Llegué a un monte cercano, perteneciente al
pueblo donde me hospedaba. Recuerdo que el anciano que ostentaba la fonda en
la cual me alojaba, me había hablado de un hombre santo, que habitaba entre las
gentes de aquel lugar. Desde mi llegada, su nombre sonaba insistentemente en
mis oídos. Las lagunas que anegaban mi fuero interno habían transportado esta
maltrecha alma hasta aquella apacible zona. Sin duda, el destino me deparaba
insospechadas sorpresas, que le concederían una nueva perspectiva a mi vida.
La voz de aquel hombre retumbaba por doquier.
Su tono, seducía el alma de todos los asistentes, llevándolos hasta la
embriaguez extática. Su figura, erguida, fuerte y saludable, era acompañada por una luz que asemejaba envolver todo su ser. Los cabellos largos hasta los
hombros, blancos y etéreos, una barba poblada, de idéntico semblante y dos ojos
profundos del color de las almendras, lo dotaban de un misticismo acentuado.
Me senté en una roca cercana, disponiéndome a
escucharlo:
-Hoy, estáis reunidos aquí, para escuchar mis
palabras.
Yo soy como una flor que se insinúa a los insectos,
con su perfume y color. Sed pues como las abejas, venir a libar mi néctar,
pues, alimento Espiritual es.
Muchos de vosotros sois reticentes a abrir vuestros
corazones a la llamada del Amor. Recordad que el tiempo que pasamos en esta
envoltura carnal es una ínfima parte de la que ha de recorrer nuestro
verdadero Ser. Sin Amor no existe la vida, pues esta se asemeja a hojas secas
que ha consumido el gélido invierno del egoísmo, cuando él no está presente.
Amar es respirar y sentir los rayos del astro rey acariciando nuestra faz. Es
una cálida brisa que transporta nuestra alma hasta terrenos divinos.
No existe diferencia entre vivir y amar, pues una
sóla cosa es. Debéis abrir los sentidos y vuestros sentimientos hacia los
demás. Tenéis que ser conscientes de vuestra fuente primigenia, aquella de
donde manasteis. Sois haces de luz que surgieron de un mismo foco. Algunos han
perdido el recuerdo, otros lo intuyen, unos pocos saben a ciencia cierta de
dónde provienen. Es por ello que todos somos una unidad con aquel que nos
engendró; tan solo hemos de ser capaces de recordar nuestra procedencia. Así
es que todos y cada uno de nosotros podemos ser denominados con el nombre de hermano, pues todos somos hijos de la misma luz, gotas de idéntica fuente.
Acalló su voz durante un instante, sus ojos se
humedecieron, acto seguido la voz tomó un tinte de suave y aterciopelado
timbre:
-Y aún más, mis queridos hermanos, si todos hemos
provenido del mismo lugar, siendo cierto y verdadero, que brotamos de un mismo
manantial, así mismo os he de decir que seguimos formando parte de Él. Jamás
fuimos alejados de nuestra morada, pues continuamos siendo uno con aquel del
cual emanamos.
Con lágrimas, acariciando su fina piel y la
voz entrecortada, añadió:
-Pues nuestro Padre y nosotros, Somos Uno. Nosotros
Somos Él y Él es nosotros. No existe separación alguna, tan solo hemos perdido
el recuerdo de nuestra procedencia. Es por ello que el espejismo de la
dualidad es reconocido como unidad cuando el velo de la ignorancia y del
olvido es descorrido de nuestra mente.
Solo entonces nos reconocemos como verdadera
identidad, fundidos con nuestro Padre. Es cuando somos conscientes que el
amante y el amado una sola cosa son. Se revela la certera verdad, aquella que
indica que no existe distancia ni separación, y nos desvela el verdadero rostro
que veneramos: este no es otro, que nuestro propio rostro. Padre e hijo,
idéntico ser son.
Alzó la mirada al cielo, abriendo los brazos,
tras un breve instante los cerró, abrazando su propio cuerpo. Súbitamente fui
inundado por una paz exultante. Por primera vez experimenté el amor en estado
puro. Sin darme cuenta, las lágrimas resbalaban por mis mejillas, aquel
sentimiento no se podía expresar en palabras; tan solo era posible
experimentarlo a través del alma.
Desconozco el tiempo que me mantuve en íntima
comunión con mi espíritu. Cuando abrí los ojos, me encontraba en plena soledad.
Los rayos del Sol daban sus últimas pinceladas a un precioso cielo, tiñendo
de púrpura el horizonte. Muy lentamente, fui resurgiendo del extático estado en
el que me encontraba. Con la vista todavía entre nublada, atisbé una figura
frente a mí. Su túnica blanca me era familiar. Por fin, pude observar con total
nitidez de quién se trataba. Una sonrisa, impregnada de beatitud me aguardaba.
La voz, se dejó sentir, como una preciosa
sinfonía:
-¿Tienes sed?- la pregunta, me desconcertó. Supongo que,
intuyéndolo, añadió:
-Ven, yo calmaré tu anhelo de probar las fuentes de la
divinidad. Te daré de beber el vino que embriagará tus sentidos; hasta
volverte loco de Amor Celestial. Tu copa es honda, hermano mío, escanciemos el
elixir de lo eterno en ella, hasta que se desborde, para poder realizar la
Unión con aquel que siempre fuiste Tú.
De esta forma conocí, al hombre que transformó
mi vida, en una perpetua comunión con el Ser Divino.
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Autor: Matías Márquez (gaudapada@hotmail.com)
Fuente: De su libro Alma embriagada (Editorial: Visión
Libros)
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