==============================================
El blog El Cielo en la Tierra publica todos los lunes, desde el 3 de septiembre de 2018, una entrada relacionada con el Proyecto de investigación Consciencia y Sociedad Distópica. Por medio de la web del Proyecto se puede tener información detallada sobre sus objetivos y contenidos y cómo colaborar con él:
===============================================
Somos libres? Creemos
serlo. Y ésa es la servidumbre más pesada. Soñamos actuar voluntariamente. Y
eludimos el problema serio. «Hago lo que quiero»: supongamos que es cierto.
Pero el enigma es otro: ¿por qué quiero lo que quiero? Ni siquiera sospechamos
que nuestras preferencias son tan ensoñaciones como las que arrebataban a
aquellos huéspedes de Próspero, «tejidos en la tela de los sueños», en La
tempestad de Shakespeare.
De esa ingenuidad debiera
sacarnos la metáfora escénica con la cual Platón retrata el mundo humano. Una
cueva. En ella, prisioneros a quienes las cadenas inmovilizan de cara a la
pared frontal. Tras ellos, la luz de un foco. Entre el foco y sus espaldas,
alguien mueve muñecos, a modo de siluetas balinesas. Sus sombras, sobre el
muro, despliegan narraciones en las cuales creen vivir los encadenados.
¿Servirá de algo que uno de ellos se logre liberar, gire la cabeza, salga hasta
el foco de luz, constate el fraude? Sí: servirá para que sus iguales exijan
matar al aguafiestas que desvela la burla. Envuelto en sombras, el prisionero
se sueña libre. Enfrentado a la verdad del fraude, será presa de la desdicha. Y
elegirá las sombras. No nos burlemos de esos prisioneros, concluye Platón.
Somos nosotros. Que a nuestra esclavitud acostumbrada llamamos libertad.
Yo, que nací en una
dictadura, en lucha contra la cual se forjó mi vida, no supe lo que era el
despotismo hasta el verano de 1979 y en Berlín. La impotencia de las gentes del
Este para tejer redes de resistencia me desconcertaba. Pero las palabras no
significan siempre lo mismo. Y aún menos, las metáforas. La metáfora del
despotismo en Occidente es la de sombra y bruma. Y en la sombra y en la bruma
anida la resistencia. Es así siempre: la clandestinidad se instala en los
intersticios entre lo público y lo privado, en los cuales el Estado no penetra
fácilmente. Pero, ¿qué sucederá si no hay «privado»? ¿Bajo qué refugio
sustraerse entonces al ojo del poder? Eso es totalitarismo: fagocitación de lo
privado por lo público. Su metáfora no es la opacidad. Lo es la transparencia.
Berlín Este era una jaula de cristal blindado.
De cristal. Sin ángulos
muertos. Un día, harto ya de girar en la pecera, decidí darme una vuelta por el
otro mundo, que estaba a una estación de metro. Llegué al impermeable control.
El Vopo echó una ojeada a mi pasaporte: «Ah, usted debe residir en la calle
tal, número tantos». Exactitud prusiana. Faltaban aún diez años para los
ordenadores. Pero a aquel poli le bastaba mirar mi pasaporte para saber quién
era y dónde me alojaba y por qué motivo. Puede que también más cosas. Pasé a
Berlín Oeste. Volví a ser invisible: anónimo entre anónimos. Supe que la
libertad es eso: burlar la transparencia. No lo he olvidado.
Era el despotismo perfecto.
En 1979. Hoy, es un juego de niños. Tengo ante mí mi iPhone. Desde el cual
accedo -a través de una ficción virtual llamada «nube»- a cuanto he escrito y
archivado en los últimos treinta años. Desde el cual accedo -en espejos
virtuales de lejanas bibliotecas- a libros que en mis años jóvenes me exigían
inversiones costosas en tiempo, viaje y dinero. Leer en esa pantalla un
manuscrito de hace cuatro siglos es un milagro, cuyos efectos para la sabiduría
aún no calibramos.
Pero es más cosas. Ese
smartphone no es más que terminal de un monstruo inmaterial llamado «nube», que
pone a mi alcance todo. Y que, a cambio, almacena y cataloga como suyo todo lo
mío: se apropia de la nebulosa de datos materiales y morales, laborales y
afectivos, triviales o trascendentes, que componen mi vida. Allí están las
geografías que he recorrido, los lugares en los que me extasié, los lugares
ante los que experimenté miedo o indiferencia, las mujeres a las que amé y
aquellas a las que ni siquiera vi aunque pasaron a mi lado, los libros que
busqué, la fecha de una visita al Museo Magritte poco después de un absurdo
asesinato, el rastro de una medianoche en París ante el devastado Bataclan, las
trayectorias que me llevaron a las puertas de la Basílica de Saint-Denis, unas
horas después del tiroteo en el que fueron abatidos los asesinos… Nada que yo
haya hecho queda sin cartografiar en sus registros. En él soy, como todos,
transparente.
Hay más. Entro a mi usual
librería on-line. Antes de que haya tenido tiempo de tocar una tecla, media
docena de títulos que no conocía emergen en la pantalla: todos son
imprescindibles para mi actual trabajo. La red conoce mis deseos y necesidades
con más precisión que yo. Y es infalible. Porque posee el plano completo de mis
pesquisas. Y dota de identidad al caos de recuerdos, errancias, costumbres,
imágenes, convenciones, deseos, al cual llamo «yo». Una vez matematizados esos
datos, dictar comportamientos a su dueño es un juego de niños. Los viejos
totalitarismos encerraban en jaulas de cristal blindado al ciudadano. Esto,
para lo cual no tenemos aún un nombre, encierra a los sujetos en la red
regulada de sus deseos. Y cada uno es, así, carcelero de sí mismo.
«Golpe de Estado sin
derramamiento de sangre», llama a esa suprema eficacia de las redes Shoshana
Zuboff en The age of surveillance
capitalism: rentabilizar «los datos que se obtienen al vigilar el
comportamiento de las personas». No es una apuesta policial. Es una apuesta
productiva. Catalogado el universo de los datos, que mapean el vagar de un
individuo, pronosticar sus futuras actuaciones es fácil. Y rentabilizarlas. Se
tallan deseos a la medida. Se lanzan al mercado. Libremente. Lavadora o
papeleta de voto.
Un hombre es aquello que
no revela: aquello que preserva a las miradas. Pero el foco amenaza, esta vez,
con registrarlo todo. La tesis desasosiega: nada puede ser ocultado a la
telaraña informática. Pero «aquel que nada tiene que ocultar es nadie»,
concluye Zuboff. Nadie eran los esclavizados ciudadanos del Berlín Este de hace
cuatro decenios. Nada somos nosotros: cristales en la nube. Transparentes.
¿Somos libres? Nos afanamos en serlo. Fracasamos. Empezamos de nuevo. A ese
empezar de nuevo llamamos libertad. A ese empezar. Sin desenlace.
============================================
Autor: Gabriel Albiac (Filósofo
y escritor)
Fuente:
============================================
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.