Y de
pronto, como si hubieras estado sumergido bajo tierra toda la vida, sin un
minúsculo rayo para que los ojos supieran que estaban vivos, una mano
misteriosa descorre las cortinas de las sombras y el ramalazo de luz te
revuelca en el barro, taladra los párpados y te acurrucas la cabeza entre los
brazos.
Así, como
va el transeúnte perdido entre el gentío de las calles de una ciudad
desconocida y de pronto siente en el hombro la mano de un amigo, iba yo por la
vida dejando que la mente me flagelara con esa ilusión absurda de desentrañar
recuerdos.
Tal vez
era una navidad misteriosa de mi infancia, en que mis padres, por fin, pudieron
comprarme unos zapatos nuevos. Y buscaba en los cajones de la memoria la
sensación de la piel suave del becerro, el olor inconfundible y la seguridad de
mi pie calzado, después de mucho tiempo descalzo.
Me
esforzaba en silencio para reconstruir todo, los chillidos de los cerdos
sacrificados por nochebuena, los hombres avivando el fuego de las hogueras y la
botella de ron recostada al taburete, los chistes y las jaranas.
En
aquellos momentos, pensaba, en esa época de mi vida, fui feliz y si volviera…
Entonces
me atrincheraba en ciertos refranes que a veces son más perjudiciales que una
plaga: “recordar es volver a vivir”
Y un
consumo brutal de energía para ir al pasado, una expedición al Himalaya de los
recuerdos, de algo que existió en su momento, pero pertenece al mundo de las
formas. Es algo parecido a esperar que el agua del arroyo vuelva a pasar por la
cascada, una vez que ha llegado al mar, querer que las nubes se amontonen en
las mismas figuras que hace un rato arriba de las montañas.
Y de
repente, por la gracia de Dios, por el entendimiento que le da a cada cual el
Espíritu Santo, por el despertar de la consciencia o Dios sabe que misterio, me
doy cuenta que lo único que tengo es el momento presente.
Un árbol,
tengo un árbol para sentir que tiene vida, el mar para escuchar sus olas, las
siluetas de las montañas o lo lejos, el sonido de la lluvia.
Tengo a un
completo desconocido para ser amable con él, otro ser humano cerca, que convive
conmigo, para aceptar que es maravillosamente imperfecto, igual que yo.
Tengo la
música, ¡Dios, tengo la música!
Atardeceres,
cantos de pájaros y al naranjo sembrado en mi calle, le han salido ramas
nuevas. Tengo a quien saludar, cuando paseo por las mañanas, pero saludar
efusivamente, con un “mi alma reconoce a tu alma” que salga convertido en
nobleza de la mirada, tengo un me importas para cada atrevida mirada que se
cruce en el camino.
Pocas
veces después de ese momento, me detengo para ir a los recuerdos, porque no es
nada malo, ni siquiera que no se debe o que es pecado.
Es
simplemente que mi alma, dormida tanto tiempo, a oscuras en su encierro de
milenios, ahora se cruza con cada minuto de mi tiempo y lo saluda, le da la
bienvenida, se embarra de sus misterios y sale curiosa, asombrada y humilde a
vivirlo.
===================================
Autor: José Miguel Vale (josemiguelvale@gmail.com)
===================================
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.