star Wars debería de habérnoslo
advertido: por muy de ciencia ficción que pareciera, la saga de George Lucas
era sobre todo de fantasía, y la elección final de la primera película, en la
que Luke Skywalker elegía La Fuerza en detrimento de los ordenadores, así lo
anunciaba en los años previos a la transición entre ambos reinados.
Todo lo dicho, sin
embargo, ocurre en medio de extrañas paradojas (…) Para el público general,
además, es difícil distinguir entre las distopías, las antiutopías, ciertas
novelas de anticipación, las narraciones apocalípticas y el cyberpunk y sus
derivados, ya que se trata de géneros fronterizos que tienen en común una
visión negativa del mañana. La historia misma del género, para colmo, es
desconocida más allá de los clásicos indiscutibles, de modo que títulos tan
destacados como Limbo, de Bernard
Wolfe, Mercaderes del espacio, de Frederik
Pohl y C. M. Kornbluth, Todos sobre
Zanzíbar, de John Brunner, Las torres
del olvido, de George Turner, o el clásico español Lágrimas de luz, de Rafael Marín, apenas han sido leídos por la
mayoría. Y pese a todo, la distopía avanza, convence, crea afición.
La distopía muta, se
transforma, fagocita géneros adyacentes. Y es una buena noticia, en lo social y
en lo literario: en este último terreno, porque la distopía no puede ser
mediocre; requiere la creación de un mundo, de una sociedad, requiere un
conflicto bien desarrollado, requiere grandes personajes. Requiere autores de
altura, porque una distopía mal escrita no aguanta el peso de su propia
apuesta. Pero también es bueno, posiblemente, en lo social, porque no hay mejor
antídoto contra el futuro distópico que la propia difusión de la distopía.
Incluso, y no es poco, frente al peligro de que un hallazgo del calibre del
Gran Hermano acabe pervertido en forma de show televisivo que contradiga su
naturaleza...
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Autor: Ricard Ruiz Garzón (Escritor
y periodista)
Fuente: Fragmento de la
presentación del libro
Mañana
Todavía. Doce distopías para el siglo XXI
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