La muerte es
un imposible
La muerte es un imposible, una fantasma -solo eso- de la
imaginación humana. La Creación y el Cosmos son una colosal manifestación de
Vida y Consciencia. También el ser humano, por lo que lo que auténticamente
somos (vida) y sentimos que somos (consciencia, estado consciencial) trasciende
rotunda e infinitamente lo que una vida física y la existencia durante unos
pocos años, significan.
En este marco, lo que la Humanidad denomina muerte no es tal, sino
el punto evolutivo y la fase de transición entre el fin de un ciclo vital (la
vida física y la encarnación material que termina) y el inicio de otro ciclo
vital (una nueva reencarnación en una nueva vida física). La evolución y los
ciclos son consustanciales a la Creación. Nuestros ancestros se percataron de
esto y lo condensaron en lo que “El
Kybalion” denomina Principio de Ritmo. Y el Cosmos y la Naturaleza se
renuevan y regeneran, fluyen y refluyen, mediante los cambios de ciclo.
De este modo, tener miedo a la muerte es tenerlo a la vida, pues no
hay vida sin muerte, ni muerte sin vida. Y comprender la muerte es entender la
vida. La muerte corporal es un apagado; y el nacimiento físico, un encendido.
Por cada apagado hay un encendido y, así, se recrea y expande nuestra
existencia en el plano humano a través de una prolongada cadena de vidas o
reencarnaciones.
La mayoría de las tradiciones y corrientes espirituales de la
Humanidad, nos enseñan que nuestra encarnación en este plano material no se
plasma en una única vida física, sino en una cadena de vidas a través de
múltiples reencarnaciones. De hecho, la
reencarnación es el sostén de la experiencia humana, que ni empieza ni concluye
con la vida física actual.
Tomar consciencia de esto alivia el estrés -por llamarlo de algún
modo- con el que algunas personas viven su espiritualidad, máxime cuando va
unido a las nociones de culpa y pecado: lo que transforma la espiritualidad en
una trampa mortal que nos impide vivir y disfrutar de la Creación y de nuestro
auténtico ser, haciéndonos “manipulables” y “religioso-dependientes”.
Además, antes de cada reencarnación, es cada uno -nosotros mismos y
sólo nosotros- quien elige “el yo y las circunstancias” que desea vivenciar y
las experiencias que quiere desplegar en la nueva vida.
Conviene repetirlo: tener miedo a la muerte es tener miedo a la
vida. Y para conocernos a nosotros mismos y vivir la vida hay que comprender y
asumir la muerte. Por lo que discernir acerca de ésta y otear lo que
representa, no es un juego mental, ni otra de nuestras muchas obsesiones
intelectuales relacionadas con el futuro. Al contrario: resulta imprescindible
para vivir el Aquí y Ahora, que es la vida misma; y para perderle el miedo, que
es el medio para saborear el Aquí y Ahora como se merece y sacarle a la vida todo su jugo.
No esconder
la muerte
La sociedad occidental contemporánea contempla la muerte de forma
muy distinta a la que se acaba de exponer. Es más, entre sus numerosas
neurosis, destaca una francamente curiosa: el empeño en negar emocionalmente la
muerte y procurar mantenerla oculta.
Cada vez más, se tiende a esconder la muerte. Parece como si
fallecer fuera un desliz extemporáneo, una falta de educación o hasta una
perversidad, algo que hay ocultar, sobre todo, a los niños, en lugar de
acostumbrarlos a experienciar lo que el tránsito significa como primer paso
para que no vivan con miedo a la muerte.
Pocas personas fallecen ya en su casa y casi no hay velatorios en
el hogar. Inmediatamente producido el óbito, el cuerpo se envía desde hospital
al tanatorio, para proceder, con la mayor rapidez posible, al enterramiento o a
la incineración. Todo muy eficaz, pulcro, atildado y profiláctico, con
protocolos –incluidos los famosos
“pésames”- tan impersonales como perfectamente pre-establecidos, tan
automatizados como carentes de sentimientos. Si es preciso y para hacerle “un
favor” a la familia, hasta se certifica médicamente una hora distinta a la que
realmente ha acontecido el fallecimiento, al objeto de acelerar los trámites y
recortar los tiempos de espera y el duelo.
El siguiente texto, Morirse a gusto, de Alejandro Rocamora
-psiquiatra y miembro fundador del Teléfono de la Esperanza- es muy aclaratorio
al respecto y, entre otras cosas, cita un libro muy aconsejable para quien
quiera reflexionar sobre lo que se viene exponiendo: “Morir en la Ternura” (Ediciones San Pablo), de Cristiane Jomain.
Morirse a
gusto
El hombre actual contempla la muerte como el fracaso de su dominio
sobre las fuerzas de la naturaleza. El “hombre tecnificado” puede controlar y
manipular casi todo, pero se encuentra indefenso ante el hecho innegable de la
muerte. Así, la muerte y el morir no tienen cabida en las sociedades
industrializadas, no afectan a los sistemas productivos. La muerte, la agonía y
la senectud son consideradas como representación de la impotencia de la moderna
tecnología biomédica.
Y esto es así porque una sociedad centrada en “valores” como el
consumo, la producción y la eficacia, necesariamente debe repudiar todo lo que
no sea: acción, rendimiento y vitalidad. La muerte, el hecho de morir, implica
destrucción y negación de todos esos valores actuales y por esto, la muerte
hoy, es un “anti-valor”.
Hasta mediados del siglo XX, el gran tabú del ser humano era el
sexo; después fue la muerte, y actualmente nos atreveríamos a decir que es la
situación posterior a la muerte en los supervivientes: el duelo.
En el mismo lenguaje reflejamos nuestro miedo a la muerte al
utilizar sinónimos o equivalentes de la angustiosa realidad que supone el
morir: “Ha fallecido”, “Ha pasado a mejor vida”, “Descanse en paz”, etc., son
algunas de las frases que utilizamos en esos momentos. Incluso el duelo y la
aflicción por la muerte de un familiar ya no son tan aceptados como en otras
épocas.
Se ha cambiado la forma ideal de morir: antes se deseaba una forma
consciente, lúcida y con un apoyo espiritual y sacramental; hoy se desea una
muerte rápida y sin sufrimiento (¿Sufrió mucho?, ¿Se enteró?, son las preguntas
más frecuentes en estas circunstancias).
Con frecuencia, cuando un enfermo terminal afirma: “Me voy a
morir”, los familiares suelen contestar: “Todos tenemos que morir; nosotros
también nos vamos a morir”. Pero esta respuesta no es sincera: pues el enfermo
habla de “morirse” (se está muriendo) y el familiar se refiere a un proceso que
dura toda la vida.
Freud (1915), en Consideraciones actuales sobre la guerra y la
muerte, señala que “La única manera de hablar de la muerte es negándola”,
aunque al final de ese mismo trabajo concluye: “Si quieres soportar la vida,
prepárate para la muerte”. Desde que el hombre existe, se ha observado una
actitud de ambivalencia, de deseo y de rechazo, de amor y de odio, hacia la
muerte; no obstante, mientras el hombre primitivo encontró una salida en su
animismo, al hombre actual, esa ambivalencia le lleva a la culpa y,
consiguientemente, a la neurosis.
La negación emocional de la muerte puede tener diversos ropajes:
desde la preocupación, la ansiedad y el temor -que son las más comunes-, hasta
una hiperactividad (culto al trabajo), el narcisismo (culto a sí mismo) o la
confianza ciega en la ciencia para evitar la muerte (culto a la técnica
médica).
Es cierto que la muerte nos hace a todos iguales: tanto el Rey como
el vagabundo deben enfrentarse a este hecho de vida en soledad. La muerte es la
única vivencia que no podemos compartir. Pero también es cierto que este
momento importante de la vida depende fundamentalmente de dos situaciones:
¿cómo se ha vivido?; y ¿cómo se siente ante el entorno? Es decir: morir en paz
no se improvisa, sino que estará en función de cómo se ha desarrollado la vida:
intereses, valores y sentimientos estarán ayudando o entorpeciendo el ‘bien
morir’. Pero también de cómo se realice el momento de morirse (en casa, en el
hospital, con sufrimiento, lúcido, etc.) favorecerá o entorpecerá una “muerte
digna”.
Morirse a disgusto, según la autora de “Morir en la ternura”, Cristiane
Jomain, se desarrollaría entre dos polos: la desgracia de morir en soledad y la
desgracia de no tener un espacio de soledad necesario para vivir. El primer
supuesto está amenazado en nuestra cultura, pues tendemos a negar la muerte de
nuestro familiar en la falsa creencia de que no se dará cuenta; pero igual se
siente solo al no poder compartir su miedo ante la muerte próxima. La segunda
necesidad del moribundo es la de tener un espacio psicológico para poder
elaborar la eminente pérdida de la vida y poder despedirse, sin trauma y también
sin agobio. En este sentido, una excesiva presencia de los familiares y de los
cuidadores dificultaría el proceso de “morirse a gusto”. Habría que añadir una
tercera necesidad del moribundo: la ausencia de sufrimiento inútil, que lo
único que consigue es prolongar una vida vegetal. Si se dan estas tres
condiciones, entonces sí que podríamos decir que se produce una “muerte a
gusto”.
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