La idea central que demuestra la importancia de la Vida Interior se
centra en esta frase:
La vida a la que refiero la frase, que es el leitmotiv de mi libro
recientemente publicado “Sendas de Vida
Interior”, frase incomprensible para aquellos que desconocen que “eso”, la
Vida Interior pueda existir, más allá de la intimidad o privacidad protegida
por la Ley de Protección de Datos.
La Vida Interior es una constante en todas las religiones y
sistemas de pensamiento que convergen en la Filosofía perenne y se basa en
cuatro pilares, el silencio, la oración, el sufrimiento y la fe.
El silencio
Es ruido todo aquellos que destruye el silencio, y los humanos
tenemos una irredenta manía de generar ruido constantemente.
Hablar sin discernimiento es moralmente malo y espiritualmente
peligroso. Caer en la maledicencia es sumamente fácil. Como predican los toltecas,
ser “impecables en el hablar” es uno de los cuatro acuerdos que una persona se debería proponer en su
vida. Cada palabra ociosa tiene consecuencias. A lo largo del día, un número
nada despreciable de palabras y expresiones que pronunciamos pueden caer en una
de estas tres categorías: 1. palabras inspiradas por la malicia y falta de
caridad, 2.- Palabras inspiradas en la codicia, sensualidad y amor propio, y 3.- palabras puramente estúpidas e
inanes, que sólo meten ruido y no aportan nada, salvo confusión y distracción.
Esto respecto de las que pronunciamos y transmitimos en nuestras
conversaciones.
Pero por otra parte están las del absurdo monólogo que mantenemos
con nosotros mismos donde, por el hecho de que la imaginación no nos da tregua,
nos pasamos el día charloteando sobre absolutamente nada. El pensamiento tiene
la puñetera manía de no darnos tregua, no nos permite descansar de nosotros
mismos, es obsesivamente lenguaraz.
No nos damos cuenta realmente, hasta qué punto el constante “run-run”
del pensamiento, elaborando a granel frases sin venir a cuento, constituye una
de las más descomunales barreras para el crecimiento personal y el conocimiento
unitivo de la Divina base. Es como una danza de polvo y moscas que nubla
nuestra capacidad de ver nítidamente la Luz interior.
La guarda de la lengua y de la mente es una de las más costosas y,
además, más fructíferas mortificaciones. Por no decir, es la mortificación por
antonomasia. El Ancren Riwle o antigua regla de monjas eremitas en Inglaterra,
refiere que, al echar el huevo, la gallina cacarea, y al hacerlo, viene la
chova (ave parecida al cuervo), es decir, el diablo.
Fenelón y Law abundan en esto diciendo que el principal ayuno no es
el de la comida, sino el de la mente. Porque ¿qué necesidad hay de tanta
noticia, cuando todo lo importante sucede en nuestro interior? Si un perro no es bien considerado porque
ladra mucho, por qué a un hombre se le considera porque habla mucho, se pregunta
Chuang Tse. El hablar distrae, el callar y obrar da fuerza al espíritu, en
palabras de San Juan de la Cruz.
Hay tres grados de silencio, el de la boca, el de la
mente y el de la voluntad, según Miguel de Molinos, el místico
español del Siglo XVII, creador del quietismo, abstenerse de hablar ociosamente
es difícil; acallar el farfullar de la memoria e imaginación, mucho más
difícil; lo más difícil de todo es aquietar las voces de la codicia y aversión
dentro de la voluntad.
En 1945, Aldous Huxley ya consideraba que el Siglo XX se estaba
caracterizando por una descomunal eclosión del ruido, transportado
frenéticamente por las ondas de radio. Luego vino la televisión para llegar al
paroxismo de una comunicación del inimaginable ruido de los “mass media” “urbi
et orbe”, que se adueña de nuestra mente y nos mantiene constantes imágenes
subliminales que nos inducen a obrar de una determinada manera, a codiciar
bienes que no nos hacen falta y a su vez a comentarlos con otros, de modo que
el ruido mental y físico crece de manera exponencial en las comunidades
humanas. Todo ello ha hecho del silencio una extraña cualidad extraordinariamente
difícil de conseguir. Y Huxley no llegó a conocer Internet…
La principal actitud ascética es el silencio exterior e interior.
“Oíd y entended. No es lo que entra en la boca lo que contamina al
hombre; sino lo que sale de la boca, eso es lo que contamina al hombre”. Mt
15, 7-11
La oración
Hay cuatro estilos de oración, la petición, la
intercesión, la adoración y la contemplación. Petición es pedir algo
para uno, intercesión, para otros, adoración es la alabanza y la contemplación
es la quietud, la pasividad atenta.
La petición es la que refleja una actitud más egoísta. No requiere
del amor a Dios, ni lo expresa. Requiere un fuerte
sentimiento de centrado en el “yo” y en los propios deseos, seguros de que ahí
fuera alguien escucha y obedece a nuestras peticiones. Es el “hágase mi
voluntad”. Y como proclama Rhonda Byrne en su libro “el secreto”, basado en la
ley de la atracción, si uno se propone un objetivo con suficiente deseo y
voluntad, es muy probable que al final lo consiga. Obtener lo que se desea por
medio de la petición egoísta es una forma de hubris (arrogancia), que invita a su apropiada némesis, el castigo
que restituye el orden interno. Así, el folklore del indio norteamericano está
lleno de historias acerca de gente que ayuna y ora egoístamente, para obtener
más de lo que un hombre razonable debería tener, y que, al recibir lo que
pidió, ocasiona con ello su propia caída.
Los tres deseos de los cuentos de hadas suelen siempre terminar en
un desastre.
La única serie de peticiones lícitas son las que se proclaman en
las diferentes cláusulas del Padrenuestro, en concreto “hágase tu voluntad” y
“danos hoy nuestro pan de cada día”. La primera engloba y da sentido a la
Oración, la aspiración sincera de que en todo momento se cumpla la voluntad
divina, y la segunda, es el abandono a la providencia que sabe muy bien, qué
necesitamos materialmente cada día.
La intercesión demuestra tu preocupación por el otro, tu amor al punto que te eriges como su abogado. Es el
medio, ante Dios de amar al prójimo y su expresión.
La adoración es la vía del conocimiento unitivo de la Divinidad y
la expresión del amor a Dios. Y la contemplación o quieta mirada es junto con la adoración, las
formas superiores de oración. De hecho, las dos
anteriores, petición e intercesión son lo que habitualmente se denomina
“rezar”.
Sólo en los puros de corazón y pobres de espíritu, la realidad no
está deformada por la separación de la Unidad que oscurece, y no queda
interpuesta por ninguna placa de creencias.
San Anselmo hace una bella comparación. Dios es el Sol que ilumina
todas las cosas (es la Luz del día “diei”), por el puedes ver, pero a Él, como
al Sol, no le puedes mirar de frente, porque quedarías ciego.
El que desee trato con Dios, es decir el que desee orar, debe ante
todo ser humilde, tener pleno sentimiento y convencimiento de sus propias
miserias, y de la vanidad del mundo –dice Law-. Un mundano engreído, podrá
rezar sin parar, recitar letanías, pero será incapaz de orar. La devoción es la
aplicación de un corazón humilde a Dios como única felicidad.
La oración comienza siendo una actividad, una práctica religiosa,
similar a los ritos y liturgias. Pero esa actividad, en realidad, aunque se
califique de oración es tan sólo una primera aproximación, que se conoce como
“rezar”. Pasar de rezar a orar es pasar de hacer un conjunto de prácticas
religiosas a un status vital.
Cada místico tiene su propio camino de oración, su propio sendero
de vida interior. Agustine Baker, Eckhart, San Ignacio, Santa
Teresa, San Juan de la Cruz, William Law, en general
todos coinciden, sin embargo en que el recorrido va desde las oraciones
verbales y mentales, pasando por la representación de imágenes y escenas, y la
meditación de textos bíblicos. Pero esta es la primera parte del camino, donde
el alma necesita de apoyos físicos, sensoriales para “imaginarse” un diálogo
con Dios. En este recorrido, el alma tiene que tratar permanecer un tiempo
centrada en la imagen, en la frase, en la idea “en torno a” la divinidad. Pero
con ello merodea el objetivo, pero no lo ataca directamente. La vía directa
empieza con la adoración para desembocar en la contemplación, que es la máxima
expresión de vida de oración. El tiempo que el alma emplea en orar, se va
prolongando poco a poco, de modo que aunque dedique un cierto tiempo
diariamente al recogimiento interior y exterior, este estado, desborda los
límites estrechos de ese tiempo, para anegar poco a poco el resto de la vida.
Es como un río que se desborda e inunda los márgenes y riberas a su paso, hasta
derramarse por todo el campo. Y así, el alma termina viviendo en oración
permanente, incluso entre los pucheros de las tareas diarias, incluso en
sueños. Es el estado contemplativo de Presencia y quietud.
El proceso contemplativo es el auténtico proceso de mortificación,
de renuncia al yo. Esto lo describe San Juan de la Cruz como las noches oscuras. La primera noche es
la del sentido, donde se anulan las potencias de la mente. La segunda y mucho
más dolorosa, es la noche oscura del espíritu, donde se anulan las potencias
del alma, donde el yo, o lo que quedara de él, se extingue completamente. Es como
si en vida murieras, como si a un globo le pincharas el látex, y explotara,
fundiéndose el aire de dentro con el que le rodea. Pero para eso, el continente
del globo ha de extinguirse. Y ahí radica el dolor, el de la pérdida de la
“aparente identidad”, la que creemos que tenemos, para recuperar nuestro
verdadero “yo”, el que quedó perdido en el Edén.
Este proceso conlleva una considerable carga de sufrimiento.
El sufrimiento
Sufrir viene del latín “suffere”, soportar,
cargar. Es sinónimo de padecer “patere: estar acostado”, paciente, pasión.
Sufrir supone soportar una carga, una cruz, un estado indeseable,
alejado de lo deseable, de lo ideal, de lo que debería ser. Donde hay
perfección y unidad no puede haber sufrimiento. Para el individuo que logra la unidad dentro
de sí y con la divina Base, termina el sufrimiento.
La meta de la Creación es el retorno a la Unión. La unión genera
paz y felicidad; la separación sufrimiento. La verdad une, la mentira
separa. El egoísmo tiende a establecer una barrera entre cada cual y el resto,
“el muro”, barrera levantada para
“separar” lo mío de lo que no lo es. La barrera establece un diferencial
existencial entre dentro y fuera. Esa barrera abre puertas de comunicación tan
sólo para mantener o incrementar el desequilibrio con ayuda del demonio de
Maxwell, porque de otra forma, si
la puerta se abriera para equilibrar presiones, al final la barrera estaría de
más. Pero el demonio, por eso es un demonio, mantiene la desigualdad a fuerza o
a costa de un gran trabajo, un gran padecer, un peso cada vez mayor. La persona
sufre, consciente e inconscientemente.
El instinto de separación es escalable. Es decir, puede sentirlo y
desearlo un individuo respecto de su entorno, o una parte del individuo
respecto de él. El primer caso, la Filosofía perenne lo cataloga de impulso, pasión, pecado. En
segundo caso es una enfermedad, un cáncer. En realidad, el fenómeno es similar
y las consecuencias igualmente lesivas, es decir, al sufrimiento.
La Naturaleza mantiene un delicado estado estable entre la
tendencia integradora de los diferentes sistemas y subsistemas, y la tendencia
disgregadora que hacen que dichos sistemas adquieran verdadera entidad e
identidad. En general, todas las culturas coinciden en este planteamiento. El
budismo habla de la avidez como la causa del sufrimiento, y el desapego como su
liberación, mediante el sendero de los ocho pasos.
Para mantenerse íntegros y diferenciados del entorno, cada
individuo tiene que satisfacer un conjunto de necesidades básicas. La sensación
de déficit se experimenta como dolor, como malestar, en suma, como sufrimiento. La satisfacción de estas
necesidades se percibe como sensación de bienestar, tranquilidad. Así
planteado, la finalidad de la vida natural es la de mantener las diferentes
identidades biológicas en un estado estable de satisfacción de las necesidades
básicas. El sufrimiento, es decir, el hambre, la sed, el frío, el calor, el
dolor, la sensación de incomodidad, etc., son condiciones necesarias para
satisfacer estas necesidades y así neutralizar el sufrimiento.
La Creación lleva consigo la Caída. Ambas son inherentes. Porque
como quiera que para mantener la identidad y la integridad, hay que buscarse
los medios para preservar el orden interno, esto obliga a buscar los recursos.
Si estos fueran abundantes, no existiría el problema de la competencia. Pero al
ser habitualmente escasos respecto de la demanda, obligan a crear economías, es
decir, medios para una gestión racional de los recursos. Así que, por una
parte, en épocas de superpoblación, la competencia por los recursos escasos va
a generar lucha entre los miembros, quedando una proporción más o menos grande,
derrotada, y sufriendo por ello.
Por otra parte, dónde están los límites a los recursos necesarios.
Cuál es la percepción de lo necesario. Dónde empieza la ambición más allá de lo
razonable. ¿Qué es lo razonable?
La consumación de la Caída
ocurre cuando las criaturas procuran intensificar su separación más allá de los
límites prescritos por la ley de su ser.
En la Naturaleza, las especies han optado para satisfacer sus necesidades
por renunciar a su totípotencialidad en aras de adaptarse a la especialización.
Esto conlleva la cooperación entre órganos, individuos, grupos y
organizaciones. Se establece una simbiosis. Pero esta simbiosis se rompe cuando
alguna de las partes “rompe el pacto de cooperación” e intenta obtener más
beneficios de los que le corresponden a costa de sustraer recursos que
corresponden al resto de la comunidad.
Esta ruptura del pacto conduce a una intensificación de la
identidad separada del resto. Este proceso hace daño al conjunto desde el
primer momento, mientras que al individuo trasgresor, parece como si le fueran
bien las cosas. El incremento de esta separación y de esta asimetría, poco a
poco aumentará el daño global, hasta conducir inevitablemente a la muerte de
todo el sistema. Es el ejemplo del cáncer en los seres vivos, que conduce a la
muerte. En el plano sutil y psicológico, a esta situación irreversible de
maldad, se la denomina infierno, y a la voluntad de separación se la denomina
“demonio”, “diablo”. Los humanos somos capaces de ser diabólicos, lo que ningún
animal puede imitar, pues no tiene la suficiente inteligencia como para
apartarse de un comportamiento sistémico.
La capacidad para obrar el mal no es ilimitada, porque termina
matando y destruyendo, pero la capacidad para hacer el bien sí es ilimitada.
La Fe
Fe es confianza en alguien. Fe es creer en proposiciones que no
hemos podido verificar por nosotros mismos, como la existencia de lugares que
no hemos visitado o teorías que ni comprendemos ni podemos comprobar, o asertos
que nadie puede demostrar, como son los dogmas de las religiones. La fe es
condición previa de todo conocimiento, de todo obrar y de todo vivir
decentemente. La fe, como confianza, es condición indispensable para la normal convivencia
entre seres humanos.
Las sociedades se mantienen, no principalmente por el miedo de los
más al poder coactivo de los menos, sino por una difundida fe en la decencia de
los demás. Tal fe tiende a crear su propio objeto, mientras que una difundida
desconfianza mutua, debida, por ejemplo, a la guerra o a las disensiones
domésticas, crea el objeto de la desconfianza.
En la esfera de lo social, la fe es necesaria para confiar en
aquellos con autoridad moral reconocida para pronunciar afirmaciones que no se
pueden comprobar. Y es necesaria para aceptar las propias hipótesis
credenciales. Aunque en la vida social, nos acostumbramos a creer en la
apariencia de verdad de las mentiras.
En la esfera de lo sutil, aplica lo que comúnmente se denomina “fe
religiosa”. La fe religiosa es de una naturaleza tal que ningún ser humano
puede razonarla ni demostrarla, ni en todo ni en parte. Es simplemente, y se
acepta o no se acepta. Y no hay razones ni para aceptarla ni para rechazarla.
Es algo que supera el entendimiento humano.
De esta forma, la fe sobre ideas no comprensibles puede desplegarse
en un amplio espectro de actitudes, desde la mística más elevada hasta el
fanatismo más ciego y, hasta la justificación del propio
pecado gracias a la fe.
En Filosofía perenne, la fe que se supone salvadora puede ser una
fe en proposiciones no meramente inverificables, sino que repugnen a la razón y
al sentido moral y estén en completo desacuerdo con los resultados obtenidos
por los que cumplieron las condiciones de penetración espiritual en la
Naturaleza de las Cosas. Un Dios misericordioso que por otra parte va a salvar
sólo a unos pocos de toda una Humanidad pecadora, que parece deleitarse en la
tortura de los miserables. Esta es la apariencia de realidad del mundo, muy
bien aprovechada por las autoridades religiosas.
La revelación no dice nada de todas estas doctrinas horribles, a
las cuales la voluntad fuerza el intelecto, que siente por ello una renuencia
harto natural y justa a dar asentimiento. Tales nociones no son producto de la
penetración de los santos, sino de la atareada fantasía de juristas, que
estaban tan lejos de haber trascendido el yo y los prejuicios de la educación,
que tenían la loca presunción de interpretar el universo en términos de la ley
judía y romana, con la que estaban familiarizados. "¡Ay de vosotros, los
juristas!", dijo Cristo. La acusación era profética y válida para todos
los tiempos.
Periódicamente en la Historia, se ha producido un balance entre la
tendencia innata de los juristas y legisladores religiosos a interpretar la
revelación y la fe de modo dogmático, lo que siempre ha llevado a una
judicialización de la fe y de la vida religiosa, es decir la religión basada en
dogmas y cánones legislativos de comportamiento con un severo código penal,
tanto temporal (inquisición) como intemporal (penas de infierno y purgatorio),
y movimientos reactivos contra esa opresión y dominio de las conciencias,
liderados generalmente por místicos y personas que buscaban la “liberación” de
las cadenas humanas para encontrar a Dios sin trabas, volviendo a los orígenes
o renovando completamente el statu quo religioso del momento, por lo que
siempre han sido perseguidos, encarcelados e incluso condenados a penas capitales.
Siempre ha sido así y siempre será así. Volvemos al intento de dominio del gran
colectivo, del pueblo por los más fuertes, por los somatotónicos.
La esencia de cualquier religión es la Filosofía perenne. Tiene que haber una fe,
en el sentido de confianza, pues la confianza es el principio de la caridad
para con los seres humanos. Y además la fe, en el sentido de confianza hacia
Dios, porque también es el principio de la caridad suprema. Debe haber fe en la
autoridad de los maestros, que conocen por experiencia (no por estudios
solamente), la Divina Base de todo ser. Y finalmente fe en las proposiciones
sobre la Realidad aportada por los filósofos a la luz de la iluminación, que el
creyente sabe que puede experimentar si se pone a ello.
Con todo, Huxley recuerda que “una
existencia que saca su objetividad de la actividad mental de los que creen
intensamente en ella, no puede de ningún modo ser la Base espiritual del mundo
y que una mente atareada en la actividad voluntaria e intelectual que es la
"fe religiosa" no puede hallarse en el estado de abnegación y atenta
pasividad que es la condición necesaria para el conocimiento unitivo de la
Base. Por esto afirman los budistas que "la amorosa fe conduce al cielo;
pero la obediencia a la Dharma conduce al Nirvana". La fe en la existencia
y poder de cualquier entidad sobrenatural que sea menos que la Realidad espiritual última, y en
cualquier forma de adoración que no alcance el anonadamiento de sí mismo,
producirá sin duda, si el objeto de la fe es intrínsecamente bueno, un
mejoramiento del carácter, y probablemente la supervivencia postuma de la
mejorada personalidad en condiciones "celestiales". Pero esta
supervivencia personal dentro de lo que es todavía el orden temporal no es la
vida eterna de la unión atemporal con el Espíritu. Esta vida eterna "está
en el conocimiento" de la Divinidad, no en la fe en algo que sea menos que
la Divinidad”.
Como dice Santa Teresa, no es lo mismo estar que estar, pelar
patatas que pelar patatas; no es lo mismo creer en Dios que creer en Dios. No
es lo mismo imaginarse a Dios y relacionarse con Él a través de una serie de
prácticas religiosas, que vivir a Dios. La práctica religiosa presenta
muchísimos matices, muchísimas manifestaciones, desde las más sencillas hasta
las más rebuscadas y barrocas; desde las más ritualistas y ceremoniosas hasta
las más puras simples; desde las más enrevesadas hasta la quietud total. Y todo
esto, dependiendo entre otras cosas en el tipo de fe que las personas tengan en
Dios. La fe basada en un dios hecho a nuestra imagen y semejanza, que exige ser
adorado a través de rituales, solemnidades y demás manifestaciones externas no
tiene absolutamente nada que ver con la fe basada en la asunción de la Divina
Realidad.
Esta es la clave de la fe, la basada en un dios imaginado por
nosotros o en el Dios absoluto, al que sólo podemos experimentar por la vía
mística.
Y todo esto sucede en el silencio de la Vida Interior.
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Autor: José
Alfonso Delgado
Nota: La
publicación de las diferentes entregas de La Física de
la Espiritualidad
se
realiza en este blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.
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